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| El Veraz. | San Juan, Puerto Rico |
El encubrimiento de Cuba


“¡Chicaaaaaaas!”- Exclamó Meliá de Tríana desde la atalaya de la carabela.

En la playa un grupo de jinetaínas gritó al unísono: “¡Turistaaaas!” Nunca se supo quién descubrió a quién.

Los taxis-canoas navegaron hasta el navío para recoger a los turipepes. A media distancia entre el velero y la costa, donde las aguas dejaban ver el fondo a 10 brazas, un español ataviado con su armadura de fierro quiso pagar el servicio con un cascabel. La tradicional hospitalidad aborigen no se hizo esperar. “¿Qué pasa, gallego?, aquí la cosa es con fula, y si no.. .¡pa'l agua!”

Una vez en la arena, los ibéricos se relacionaron con las jinetaínas más fermosas que ojos humanos vieron, y con los behiques por cuenta propia.

-¡ Tu casabe aquí, calentico aquí! -¡Vayaaaaa! Vasijas made in Cubanacán. ¡Vayaaaaaaaa!

Y a unas varas de la Mar Océano, en un bohío con mostrador, veíase a un taíno junto a un cartel que decia: “Se vende chicha bien fría".

Alguien gritó: “¡Mabuyaaaa!” Los europeos se quedaron asombrados. En un instante desaparecieron las jinetaínas, los behiques por cuenta propia y hasta el bohío y el mostrador. De la vegetación selvática salió un cacique escoltado por una docena de caribes con walkie-talkies, seguidos por un grupo de siboneyes que señalaban al jefe mientras coreaban: “¡Esta playa es de él! ¡Esta playa es de él! ¡Esta playa es de él !”

Hasta que, gracias al Gran Cemí o a Santiago de Compostela, ¡vaya usted a saber!, el cacique hizo un gesto y los siboneyes se callaron.

Las pláticas entre el Gran Almirante y el Cabecilla del Consejo de Ancianos (uno de los tantos títulos del cacique de marras) se desarrollaron en el Caney de las Convenciones.

Llegaron a un acuerdo. Establecía que los conquistadores podían llevarse el oro que quisieran, y sin pagar impuestos. Pero quedaba prohibido contratar directamente a los indígenas; para eso y otros menesteres estaba Cubalsetex, una empresa del cacicazgo que cobraría en doblones.

Y remuneraría a los aborígenes con bolitas de catibía.

El Gran Almirante no comprobó la redondez de la Tierra, pero sí la de aquel negocio; y para congraciarse con el Cacique condenó enérgicamente el bloqueo de los pieles rojas; aunque le llamó embargo, para no quedar tan mal con los apaches.

Podía jurarse que todo iría de maravilla. Pero una mañana el Almirante vio a una taína con la piel más dorada que el oro y unos ojazos canela que valían más que todas las especies juntas; y cómo Cubalsetex no ofertaba el servicio de las jinetaínas...

Las nativas más lindas se confabularon con algunos behiques por cuenta propia y establecieron tratos furtivos con los turipepes. Proliferaron caneyes-paladares, barbacoas con venta clandestina de chicha, bohíos con hamacas y dujos magníficos para hacer el amor. ¡Ah!, y más baratos que los cuartos de una hostelería construida por Meliá de Tríana. Pronto aquellos behiques cubrieron sus vergüenzas con taparrabos-jeans, las jinetaínas lucieron faldas de El Corte Inglés; y mientras los caribes comían jamón de Castilla y bebían vino de la real cosecha del 1492, vióse al Gran Almirante entrar con una aborigen de rechupete en un caney de protocolo.

Doy fe que esta es la verdadera historia del encuentro entre dos lujurias. En busca de pepitas de oro arribaron los ibéricos; pero las jinetaínas conquistaron a sus Pepitos con oro. Y así, unos más y otros menos, resolvían por debajo de la cabuya, ¡qué caray!


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