Por
José Miguel Vivanco
Conocí a Fidel Castro en La Habana en 1995. Luego de seis
agotadoras horas de negociaciones con él para liberar a
24 prisioneros políticos, se comprometió a liberar
a seis. No fui ni el primero ni el último. Jesse Jackson
convenció a Castro de liberar a 26 prisioneros políticos
en 1984, Hill Richardson a tres en 1996 y Jimmy Carter a uno en
el 2002. Sin duda, el más exitoso fue el Papa Juan Pablo
II, quien en 1998 obtuvo la libertad de más de 70 disidentes.
Si bien celebramos estas liberaciones, ninguna de estas visitas
alteró la realidad subyacente de la Cuba de Castro. Las
leyes del país nunca fueron reformadas y sus prácticas
represivas permanecieron intactas. Siempre había nuevos
prisioneros políticos para liberar cuando apareciera el
próximo visitante. Tras años de esfuerzos inútiles
para promover un cambio, muchos coinciden que las verdaderas mejorías
vendrán sólo después que Castro salga de
escena.
Sin embargo, ahora que los últimos días de Castro
están cerca, existen buenas razones para temer que el cambio
no ocurrirá aun cuando él se haya ido. Si se espera
que los cubanos salgan a celebrar masivamente, como ocurrió
en Europa del Este luego de la caída del Muro de Berlín,
muchos se sorprenderán cuando probablemente presencien
las calles vacías o llenas de personas llorando su muerte.Confundidos,
se preguntarán si los cubanos realmente quieren un cambio.
Posiblemente se abstendrán de presionar para una transición
que el pueblo cubano no parece querer.
Esta reacción sería comprensible pero equivocada.
La mayoría de los cubanos sí desea un cambio Si
no lo exigen al morir Castro, será por la misma razón
que no lo hicieron durante su vida: la maquinaria represiva del
régimen, que arruinó innumerables vidas durante
décadas, permanece intacta.
Si la comunidad internacional malinterpreta este silencio, perderá
una oportunidad histórica. Inmediatamente después
de la muerte de Castro el gobierno cubano será más
vulnerable que nuca a las presiones para promover un cambio. Raúl
Castro puede utilizar los viejos instrumentos de represión
pero no gozará de las credenciales revolucionarias de su
hermano, que han sido tan útiles como la represión
para sostener al régimen.
Esta oportunidad histórica probablemente no dure. Si bien
Raúl Castro tal vez nunca logre esa combinación
de carisma personal y astucia política de su hermano, podría
fácilmente adquirir el otro rasgo que Fidel supo explotar
eficazmente para mantenerse en el poder: la imagen heroica del
débil que se enfrenta a al superpotencia, el David latinoamericano
contra el Goliat norteamericano.
Que Raúl Castro pueda actuar de David dependerá
de Washington. Tendrá garantizado este papel si Bush decide
mantener el statu quo de más de 40 años de embargo
unilateral. Cuba no es hoy una sociedad más abierta que
cuando se impuso el embargo. Si sirvió para algo, fue para
consolidar el papel de Fidel Castro, brindándole una justificación
para sus fracasos y sus abusos. Además le permitió
ganarse la simpatía de muchos, neutralizando la presión
internacional, incluso de aquellos preocupados por la represión
en Cuba.
Hay que admitir que el gobierno de Bush reaccionó a la
noticia del empeoramiento de la salud de Castro con una sorprendente
y positiva moderación. No obstante, si Estados Unidos espera
influir en Cuba, necesitará hacer mucho más.
Como mínimo, debería levantar el embargo. Una “respuesta
calibrada” como la de Clinton, según la cual Washington
aliviaría el embargo a cambio de progresos democráticos
en Cuba, tampoco bastaría. ¿Por qué querría
el gobierno cubano hace concesiones cuando el embargo lo ayuda
a sostenerse en el poder? Sería ingenuo pensar que el fin
del embargo impulsará automáticamente al gobierno
cubano a modificar sus prácticas. Es necesario construir
una política creativa y multilateral para que gobiernos
democráticos lideren los esfuerzos para promover las libertades
públicas en Cuba.
Encontrar aliados que estén dispuestos a asumir este rol
será difícil, pero puede ser la única esperanza
para lograr un cambio verdadero en Cuba. Al hacer este esfuerzo,
Estados Unidos podría comenzar a revertir la dinámica
política que ayudó a Castro a mantenerse en el poder
estos largos años.
Solamente cuando Washington deje de actuar como Goliat, Cuba dejará
de parecerse a David.
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