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| El Veraz. | San Juan, Puerto Rico |
El Sistema Judicial de la mal llamada Revolución

Por Salvador E. Subirá

Era 1961 después de Girón. En Junio me volvieron a traer del G-2 a La Cabaña por segunda vez. Ya habían liberado a muchos de la gran recogida sobre los que no había convicción de conspiración sino sólo sospechas, y también algunos que estaban bien comprometidos con la lucha pero pudieron pasar desapercibidos en el montón. Y en La Cabaña sólo iban quedando los que íbamos a ser procesados. En aquella época daban patio colectivo y podíamos acercarnos sin necesidad de mucho disimulo a otros miembros conocidos de nuestra organización conspirativa para intercambiar información, así como a desconocidos de nuestra propia red, y también de otras redes a los que habíamos conocido en nuestros trajines de la calle. Pero además, y con los días, se iba ampliando nuestro círculo de relaciones a otras personas que alguien nos garantizaba eran confiables. Además estaban las relaciones que surgen del trato, la afinidad humana y la de quienes, por razones puramente casuales, resultaban nuestros vecinos en el espacio mínimo de dormir en nuestra galera. Pronto nuestras relaciones fueron amplias y amistosas con muchos de los que compartían nuestra prisión. Pero siempre en alerta por saber que el terreno debía estar minado con agentes infiltrados que trataban de averiguar los datos que le faltaban a la Seguridad del Estado.

Los Tribunales Revolucionarios, establecidos desde las Sierras Maestra y Cristal, ya habían estado vigentes en todo el país por más de dos años y tenían en su haber una larga lista de condenados a muerte por fusilamiento. En su ejercicio habían demostrado que su concepto de la justicia era servir al poder y excluía cualquier derecho de los acusados, que sus procedimientos podían ser tan irregulares como hiciera falta, y cuyas sentencias eran independientes de la acusación y la defensa porque venían dictadas previamente por la Seguridad del Estado. Por tanto no se les podía conceder una equivalencia con lo que universalmente se conoce como tribunales de justicia.

En los días previos y durante la acción de Girón el Tribunal Revolucionario #1 de La Habana, radicado en la fortaleza de La Cabaña, junto con los de otras ciudades del país, habían estado muy activos condenando a muchos opositores al fusilamiento, y no cabe la menor duda que lograban mantener una situación de terror generalizado en el país. Pero en meses posteriores los fusilamientos se concentraban en unos cuantos días sangrientos con intervalos mayores en los que se juzgaban causas que, aunque menores, resultaban en largas condenas de muchos años. Usando la periodicidad para los fusilamientos el régimen se aseguraba de mantener el terror sobre la población.

Sobre el mes de Julio fuimos instruidos de cargos para una causa que abarcaba 68 personas, hombres y mujeres, aunque en ella aún no aparecía todavía ninguna petición fiscal de condenas. Se hacían cargos específicos para algunos y generales para otros. En su conjunto y a grandes rasgos, la causa 238 de 1961 en el TR#1 reunía arbitrariamente a un grupo de brigadistas infiltrados, al ejecutivo de Unidad Revolucionaria (que incluía al ciudadano inglés Robert Morton Gueddes) y un grupo de sus miembros, a un grupo de oficiales de la Marina de Guerra Revolucionaria (que incluía al comandante Gonzalo Miranda García), a un grupo pequeño del Movimiento de Recuperación Revolucionaria al que yo pertenecía, a un miembro del Movimiento 30 de Noviembre y a un miembro del Movimiento Montecristi. Puedo decir que aunque nos presentaban como grupo organizado yo sólo conocía a otro miembro del MRR. No faltaba la falsa imputación, que siempre añadían de oficio a todas las causas, de que estábamos a las órdenes de la CIA. Lo cierto era que así supimos con quienes íbamos a compartir un destino incierto. Pero la instrucción de cargos vino acompañada con el rumor, traído por los abogados y aparentemente válido, de que se pedirían 14 penas de muerte.

Por el hecho de participar en la misma causa fue que pude trabar amistad con muchos de los otros acusados, y especialmente con Manuel Blanco Navarro, un oficial joven del ejército anterior, muy jovial y espontáneo con todos, que disfrutaba haciendo jaranas y por el que era fácil sentir simpatía. También con Rafael García-Rubio Rodríguez que era muy joven. Ellos habían salido del país para incorporarse a los campos de entrenamiento y formar parte de la brigada invasora que liberaría al país. Pero ocurrió que fueron escogidos para los grupos de infiltración previos a la invasión. Ellos dos, como otros 3 infiltrados de la causa, habían sido delatados por un sexto llamado Pedro Cuéllar Alonso. Éste último había sido apresado y quebrado durante los interrogatorios, y para salvar su vida, se dispuso a la delación de los otros compañeros. Como todos los infiltrados tenían nombres de guerra e identificaciones falsas fue necesario que Cuéllar los identificara personalmente, y así lo hizo. Su delación también llevó al arresto de los miembros de la Unidad Revolucionaria.

Era un tiempo de incertidumbre donde aparentábamos vivir con naturalidad, pero era inevitable sentirnos muy preocupados y con una angustia subyacente. Los días nos habían permitido juzgar nuestra situación y las de otros, pero siempre cabía la duda de lo impredecible del régimen. El único que nos podía ayudar en ese momento era Dios, y hacia Él volvíamos nuestro rostro en actividades religiosas. Allí había un grupo de la Agrupación Católica Universitaria al que yo pertenecía, que tratábamos de ayudar en esos menesteres, pero también estábamos atentos a la incorporación de miembros valiosos para nuestra institución. Por ello fue que todos estuvimos de acuerdo en invitar para nuestras Guardias Sabatinas a Manuel Blanco y a Rafael García-Rubio en calidad de Aspirantes.

Pero una mañana ocurrió algo que aún no puedo explicar. En mi sueño imaginé una presencia confusa de Cuéllar, a quien yo no conocía, y al despertar sentía la convicción de que había llegado a La Cabaña. Salí en la fila de buscar el pobre desayuno y compulsivamente iba mirando hacia el interior de las otras galeras, hasta que mi vista se quedó fija en alguien que tenía una verruga en la nariz y de la cual pendía un hilo. No me cupo duda, aquel era Pedro Cuellar, y realmente era él. Su llegada a La Cabaña debió haber sido terrible para él que había estado dispuesto a todo para huir de esa posibilidad. Luego en el patio colectivo algunos de los delatados lo enfrentaron y expresaron su justa cólera con violencia que lo dejó sangrante. Entonces la guarnición decidió sacarlo del patio como protección y lo situó en la única área disponible para eso que eran celdas de castigo y para la estancia de los condenados a muerte.

Muy pronto llegó otro período de fusilamientos, y esta vez con especial sadismo. Cerca de la medianoche se despertaba a toda la población penal por los altavoces para anunciarles que tendrían su juicio en la mañana siguiente y para que recogieran la petición fiscal de sus condenas. Entonces ya sabíamos que a la noche siguiente también escucharíamos la sucesión de ruidos trágicos por los que otros, prisioneros como nosotros, se verían enfrentados al momento supremo de su existencia. Todo ocurriría con la indiferencia de una rutina que terminaría con el tiro de gracia, uno o varios, apuntados fríamente a lo más vulnerable para consumar su muerte. La única variante, y que ocurría con frecuencia, era la presencia de algún grupo de fanáticos del régimen que asistían para ofender a los reos con los peores insultos en sus últimos minutos de vida, y después expresar su regocijo. Esa era la demostración de su militancia y lealtad al régimen.

Se sabía cuando empezaban los fusilamientos pero no cuando iban a finalizar. En la noche, o noches siguientes, se llamaría a otra o varias causas para el mismo itinerario de muerte. En esos días un duro cerco de silencio rodeaba a las posibles nuevas víctimas, no por indiferencia sino por ignorar el discurso apropiado para hablarles. Pero no había otro discurso posible que el de Dios, y a mí me tocó suplir donde no había otros. Hablé con muchos, incluyendo todos los de mi causa, y luego he sentido la paz de haberlo hecho. Pronto supimos que llegaba nuestro momento y todo ocurrió tal y como lo esperábamos. En mi tránsito para la oficina a recoger la petición fiscal ya supe que mi condena sólo era para largos años y respiré aliviado. Pero también supe que se pedía la pena de muerte para 6 infiltrados, Angel Posada Gutiérrez (Polin), Braulio Contreras Masó (Boris), Jorge Rojas Castellanos, Rafael García-Rubio Rodríguez, Manuel Blanco Navarro y también Pedro Cuéllar Alonso. Sentí que se me afinaba la compasión por aquellas vidas jóvenes y útiles, y que casi seguro e injustamente, llegarían a su final. Cuando entré a la oficina salieron otros de mis compañeros que estaban en lo mismo que yo, y quedé sólo por unos minutos con el oficial que entregaba los papeles. En ese momento también trajeron a Pedro Cuéllar desde su encierro de protección para recoger su copia. Venía confiado y probablemente ajeno a lo que encontraría en el papel, y un relámpago interior me alertó que sería el único testigo de su segura reacción tras saber que su delación no lo excluía de la pena capital. Pero sentí vergüenza por aquella ocurrencia maligna y bajé la mirada.

Durante la noche pensé mucho en lo que no podía remediar. Y en medio de la impotencia decidí entregarle a Manuel, antes del juicio, aquel pomito pequeño con agua de Lourdes que mi madre me había entregado con devoción. Temprano nos vestimos para el juicio y salimos a formar. Entonces me acerqué a Manuel, le di el pomito, y le dije que era agua de Lourdes. El lo cogió y lo metió en el bolsillo de su camisa.

Pronto y con fuerte custodia, nos condujeron por la calle empedrada entre los viejos edificios de la fortaleza hasta salir por la entrada principal y atravesar el puente de acceso sobre el foso. Allá abajo en el foso se podía ver el paredón con su poste de madera y la argolla de metal a media altura, el suelo con manchas negruzcas de sangre y detrás la pared del foso acribillada con perforaciones. El local para nuestro juicio estaba fuera de la fortaleza y era el club de oficiales en un edificio bastante moderno. Las mujeres de la causa llegaron procedentes de otras cárceles; una de ellas, Mercedes Roselló Blanco, fue sacada de su ingreso en un hospital y traída en silla de ruedas, mientras que Norma Albuerne González (esposa de Angel Posada) estaba en avanzado estado de gestación. Allí sería donde se celebraría nuestro juicio y se decidiría sobre la vida o largas condenas para 68 personas que luchaban por la libertad de Cuba.

Vinimos organizados por orden alfabético y así nos sentaron, mientras nos mantenían rodeados por una fuerte guarnición. Había muchos familiares de pie en el fondo del salón. Junto a una pared lateral, sentados y más próximos a la tribuna, estaban los abogados de la defensa y un miembro del cuerpo diplomático inglés, a quien se le permitió asistir por haber en la causa un acusado de esa nacionalidad. Los miembros de la fiscalía ocupaban una mesa al otro lado y también próximos a la tribuna. El juez de nuestra causa fue Pelayo Fernández, a quien se le conocía como Pelayo Paredón, y el fiscal fue Fernando Flores Ibarra, al que popularmente se le conocía como Charco de Sangre. La razón de ambos apodos, lógicamente, era por el alto número de sentencias a pena de muerte que ambos habían impartido. El juicio comenzó temprano en la mañana y había de durar hasta las once de la noche, con la única interrupción de un almuerzo ligero que se nos repartió en bandejas y en nuestras propias sillas, y que en un día como aquel resultaba una frivolidad.

El fiscal inició la exposición de los cargos y a presentar sus testigos, que no eran los infiltrados reales que habían tratado con los acusados, sino miembros del equipo de interrogadores de la Seguridad del Estado que se expresaban como si hubiera sido con ellos mismos. Se fue llamando a cada uno de nosotros al frente del tribunal para responder preguntas del fiscal y sobre los cargos imputados, lo que por la cantidad de acusados fue un proceso lento, dilatado y tedioso, aunque con fuertes emociones de nuestra parte, sobre todo cuando se referían a quienes se le había solicitado la pena de muerte. Hubo quien se abstuvo de declaración alguna. A los abogados defensores, que eran verdaderos profesionales del foro que habían actuado en la legalidad democrática, no se les permitió hacer preguntas sino solamente una exposición para la defensa de sus clientes.

Para los abogados defensores aquellos juicios resultaban algo surrealista. No podían defender a sus clientes con los argumentos de una legalidad basada en los derechos de la persona y en los valores democráticos. Eso era ilusorio, no tenía validez y no conducía a ningún resultado. Si querían intentar ayudar a los acusados (y digo “intentar” porque la justicia revolucionaria no aceptaba ningún compromiso con la verdad ni con la lógica) tenían que argumentar dentro del rígido marco de criterios impuestos por el régimen.

“No se podía considerar ilegal a nada que hubiera hecho la revolución porque ella era la única fuente de derecho. Lo que la revolución decía siempre era prioritario sobre cualquier consenso universal o lógico, porque la “verdad” era sólo el camino que la revolución necesitaba y definía. La revolución nunca cometía errores porque ella, y todo lo que ella hace, es la única y toda la “verdad”. Y a pesar de cualquier apariencia de injusticia o exceso, la revolución no puede ser reprochada porque siempre ha sido y debe seguir siendo considerada como extremadamente generosa”.

Dentro de ese marco no hay argumentación posible para defender lo que la revolución decide que es un delito contrarrevolucionario. Salirse fuera de esos dogmas prescritos, no sólo comprometía al abogado, sino que tampoco ayudaba al defendido. Por ello los abogados, en sus defensas, y con el fin de poder obtener algún beneficio para su defendido, terminaban con alguna fingida apelación a “la generosidad de la revolución”. Puede decirse que las defensas eran casi inútiles para beneficiar a los acusados, y el régimen las permitía porque no estorbaban los resultados que el régimen deseaba, y además concedía a sus procesos judiciales una apariencia regular y honorable para el consumo internacional.

No hay forma de narrar todos los incidentes de aquel proceso que lentamente se fue acercando a su final. Ya cerca de las once de la noche se dieron por terminadas las exposiciones, y el fiscal concluyó ratificando su solicitud original de condenas como definitiva. Ese era el momento temido por todos. Había terminado la mascarada pero las emociones se pusieron al tope. Manuel Blanco Navarro me buscó con la mirada hacia atrás y enseñándome el pomito con agua de Lourdes me preguntó con un gesto que debía hacer con él. Lo único que se me ocurrió fue decirle que se lo bebiera, y él lo hizo. La esposa embarazada y llorando quiso darle un beso de despedida al padre de su futuro hijo, pero no se lo permitieron. Nadie pudo tener contacto con las familias que habían asistido al juicio. Los custodios dieron la orden de levantarnos y salir en fila a la oscuridad de la noche para regresar a la fortaleza.

Aunque la sentencia no estaba dictada no había mucha esperanza sobre su resultado. Yo me creí obligado de acercarme a Manuel para darle al menos un último abrazo amistoso y de despedida, aunque sabía que no había manera de confortarlo en aquel momento. Mientras lo hacía llegó un custodio con unas esposas que aprisionó la mano derecha mía con la izquierda de Manuel, y escuché como un oficial instruía a otros custodios para que esposaran en parejas a quienes se les había pedido la pena de muerte. No tengo que decir el escalofrío que me recorrió el cuerpo porque aquel error cometido conmigo quedase así y no lo corrigieran, porque en aquel régimen improvisado no había nada imposible. Pero también era indelicado el que yo protestara aclarando que sólo era Manuel y no yo. Para mi descanso intervino otro custodio ordenando que yo no debía ser esposado y me soltaron la mano.

Debemos aclarar que, cuando se dictaban sentencias a la pena de muerte, el régimen había establecido que de oficio e inmediatamente se procediera a revisar la sentencia con una apelación que se completaba en un tiempo muy breve. Pero lo curioso del caso era que el presidente del tribunal y el fiscal sólo se intercambiaban para juzgar dicha apelación. Por lo cual resultaba poco probable que se dictaran sentencias más benignas.

En ese momento apareció una camioneta pick up e hicieron montar en ella a los 6 esposados. Como éramos muchos y nos mantenían en el centro de la calle con los numerosos custodios a ambos lados, la camioneta no pudo adelantarse y avanzaba lentamente dentro del grupo y a mi lado. Yo no sé si aquella noche tenía luna y estrellas, pero sí recuerdo vivamente lo que vimos cuando nos acercamos al puente que volaba el foso para dar acceso a la fortaleza. Como ya dijimos era más de las once de la noche y sobre el puente se veía a un grupo desorganizado y numeroso de niños y niñas, entre los seis y los trece años de edad, vestidos irregularmente con piezas civiles y de la Asociación de Jóvenes Rebeldes (AJR), algunos con boina, y sin personas mayores responsables por ellos. ¿Qué estaban haciendo aquellos niños y niñas solos, allí, y a aquella hora?. ¿Dónde estaban sus padres?.

Recuerdo haber visto a un varoncito muy pequeño sentado en la acera peatonal y con las piernas en el vacío. Ellos nos veían venir pero no tenían interés por nosotros. Su atención era hacia el foso que aparecía iluminado con una luz muy intensa. Pronto alcanzamos a ver que en el fondo del foso, y aunque la apelación se estaba debatiendo todavía, ya estaban esperando los guardias del pelotón, con sus fusiles listos y conversando. Hasta se veía alguno con la mano apoyada en el fatídico poste. Entonces sí supimos lo que los niños hacían allí. Y para corroborarlo escuchamos como una niña próxima exhortaba a otra a que no se marcharse porque “ya les faltaba poco”. Aquello daba vértigo. Pero Manuel, que la había escuchado a su lado, se inclinó galantemente hacia ella y le dijo: “Ciertamente joven no se marche, que pronto venimos y esperamos ofrecerle un buen espectáculo”. Entonces la niña viró su rostro, miró a Manuel y a los otros esposados, y parece que comprendiendo lo trágico de aquella situación, se cubrió la cara con las dos manos y sollozó. Hoy al cabo de 42 años, me pregunto cuál habrá sido el recorrido y el destino de los niños de aquella noche que a tan temprana edad fueron inducidos, o se les permitió, ser testigos de la crueldad de los fusilamientos.

Paso a paso, arrastrándonos y con el ánimo roto, atravesamos la puerta de entrada de la fortaleza. Seguimos escurriéndonos por la oscuridad de las callejuelas hasta que llegamos a la reja grande del patio, pronto nos entraron y nos fuimos dividiendo hacia nuestras galeras. No pudimos ver cuando nuestros compañeros fueron llevados a las celdas de los condenados a muerte para esperar el resultado del juicio y la apelación. En las galeras ya dormían y se despertaron para preguntarnos por el juicio y especialmente por “ellos”, y al saber todos bajaban la mirada. Hacía sólo una semana que me había tocado una cama por la lista. Me tiré en ella y me puse a pensar en que aquella noche no era decente dormir. ¿De dónde habían salido estos cubanos, que sólo dos años atrás, decían defender la libertad y la justicia?. Pasó un tiempo largo e implacable y la extenuación nos rendía cuando empezó la secuencia de los ruidos fatídicos. Pronto se oyó el primer grito de ¡Viva Cuba Libre!, con la descarga y el tiro de gracia frío y cruel. ¿Quién sería?… Después el segundo. Así hasta 5 veces. Luego el silencio se hacía largo, y más largo, larguísimo…., ¿es que se habría acabado?… ¿Quizás Pedro Cuéllar?…seguro. No recuerdo como fue el resto de la noche.

Por la mañana saliendo al desayuno, supimos que a Rafaelito lo trajeron tarde para la galera, ¡No me digas!. Me explicaron, fue porque sólo tenía 18 años.

Al día siguiente leímos las sentencias de todos que publicaba la prensa: 6 penas de muerte por fusilamiento (fueron 5), dieciocho condenados a 30 años, cuarenta condenados a 20 años, dos condenados a 9 años, y sólo 1 acusado absuelto.


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