Por
Ana Lidia Vega
Ella caminaba sin prisa, como quien no tiene a dónde ir.
Alguien a quien nadie ya espera. Podía estar pensando lo
mismo en el dibujo formado por las rayas de la acera craquelada,
que en la relación que acababa de perder.
Relación
convulsa y extraña, rota antes de haber empezado realmente.
Un hombre le pasó por el lado. Dos o tres metros adelante
ella vio cómo algo se le caía. Lo llamó,
pero él no la escuchó, seguía avanzando.
Entonces ella se inclinó y examinó el hallazgo.
Se trataba de un estuche plástico con dinero. Mucho dinero.
En billetes de a cien. ¡Dólares! "¡Oiga!",
gritó con fuerzas y corrió hacia él. El hombre
se detuvo y la miró confundido. Parecía enfermo.
"¿Esto es suyo?", ella mostró el estuche.
El hombre comenzó a temblar. "Gracias", murmuraba,
"me has salvado la vida.
Tú
no sabes lo que hashecho..." "Por nada", se encogió
de hombros la mujer. "Guárdalo bien para que no lo
vuelvas a perder." Siguió su camino. Pensaba en lo
que hubiera pasado si no lo llama. En todas las cosas que pudo
haber comprado con tanto dinero. También pensaba en que
el hombre era raro. Se veía sucio, ¿quién
se puede imaginar que un tipo con esa facha tenga tanto billete?
En la esquina él la alcanzó. "Mira, tú
me salvaste la vida, quiero regalarte veinte dólares."
"No te preocupes, chico, eso lo hace cualquiera..."
"Veinte dólares", pensaba con tristeza, "yo
podría resolver un montón de problemas con veinte
dólares..."
"Olvídalo", dijo, "es tu dinero, seguro
que lo necesitas..." El tipo seguía insistiendo. La
tentación era insoportable. "Bueno", aceptó
al fin, "si crees que te vas a sentir mejor dándomelo,
te lo agradeceré." "El problema es que habrá
que cambiarlo. Sólo tengo billetes de a cien", explicó
el hombre.
"Okey, podemos cambiar en aquella cafetería."
Caminaron. "Es un dinero que me mandó mi hermano del
Norte." "¿Lo guardaste bien?" "Sí,
ahora sí." "Mira,que si se te vuelve a perder..."
La cafetería estaba vacía. "Espérame
aquí", dijo él y entró. Volvió
enseguida moviendo la cabeza. "No tienen cambio." "Sabes",
decidió ella, "no te preocupes, parece que no está
para mí..." "No, chica, yo quiero regalarte ese
dinero. Vamos hasta la tienda."
"Es
lejos", comentó ella y lo miró. Tenía
una cara agradable y un poco triste. "Vamos", dijo.
Anduvieron un rato en silencio. "Escúchame",
comenzó él vacilante, "yo quiero hacerte una
pregunta." "Dime." Ella puso expresión de
niña franca. "No, mejor olvídalo..." "No,
chico, dime, no tengas pena..." "Es que tú no
eres de esas muchachas... " "No te entiendo", disminuyó
el paso, "pregunta lo que quieras.
Yo
no sé si soy de ésas o de las otras, pero trataré
de responderte la verdad." "Es que no sé cómo
pedírtelo. Te daré cuarenta dólares. Te prometo
que no te voy a tocar, ni tú tendrás que tocarme.
Me lo haré todo solo.
Yo iba para la playa a buscar una muchacha para eso. Cualquiera
lo hace por cinco dólares. Pero como tú me ayudaste,
te daré cuarenta." Ella lo observaba comprendiendo
lentamente.
Cuarenta
dólares es bastante dinero. Además de comprar lo
más necesario para la casa, podría hacerse de un
vestido nuevo. No le costaría nada y le resolvería
un problema al infeliz ése. "¿Lo que tú
quieres es sólo mirarme?", preguntó para estar
segura. "Sí", contestó.
"Pobre
hombre, debe estar tan solo, tan falta de afecto, tan abandonado..."
–"Está bien", aceptó al fin. "¡Gracias!",
casi gritó él, "otra vez me salvas la vida."
"No cojas lucha", suspiró ella, "yo puedo
comprenderte."
Doblaron
la esquina pensando cada uno en lo suyo. "¿No estás
casado?", preguntó la mujer. "Estoy separado.
Hace años..." "¿Y no tienes novia ni nada?"
Él
movió la cabeza negando. "¿Dónde podríamos
hacerlo? Yo no soy de aquí." "No sé...
Por ahí hay bastantes hierbazales, esto es casi un monte..."
Ella
quería saber más sobre él. Aunque sea el
nombre. No se atrevió, temiendo traspasar el límite
que de simples desconocidos intercambiando favores, los convertiría
en alguna otra cosa.
"Mira", dijo él, "ahí hay un trillo,
unas matas, podríamos intentarlo." Ella dudó.
Faltaban sólo dos cuadras para la tienda. "Vamos a
la tienda primero", propuso.
"¿Desconfías de mí?", preguntó
él con cara de perro apaleado. "No", dijo ella
mirando hacia el trillo, "vamos." "¡Gracias,
por Dios! Es que estoy desesperado, tú no sabes lo que
es eso, ustedes las mujeres...
Toma."
Le dio el paquete que traía. –¿Qué
es eso? –ella se sorprendió. "Un champú.
Lo compré para hacerle un regalo a una persona.
Pero mejor quédate tú con él." "No,
viejo, deja eso", protestó la mujer. "Sí,
sí. Me quitarás un peso de arriba, detesto llevar
cosas en las manos..." "Bueno, si es por eso..."
Guardó el bulto en el bolso.
El
lugar era perfecto. El trillo se bifurcaba al pie de un grandísimo
framboyán. Detrás del árbol había
unas losas de cemento que formaban una especie de reservado.
No
se podía soñar nada mejor. "Déjame orinar
primero." El hombre le dio la espalda. "¿Dónde
quieres que me pare?", preguntó ella. "Quédate
donde estás –le respondió, se sacudió
y se viró–.
¡Qué bonita eres!" "Gracias. " "Estoy
nervioso." Él amasaba la pinga con la mano. "Cuesta
pararla."
"No
te pongas nervioso", dijo ella con dulzura, "no tienes
por qué estar nervioso. Todo está bien."
"Eres
muy comprensiva, sabes. Eres tremenda mujer." Ella rió.
Pensó
en que casi nunca le gustas a quien quieres gustar.
"Ayúdame",
pidió el hombre forcejeando inútilmente con su pinga,
"sólo un poquito. Verás que termino enseguida
y nos vamos para la tienda." "¿Qué quieres
que haga?" "Sólo cógela, con la mano completa.
"
Ella obedeció. Sintió cómo se le hacía
la mano pequeña para algo tan crecido. "¿Ya?",
preguntó.
"Mueve un poco la mano. Un poquito. Por favor. " La
movió. No sentía nada agradable ni desagradable.
Nada de nada. "Ya, sigue tú", se apartó.
"Sí", dijo él, "sí."
Dejó caer el short que vestía. No traía calzoncillos.
"Tengo miedo embarrarlo", explicó, "seguro
que voy a soltar cantidad. Hace días que no... ¿La
tengo muy chiquita?" "
¿Qué?",
ella no entendió. "Mi mujer me dejó porque
decía que tengo la pinga muy chiquita." "No sé",
ella miró el pinga del hombre con más atención,
"creo que es un buen tamaño. No debes preocuparte."
"¿Estás segura?", él movió
la mano desesperado.
"Sí,
viejo, no está nada chiquita, está muy bien."
"Vírate de espaldas", pidió el hombre.
"¿Para qué?", ella se viró. "¿Por
qué no te bajas el short? Sólo un momentico, para
ver tu blúmer." "No", dijo ella, "eso
no." "Por favor", rogó él, "¿qué
te cuesta?
Un
momentico nada más." Ella se bajó el short.
Él gemía a sus espaldas. "Métete el
blúmer entre las nalgas." Ella lo hizo. "Abre
las piernas." Las abrió. "Súbete una esquinita
del blúmer."
Ella
dio la vuelta. Miró a ese hombre luchando con su pinga.
Ese hombre solo, abandonado, posiblemente enfermo.
Se
quitó el blúmer y le dijo: "Mira." Se
mostró por delante y por detrás. Se inclinó
para que la viera toda abierta. Luego se vistió lentamente
pese a los ruegos del hombre por continuar el espectáculo.
"No", respondía muy suavemente, "olvídalo."
Comenzó
a alejarse por el trillo. "¡Espera!", gritó
él. "¡No te vayas! ¿Y el dinero?"
"No quiero tu dinero", contestó sin volverse.
"Cómprate una puta."
Salió
a la avenida. Anduvo un rato estudiando el dibujo que formaban
las rayas de la acera craquelada. Recordó el champú
y lo sacó para olerlo. No olía a nada. Mojó
un poco el dedo con el líquido, luego frotó el dedo
contra otro. No hacía espuma. Echó un chorrito sobre
la palma de la mano y comprendió que era agua. Un pomo
lleno de agua. Se rió. Estuvo riendo mucho tiempo.
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