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| El Veraz. | San Juan, Puerto Rico |
La Balsa

Por Ángel Santiesteban


La balsa comienza a alejarse y la familia se va perdiendo detrás de esa oscura raya que se mantendrá entre nosotros perpetuamente hasta el regreso, dejamos de percibir el movimiento desesperado de sus brazos, como un S.O.S., por todo ese mar que nos va quedando por medio, y que a partir de ahora impedirá el beso y la taza de café en las mañanas; sus imágenes se tornan borrosas, desaparecen en medio de un llanto reprimido.

Manolo aprieta el remo como si fuera una prolongación de sí mismo. En los labios lleva una sonrisa de emoción que trata de ocultar, creo que por machismo. Todos miramos el espectáculo del poniente. Julio canta, pueblo mío que estás en la colina, tendido como un viejo que se muere; miro atrás, todavía distingo las luces de la ciudad, ya mis amigos se fueron casi todos, y los otros partirán después que yo; pienso en la tristeza y la incertidumbre de los que de alguna manera abandoné; y una chica llorará, los ojos se me humedecen y trato de pensar en otra cosa.

Con el impulso de la balsa, rompemos el vidrio gris de la tarde para después penetrar en la noche como prófugos. Habíamos salido al atardecer cuando ya estábamos convencidos de que el sol no nos castigaría hasta dejarnos la piel hecha pedazos. A nuestro alrededor, por todo el litoral, se movían decenas de precarias embarcaciones. Vamos en una balsa de diez pies en la que depositamos la suerte de nuestras vidas. Nos marchamos con la esperanza y los brazos abiertos hacia las tierras del norte, aunque para llegar, tengamos que arar entre tiburones y vencer los peligros del corredor de la muerte en el Estrecho de la Florida. Miro las caras que me rodean y veo en el brillo de sus ojos la esperanza de que nuestras vidas cambiarán.

La noche se va cerrando y el agua, el cielo, las mochilas y nuestras manos, cambian de color, hasta que desaparecemos en la oscuridad. Apenas hay luna y la noche es un manto inmenso que nos hace hijos de igual color, de una sola idea, y un mismo peligro en busca de un destino. Nadie habla. Sólo se escucha el chasquido de los remos cuando pellizcan el agua y el de las sogas arreciadas a las maderas.

Siento en el rostro y en los labios la arenilla del salitre. Quisiera poder lavarme la cara con un jabón perfumado y sentir sobre mi cuerpo el jugueteo de mi mujer; con los ojos cerrados intento acariciarla como si fuera un mapa que conozco de memoria; pero de repente los abro y sin querer busco el lugar de la playa donde acabo de dejarla, y me paso la lengua por los labios y me excito y me asusto y miro a mi alrededor consciente del peligro y de la necesidad de mantenerme alerta.

Toscano dice que ya está cansado de remar y pide que lo releven. Todos levantan los remos. Manolo advierte que los sujeten bien para que no caigan al agua. Busco en la oscuridad hasta estar seguro de que ya tomé el mío, aviso que puede soltarlo y el otro lo hace cuando comprueba que es verdad y no correrá ningún peligro de perderlo. La balsa se mueve violentamente. Julio le pide al Dinky que no vaya a moverse, le teme por su gordura, desde el principio lo rechazamos en el grupo por su peso desmedido, hasta que nos convencieron su fuerza y su resistencia incansables. Volvemos a controlar la balsa y seguimos los cambios sin movernos bruscamente. Wichy comenta que Juan Carlos está jodido, no va a poder remar por ahora, y nadie quiere tomar su lugar. Dinky dice que seguirá remando hasta que Juan Carlos se adapte a los vaivenes y consiga remplazarlo. La balsa ha estado girando y siento deseos de vomitar, trago toda la saliva que puedo y respiro profundamente. Pido que acaben de acomodarse. Contamos hasta tres y remamos parejo; a veces alguien se desfasa y Manolo dice que pongan atención, que sigan el ritmo del movimiento como en la música.

Muevo las piernas y trato de estirar el cuerpo dentro del poco espacio que permite la balsa. Tengo los pies húmedos y vislumbro la silueta de mis acompañantes a través de la escasa luz de la luna. En medio de la noche Juan Carlos grita, y miro a mi alrededor buscando la causa, hasta que se arrodilla y vomita sin poder contenerse, siento los chorros que caen sobre el agua y me pregunto si eso podría atraer a los tiburones. Dejamos de remar y le pedimos que se controle. Manolo enciende el farol para casos de auxilio y me lo alcanza.

Después de asegurar el remo me acerco a Juan Carlos, tiene los ojos en blanco, hace una arqueada y vuelve a vomitarse el pecho y las ropas. Le digo que se recueste y resista un poco, que seguro ahorita nos recogen los Hermanos al Rescate.

Pero no escucha, dice que no puede resistir, que no quiere seguir, que regresemos y lo dejen en la orilla; consultamos en silencio y todos a la vez gritamos que eso es imposible, que nadie va a aceptarlo. Entonces pide que lo tiren al agua en una cámara inflada, no me importa morirme con tal de parar estos mareos y revoltijos en el estómago; le repetimos que es imposible y nos maldice entre buches y arqueadas; que más da que me tiren al agua, dice, no se preocupen por mí, aquí es sálvese quien pueda, ustedes son los que tienen que llegar. Decidimos amarrarlo para seguir remando y que termine con esa cantaleta que nos molesta; nadie quiere correr el riesgo de que nos vire la balsa intentando tirarse. Primero forcejea un poco hasta que lo dominamos. Lo obligo a tomar pastillas para el mareo y le aconsejo que se duerma.
Casi sin darnos cuenta pasan las horas, esperamos el amanecer como una fiesta por mantenernos vivos y aún con fuerzas para seguir remando.

Juan Carlos apenas tiene ánimos para abrir los ojos. Manolo dice que está igual que su mujer en el embarazo, hecho una calamidad, y lo siento para que disfrute el amanecer y el sol le saque la humedad de los huesos y para que se contagie con la alegría de esta primera victoria, casi una prueba de que no vamos a morir en la travesía; pero descubro su desinterés y esos ojos de aura desbordados de pesimismo, y entonces lo empujo de mala gana, los otros me preguntan qué me pasa, y les digo que mejor debe seguir descansando con los ojos cerrados por si vuelve a marearse, y Juan Carlos no protesta, y le echo una toalla por la cara.

A nuestro alrededor hay otras balsas a las que sobrepasamos diciéndoles adiós con ingenua alegría de muchachos; sólo hay una balsa que nos rebasa con una velocidad tremenda, está hecha con tanques de cincuenta y cinco galones y una vela inmensa, esa es la mejor embarcación que se puede construir, comenta Manolo, que se autotitula ingeniero naval en estos artefactos y es la quinta vez que se lanza al mar, dice que por la forma que avanza tal parece que tiene motor; pero conseguir los tanques es muy difícil y caro; poco después, se pierde de nuestra vista.

Toscano se arranca de las manos los pellejos de las ampollas que le han hecho los remos, mientras hace una mueca de dolor. Dinky dice que su mujer no se le va de la cabeza, tiene deseos de templar. Después vemos otra balsa llena de gente, parece una guagua, y contamos y hay como catorce balseros, decimos que están locos y reímos. Al rato vemos una avioneta de los Hermanos al Rescate y agitamos los brazos, queremos levantarnos a la vez y la balsa se mueve peligrosamente hasta que la avioneta vuelve a alejarse, Manolo saca una luz de bengala y la tira, ya estamos seguros de que nos van a recoger rápido; la avioneta regresa y pasa a baja altura dos veces, y recogemos los remos esperando que nos vengan a buscar. Sacamos los alimentos y se reparten olvidando las raciones calculadas por día, y nos empinamos los pomos de agua.

Llevamos varias horas dando vueltas en el mismo sitio, esperando que nos recojan. Pero no pasa nada, sólo la angustia que me va clavando su zarpa, sobre todo cuando el cielo comienza a ponerse negro, el agua también, el mar se encoleriza, es la primera vez que rezamos todos juntos, ofreciendo una promesa a los santos. El agua se pone turbia e inquieta y los tornillos y las sogas que compactan la balsa amenazan con desprenderse y soltarnos a la deriva.

Nos preguntamos por qué se demoran en recogernos, digo que quizás la avioneta buscaba a alguna balsa en particular, que los familiares en Miami habrían pagado por la búsqueda. Pablito dice que tenemos los mismos derechos. Le digo que no sea ingenuo, allí nadie tiene los mismos derechos, lo mejor que hace es adaptarse a esa idea.

Decidimos volver a remar. Nos cubrimos las manos con trapos para no lastimarnos las ampollas. Avanzar se hace más difícil y la balsa comienza a levantarse por el oleaje y cae como si se fuera a virar; alguien sugiere botar la vela y la tiramos, es inútil seguir remando y recogemos los remos. Nos dedicamos a sujetarnos con ambas manos. Algunos se amarran. Yo prefiero sujetar la soga con la mano por el temor a que se hunda la balsa y me arrastre a las profundidades sin tener la posibilidad de nadar y probar mi suerte. Pienso que a lo mejor los dioses se conformen con alguien del grupo sin necesidad de sacrificarnos a todos; por eso me preparo para despedir al que sea y salvarme a cualquier precio. Los miro en silencio con el más profundo deseo de vivir. Entonces descubro que realmente nunca había pensado en la posibilidad de morir; esta aventura me sobrepasa y no intuí lo peligrosa que podía ser. Manolo pregunta quién debe alguna promesa, pero todos quedamos sin contestar, el silencio sugiere que nadie debe nada.

La balsa comienza a ser empujada desordenadamente por el viento, avanza sin rumbo fijo. Los mareos aumentan y comenzamos a llorar como niños sin consuelo. Miro a mi alrededor buscando alguna señal de que nos salvaremos; trato de encontrar en la oscuridad algo que me ayude a calmarme para enfrentar con ecuanimidad esta tormenta. La balsa se mueve como un caballo encabritado, damos continuos saltos y sin poder evitarlo nos golpeamos. Sangro de un brazo y Juan Carlos de un pómulo. Cada ascenso me parece el último, siento mi cuerpo elevarse, la balsa deja de flotar y queda inerte en el aire sólo unos instantes interminables, me aferro con los dedos, las uñas, para sujetarme estoy dispuesto hasta a morder la madera, el viento o hasta mi propia carne.

Hay un momento en que estoy tan mareado, que ya no coordino los rezos y tengo deseos de soltar las manos y dejarme llevar por las aguas, los dedos comienzan a aflojar, la soga a resbalarse, una rara tranquilidad me invade y quiero cerrar los ojos y dormir; pero las olas mojan y golpean mi rostro, nos elevan como un columpio para después dejarnos caer al vacío; por momentos no sé si continúo en la balsa o estoy fuera, pienso con tanto deseo en mi madre y en los libros que siempre quise escribir y algo como una chispa interior me hace aferrarme a las sogas y me ayuda a controlar mi mente, he comenzado a llorar, los otros claman por su familia, se despiden, después de cansarse de estar rogando a esos santos sordos que no hacen el más mínimo intento de salvarnos. Las olas son de tres y cuatro metros y cada choque con la estructura de madera y metal lo siento como en mis propios huesos, nos empujan a su antojo, y todo se repite una y otra vez, decenas de veces, esta última ola parece que nos vira, gritamos, me hace sentir tan ínfimo, tan disminuido, incapaz de enfrentar una hormiga, y cierro los ojos, que sea lo que Dios quiera, digo, y tengo la sensación de ser una escupida a la deriva, quizás menos, nada; siento que no he sabido cuidar de mi vida, y comprendo que en estas circunstancias ya he dejado de existir. Alguien grita que las olas no pueden chocar con la balsa de frente ni de costado porque se vira, debemos mantenerla de tal manera que el impacto sea siempre por una esquina, y los deseos de vivir nos hacen despertar y vigilar por dónde se acercan las olas, y ahora todos gritamos cada vez que nos parece que alguna viene sobre nosotros, y ponemos la embarcación de manera que no se vuelque.

A veces coinciden dos y tres gritos al unísono y no sabemos a cuál responder. Las olas siguen levantando la balsa como una montaña rusa, sentimos el golpe contra el agua y me duelen las manos, los brazos, las piernas, la mandíbula de apretarla, la espalda y la cabeza; mojados completamente, vomitamos uno encima de los otros y de las cosas que llevamos, quiero espantar la oscuridad de mis ojos para saber que estoy acompañado, no soportaría quedarme solo sobre esta balsa. Ya apenas siento las manos, los brazos, las piernas. La noche, mis compañeros y yo giramos como en un tiovivo. Julio vuelve a soltarse y queda desmayado, lo miro queriendo sujetarlo, pero veo que salta como una pelota que apenas pesa y su silueta, que recibe el impulso sin reaccionar, entra en el agua como si siempre hubiese pertenecido allí, y me asusto más, grito que Julio está en el agua pero nadie me hace caso, todos siguen tensos y vigilando las olas.

Perdemos un remo que golpea a Pablito en la espalda y lo hace caer al agua; esta vez no aviso, no tiene sentido, a nadie le importa porque la lucha es no caer uno, escucho los gritos de Pablito por todas partes, seguimos girando, saltando, mi cuerpo va y viene, hasta que siento un fuerte golpe en la cabeza y algo caliente me recorre la cara; tengo sueño, cierro los ojos, quiero descansar, escapar de esta agonía, nada me importa, yo no me importo, una sombra oscura se apodera de mi pensamiento y lentamente me voy apagando.

Nunca supe cuándo terminó todo. Me despierto con el pecho vomitado. Siento dolor y ardentía en la cabeza, me toco, es una herida que me hizo el remo. La balsa choca ligeramente con algunos obstáculos que se apartan con rapidez. Levanto la vista y observo a mis compañeros, ojerosos y golpeados. El mar está apacible, parece una burla cínica después de darnos semejante susto, una invitación a que entremos a nadar. Alrededor de nosotros todo está cubierto de balsas vacías o pedazos de ellas, un verdadero cementerio. Me obligo a observar la escena, parece un campo de batalla. Manolo dice que no vio algo así ni en Angola. Hay tantos cadáveres a la deriva que son imposibles de contar.

La barbilla me tiembla, me siento sobre la balsa y miro a mi alrededor y comprendo que soy el hombre más solo del mundo, me paso la mano por la cabeza para aliviar el dolor, unos sollozos que no puedo evitar se me escapan, los otros se reaniman lentamente aunque se mantienen mudos. Alguien dice que uno de los cuerpos se mueve. Pensamos que está vivo hasta que las aletas de los tiburones se abalanzan sobre él. Me invade una sensación de pánico que sobrepasa los límites de la desesperación. Dinky no puede evitarlo y la cara se le estruja hasta que suelta un grito de impotencia. Sin hablar con nadie agarro un remo del agua y comienzo a remar para alejarme de este lugar; los otros hacen lo mismo. Nadie sabe exactamente el rumbo que tomamos. No hay preguntas. No nos interesa. La necesidad es huir de aquí, ya no importa si llegamos o regresamos; lo que nos urge en este instante, es eso, salvarnos.

A veces siento cómo el remo choca, golpea algún cuerpo blando, se hunde en la carne hinchada y lo aleja; pero evito mirar.

Ya es suficiente.


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