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| El Veraz. | San Juan, Puerto Rico |
Cuba: Pobresa irradiante

Por Duanel Díaz Infante

Resulta francamente lamentable, pero la persistencia de la fascinación por la Revolución Cubana puede aun sorprendernos. Así me ocurrió hace más o menos un año, cuando el zapping me deparó varias pruebas de ello en algunos programas de las televisiones españolas.

No me extrañó, desde luego, que Diego Armando Maradona, invitado por una cadena privada para comentar el Mundial de fútbol, sacara a relucir, para perplejidad de sus entrevistadores, su fanática admiración por Fidel Castro. Cuando le preguntaron que, aparte del Comandante, con qué otra figura mundial de las que ha conocido se quedaba, ha dicho que ¡Gadafi!

El Pelusa, no puede negarse, deja bien claro por dónde van sus simpatías políticas. Sorprende, sin embargo, que alguien tan lúcido como el ex-vicepresidente español Alfonso Guerra, interrogado por el escritor Fernando Sánchez Fragó sobre si el régimen cubano era un “fascismo de izquierdas”, respondiera que Castro es muy inteligente y respetuoso del criterio de los demás, solo que el hecho de estar siempre rodeado de una claque de mediocres aduladores lo ha perjudicado al privarlo de la necesaria confrontación de ideas. ¡Cómo si no hubiera sido el mismo Comandante en Jefe quien se ha ocupado, a lo largo de más de cuatro décadas, de eliminar toda oposición!

Igual de inesperado fue oír, en un interesante programa de entrevistas de la Televisión Española, a Roby Graco Rosa, autor de algunos de los éxitos de Ricky Martin como “Living la vida loca” y “La copa de la vida”, decir categóricamente que Cuba, a donde viajó recientemente, será el país del futuro; que nunca vio una juventud tan creativa, capaz de hacer cosas con las manos; que no tienen Wallmart pero mejor... Sabido es el proceso de captación de músicos más o menos “antisistema” que viene realizando La Habana desde hace algunos años: medios oficiales como La jiribilla han cubierto ampliamente los conciertos ofrecidos en la Tribuna Antimperialista por grupos de rock de segunda categoría o venidos a menos. Que artistas de tendencias contraculturales se sientan a gusto con un régimen tan represivo de las libertades individuales como el cubano sigue siendo tan chocante como poco novedoso.

Es un hecho: el radical rechazo a una democracia liberal considerada como prosaica y enajenante puede llevar a artistas e intelectuales “progre” a identificarse con los totalitarismos de izquierda. Recordemos el idilio de los surrealistas con la Revolución en los primeros años: André Pierre de Mandiargues, Michel Leiris, el propio Breton. El caso Padilla sirvió para que muchos abrieran los ojos y retiraran su apoyo; antes, otro sonado incidente como la expulsión de Allen Ginsberg de Cuba por sus comentarios homosexuales sobre el Che Guevara y su elogio de las drogas, había dejado bien claro que el sistema instalado en la Isla, en muchos aspectos más represivo que el orden burgués que decía superar, poco tenía que ver con el hippismo y mucho con el estalinismo.

Pero el mito del buen salvaje, uno de los más arraigados del Occidente moderno, ha seguido alimentando el discurso apologético de la Cuba castrista de intelectuales cómodamente instalados en el bienestar material y las libertades individuales que aseguran en sus países la democracia capitalista. Si el caso Padilla provocó un cisma definitivo en la identificación de la intelligentsia de izquierda con el gobierno de Castro, la caída del muro de Berlín, que significó el fin de la guerra fría a nivel internacional y el advenimiento del “período especial” en Cuba, ciertamente ha propiciado un nuevo brote de miradas rosseaunianas sobre la Isla. Convertido en último reducto del socialismo en el Occidente del “fin de la historia”, el castrismo renueva su barroca representación del papel de Utopía en el teatro de la historia universal.

Buen ejemplo de ello es la tira que Bill Grifith, un exitoso autor de comics vinculado a los movimientos contestatarios de los sesenta y setenta en Estados Unidos, publicó luego de visitar la Isla a mediados de los años noventa. (“Cuba Uncovered”, Zippy Quaterly, San Francisco, mayo de 1995). Mientras Zippy the Pinhead, prototipo del norteamericano inculto y alienado por el consumismo, echa de menos los McDonalds y Pizza Huts, Griffy, alter ego del autor, encuentra en Cuba “el único lugar del mundo no contaminado por el consumismo norteamericano”. En vez de la mezquindad de la televisión banal y publicitaria, una suerte de “inocencia pretelevisiva”. En vez del intelecto, la emoción y la humanidad. En vez del consumo, la vida auténtica.

Hay quizás algo de ironía en la tira de Grifith. No hay, sin embargo, ni gota en las observaciones del filósofo español Santiago Alba, cuya elocuencia merece la extensión de la cita. “Se camina por las calles arboladas del Vedado o por el barrio un poco pueblerino de Guanabacoa o incluso entre los soportales sudados de Habana-Centro y se siente enseguida un bienestar físico, el paso se ralentiza, la respiración se acompasa, la piel se suaviza, el oído se agudiza, el tacto avanza, la úlcera se calma, la migraña cede, la miopía se cura, e inseparable de esta milagrosa vuelta a la salud se percibe con sorpresa –como una floración– que aquí hay más hombres y más cosas que en otras partes del mundo: es sencillamente que no hay publicidad.” Y continúa: “Se sube a la azotea de una modesta casa de la calle Chávez, por encima de la ciudad adormecida, acariciada por una tímida luz amarillenta, y se siente enseguida, cabeza arriba, la fragilidad del compañero, la necesidad de cuidar a alguien, la fortuna de otra voz, la llamada de un argumento, la urgencia de narrar un cuento, la capacidad para inventar un teorema: es que se ha hecho realmente de noche. La Revolución, por así decirlo, ha liberado las caras y ha nacionalizado las estrellas.”

Más allá de la hipérbole en que el sentido figurado se confunde con la cursilería, la tesis es clara: la falta de publicidad proporciona automáticamente una vuelta a la salud y nos devuelve la noche –y por extensión el mundo y la humanidad– que han sido escamoteados a la gente por las luces artificiales del capitalismo posindustrial. Lástima que el grueso de los españoles que visitan Cuba no sean tan sensibles como Alba; lo que encuentran en la Isla es otro tipo de Jauja: sexo barato y una acogida que, más que a la hospitalidad del cubano, se debe a la importancia que les otorga el mero hecho de llegar con algunos dólares y baratijas a un país donde la moneda nacional no vale para nada y la mayoría de las personas no han puesto un pie en el extranjero. Si este turismo sexual refleja inequívocamente la verdadera cara de la miseria cubana, esto es, el estado denigrante en que la dictadura ha reducido a los cubanos, las elucubraciones de Santiago Alba no hacen sino convertir la necesidad en libertad y de paso a los cubanos –que no soportan, como él afirma, las privaciones “a conciencia”, sino porque no tienen más remedio– en conejillos de Indias de un lamentable laboratorio de falaces esperanzas altermundistas.

Las miserias de la vida cotidiana en la Cuba del “período especial” son fácilmente sublimadas por este tipo de romanticismo anticapitalista. Ante la profusión de bicicletas, Griffy afirma que la falta de petróleo tiene sus ventajas: la liberación de la “tiranía del automóvil”. Otro tanto podría decirse, por ejemplo, de los apagones, que al liberarnos de la tiranía de las luces eléctricas nos permitirían regresar a las velas y las lámparas de queroseno. Y, como dice Bachelard en La llama de una vela, “con la lámpara volvemos a la guarida de la ensoñación de las casas de antaño”.

Una mentalidad así de reaccionaria, como la del propio Alba, podrá encontrar en ese regreso todo un hontanar de autenticidad, una valiosa posibilidad de recuperar el auténtico mundo material escamoteado por el capitalismo: al apartarnos de la televisión, que no hace sino suplantar fraudulentamente el mundo real, y acercarnos a las lámparas que a diferencia de los bombillos nos devuelven la mirada, el apagón será ocasión propicia para reunirnos en torno de ellas y, como nuestros antepasados alrededor de la hoguera, contar un cuento. Llama y relato, hogar y ensoñación: todo ello, cimiento de la verdadera comunidad que el mercado y la publicidad destruyen, nos devolverá la familiaridad con lo que Bachelard llama “la sencillez primera de las cosas”.

La apología de la pobreza que deriva de tales argumentos confluye, desde luego, con la celebración católica y nacionalista de la “pobreza irradiante” que Cintio Vitier ha oportunamente realizado en sus intervenciones como ideólogo maestro del “período especial”. “La pobreza como austeridad y decoro, virtud fundadora de nuestros mejores hombres, tradicional “sensatez” de la familia media cubana, –ha dicho Vitier– es un valor que debemos seguir oponiendo a la insensatez consumista convertida en “modelo” mundial por Norteamérica.” Muchas son las fuentes ideológicas de este tópico origenista: Juan Ramón Jiménez, Rilke, Leon Bloy. En el empalme de cristianismo y socialismo, realizado por Vitier a fines de los sesenta e interpretado como su verdadera conversión a la religión del Hijo de Dios, el maestro es Ernesto Cardenal.

Se trata, tanto en el caso de Vitier como en el de Alba, de discursos que retienen de la derecha clásica, anticapitalista, tópicos fundamentales como el de la autenticidad de la lentitud y, sobre todo, la necesidad del límite: para Santiago Alba el ascetismo, garantizando la “finitud irremplazable de la tierra, es la condición misma de toda alegría y de toda civilización”. “En Cuba –ha escrito Alba– faltan cosas, pero no muchas, quizás sólo una o una y media, y estoy seguro de que cuando les permitan respirar, cuando puedan liberar toda su potencia acumulada de la mordaza imperialista, la alegría y la civilización seguirán asociadas a esta idea de la “bastanza” comunicativa, de la poquedad multiplicadora en cuyos bordes germinan salvajemente el ingenio, la solidaridad, el amor y el sentido común.”

Algunas de estas características que atribuyen a los cubanos las visiones utópicas reaparecen, lamentablemente, en otros acercamientos a la Cuba actual que para nada constituyen apologías del régimen castrista. Es el caso del documental Mecaniqueros, de Joanne Michna (Canal ARTE, Francia 2005). Esta película se propone testimoniar las dificultades de la vida en Cuba siguiendo las rutinas de tres jóvenes “luchadores” que se buscan la vida como pueden al margen del estado. Aunque la tesis de que la sobrevivencia del cubano de a pie depende en la mayoría de los casos de una iniciativa individual situada siempre más o menos fuera de la ley es cierta, algunos de los modi operandi de estos buscavidas de Centro Habana resultan ciertamente inverosímiles para cualquiera que haya vivido en Cuba los últimos años.

Por ejemplo, una mujer de escasos recursos le encarga a los “mecaniqueros” que le preparen la fiesta de quince de su hija. Ellos “contratan” para amenizarla a un grupo de músicos que en vez de cobrar en dinero por sus servicios, piden a cambio de ellos un poco de oro para ponerse en los dientes. Además, para conseguir el vestido que va usar la quinceañera el “mecaniquero” al frente de los preparativos va a ver a una costurera del barrio que le enseña dos vestidos que, como por casualidad, tiene allí en ese momento; el joven escoge él mismo el que mejor le parece y luego aparece la muchacha luciéndolo en la tradicional sesión de fotos.

Señalo la falta de verosimilitud de todo esto –hay en Cuba gente especializada en alquilar esos tipo de trajes, y quien lo escoge es, desde luego, quien lo va a usar, y nunca alguien contratado para organizar la fiesta– porque no creo que se trate de detalles sin significación, sino de índices de la voluntad de la autora de presentar la “economía” de la vida cotidiana en Cuba como un estado anterior a la especialización capitalista. ¿No es significativo que los músicos no pidan dinero sino oro? Acaso también tiene que ver con esto el hecho de que la casa de uno de los jóvenes se convierte, con un sencillo cambio de muebles, en restaurante improvisado. No digo que no haya en Cuba “paladares” así, sino que, en el contexto del documental, esta falta de especialización de los espacios refuerza la mirada primivista de los realizadores. Otro detalle significativo: uno de los “mecaniqueros” necesita un encendedor de tubos de luz fría y su colega lo manda a ver a un señor mayor que, sin conocerlo, le hace uno a partir de un tubo de pasta de dientes usado y se lo da sin cobrarle nada.

¿No se sugiere así que la carencia produce, por un lado, creatividad, y, por otro, solidaridad? Hay aquí, en mi opinión, cierta estetización de la pobreza que, si bien no convierte la necesidad en libertad, como muchos apologistas del régimen cubano, sí la troca en virtud, con lo que también falsea no poco la realidad. Es justo por esto por lo que uno de los castristas españoles, a pesar de criticar el documental, puede encontrar en él evidencias de la supuesta ejemplaridad de la sociedad cubana. Aunque afirma que en Mecaniqueros no se hace referencia a la causa de las privaciones de la gente, que según él es el embargo norteamericano, ni tampoco a lo que “explica tanta felicidad en la escasez”, que es “la cartilla de racionamiento que garantiza la nutrición básica de los menores y ancianos, así como más de un tercio de las necesidades mensuales de comida y otros enseres de un adulto”, Javier Mestre ve en el film pruebas de la superioridad de la vida en Cuba. “¿Y qué es mejor? ¿Hacer interruptores con envases de pasta de dientes o tirarlos a la basura en el círculo infernal del consumo capitalista que está acabando con el planeta? (...) En Cuba, el bloqueo tiene el efecto secundario de mostrar la senda de la sostenibilidad de la sociedad humana. Todo ese ingenio da el valor que merecen a las cosas y ahorra contaminación y malgasto de los recursos naturales.”

Los comentarios sobre esta legitimación ecologista de la pobreza cubana sobran, desde luego. No está de más, sin embargo, recordar una vez más que la pobreza no genera creatividad ni solidaridad sino violencia y frustración. Los salvajes no siempre son buenos, ni realmente productivo el ingenio aplicado a la inmediata sobrevivencia.


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