Por
Duanel Díaz Infante
Entre
los primeros signos de la Hecatombe, aquellas bibliotecas perdidas.
La de Jorge Mañach, hecha pulpa, según se dice,
luego de que la turba asaltara la casa del profesor; la de Lydia
Cabrera, cuya quinta también fue invadida en aquellos días;
la de Labrador Ruiz, legendaria biblioteca de la que, según
también se cuenta, tanto trabajo le costara desprenderse
cuando partió al exilio y que se dispersó por las
librerías de viejo de La Habana, en una de las cuales compré
una hermosa edición del Elogio de la locura que aun conservo.
A
esas bibliotecas burguesas, edificadas gracias al patrimonio y
la dedicación personales, la Revolución opuso la
masividad de una magna empresa editorial. Antes de 1959, apenas
había editoriales en Cuba, aunque sí imprentas privadas
y multitud de periódicos y revistas de gran calidad;
no puede, entonces, ser más simbólico que justamente
en los talleres de dos de los diarios recién nacionalizados
en marzo del 60, Excelsior y El País, se hiciera aquella
edición del Quijote que inauguró la Imprenta Nacional
de Cuba con cifras impresionantes: cien mil ejemplares, en cuatro
volúmenes a 25 centavos cada uno.
Contemporáneamente,
el empeño de Lunes de Revolución por divulgar la
cultura del siglo se correspondía con ese propósito
de conformar una nueva biblioteca para un renovado público
lector. A ese público creciente que deseaba elevar su nivel
cultural y se manifestaba con desparpajo en las cartas a la redacción,
el escritor cubano debía corresponder expresando artísticamente
la dinámica realidad que el periódico reportaba
en sus primeras planas. Su propia situación era consecuencia
de los cambios revolucionarios: antes un paria, incapaz de vivir
de su profesión, dependiente, en el mejor de los casos,
de la cátedra y al periodismo; ahora tenía un trabajo
del que vivir, un público al que dirigirse, editoriales
donde publicar. Los escritos rescatados recientemente por La jiribilla
ilustran el entusiasmo que esta nueva situación social
despertó entre la mayoría de los escritores, pero
la historia posterior que la revista cínicamente calla
nos revela cuánto cambiaron los ánimos: años
después de escribir aquella esperanzada carta a Castro,
Piñera cayó en el ostracismo; su obra Dos viejos
pánicos, duramente criticada por Leopoldo Ávila,
no pudo representarse hasta mucho después de su muerte;
dos de los participantes de la mesa redonda, Severo Sarduy y Nivaria
Tejera, becados en Francia por el gobierno revolucionario, nunca
regresaron y fueron por décadas excluidos de la cultura
nacional; el tercero, Rodríguez Feo, que permaneció
en Cuba, fue marginado en los setenta.
Editoriales
y dictámenes, interés del estado y represión
de su parte fue, pues, el contradictorio saldo de aquellos años
convulsos que terminan con el Congreso de Educación y Cultura,
un decenio justo después de las Palabras a los intelectuales.
Entre la confesión de Padilla en la UNEAC y aquel discurso
de Castro en la Biblioteca Nacional, el esplendor de la cultura
cubana en los sesenta, que abarcó todas las manifestaciones
artísticas y ha dejado no pocas obras relevantes, deriva
en gran medida de la tensión entre la originalidad del
impulso revolucionario y el imperativo neoclasicista de la cultura
dirigida. En 1961, Castro dejaba claro que el límite de
la libertad era la existencia misma de la Revolución, identificada
a la Nación, y que la última palabra era, por tanto,
la suya; esa preeminencia de las armas sobre las letras y las
artes se consumaría, definitivamente, cuando uno del gremio
fue obligado a hacer autocrítica y a acusar a sus amigos,
para escarmiento de todos. Entre aquel par de célebres
discursos, cuyo mensaje no está sólo en las palabras
pronunciadas sino también en todos los detalles de las
performances (el uniforme verde olivo del Comandante, su pistola
sobre la mesa; la cara asustada de Padilla, las muecas de sorpresa
y horror de los aludidos en su autocrítica), el Decenio
de Oro parece transcurrir, vistas las cosas desde hoy, en una
carrera contra el tiempo, como en aquella Unión Soviética
de los años veinte tronchada por el estalinismo.
En
1971, ya mandaba Zdanov y Joyce no era sino decadencia burguesa;
no quedaba margen para la literatura más que en la macabra
hipérbole de ese discurso donde el poeta agradece a los
agentes de la Seguridad por haberlo tratado tan bien. El campo
de la legalidad revolucionaria, definido más bien negativamente
en el discurso de Castro, se reducía, en la farsa de Padilla,
hasta identificarse estrictamente con el discurso ideológico.
No tocaba a los intelectuales ejercer crítica alguna, sino
identificarse plenamente con el pueblo: eso declaraba el Congreso
y eso declaraba el autocrítico. El nacionalismo colaboró
con el dogma marxista en aquella expulsión de tantas y
tantas cosas de la ciudad socialista: extranjerizante fue igual
a diversionismo y a cosmopolitismo y a criticismo y a intelectualismo,
mientras el recorte se producía, también, en otro
nivel donde aquel anatema no podía caber, pues ¿cómo
tachar de cosmopolitismo lo que se había considerado como
lo propiamente nacional-popular, de intelectualismo aquellas descargas
registradas en P.M.?
El
dispositivo totalitario fue mordaza en los dos niveles de la esfera
cultural: por un lado, reprimió a la alta cultura procedente
de la tradición moderna, tachada de cosmopolita y antinacional;
por el otro, al elemento popular, que en Cuba equivale en buena
medida a lo afrocubano, como una barbarie que se resistía
a los fines de la ilustración comunista, determinados por
el doble objetivo de salir del subdesarrollo y prepararse para
la defensa. Es justo en el año crucial de 1968, cuando
el cierre por decreto de bares y cabarets acompaña a la
movilización en las campañas agrícolas, que
se intensifica la represión de los intelectuales negros
que planteaban los problemas de la diferencia racial, y, más
allá, de todos los que no se ajustaban al canon de Verde
Olivo.
No
es casual, tampoco, que sea ese el año de emergencia de
la nueva trova, uno de los productos mejor elaborados de la paideia
revolucionaria. Si la Revolución constituye un intento
de desplazar, y hasta de eliminar, la frontera entre la cultura
de élite y la cultura popular, al proponer a todos un modelo
de estética, de etiqueta y de lenguaje común, la
nueva trova, legitimada como su “banda sonora”, resulta un producto
típicamente midcult, que vulgariza los procedimientos y
tópicos de la poesía culta para un público
más o menos ilustrado y militante. Reducto estilizado del
kitsch comunista, la nueva trova se opone tanto al feeling como
a la canción tradicional; en los tiempos en que Elena Burke
recomienda “la doctrina martiana”, ya aquel esplendor de los cincuenta
y los primeros sesenta es una Atlántida sumergida en un
remoto pasado. La "inundación" -así llamó
Piñera, entusiasta, al triunfo de 1959, sin sospechar que
él mismo sería víctima de semejante cataclismo-
era ya incontenible.
En
1960, Waldo Frank contraponía el frenesí de la Lupe,
propio de la Cuba de ayer, decadente y neurótica, al baile
de los trabajadores que en el recién creado círculo
obrero Cubanacán bebían sin llegar a embriagarse,
pues lo estaban ya del espíritu revolucionario. En una
ocasión anterior, a propósito de P.M., señalé
que las disposiciones de la Ofensiva Revolucionaria que en 1968
prepararon la movilización total de los años “del
Esfuerzo Decisivo” y “de los Diez Millones” podrían verse
como la más nítida expresión del propósito
gubernamental de imponer radicalmente a lo largo de la Isla la
modélica escena descrita por Waldo Frank. Ahora añado
que una emblemática canción de la Lupe, “El diablo
en el cuerpo”, representa muy bien aquello que la Nueva Cuba de
milicias y trabajos voluntarios no podía tolerar; “esa
fiebre que abrasa”, “consume”, “fatiga” y “emborracha” absorbe
energías que deben invertirse exclusivamente en la defensa
y el trabajo.
La
dicotomía es clara: del lado revolucionario, labor y milicia;
lo demás es amenaza. Unas críticas de Roberto Segre
a las obras de Ricardo Porro, citadas recientemente por Ponte,
son muy elocuentes a este respecto: “Si la sensualidad corresponde
al mundo erótico que se genera en el ocio, en la vida contemplativa
y coincide con el impulso irreflexivo, la irracionalidad, el espíritu
representativo de la Revolución es totalmente diferente:
el rigor impuesto por la lucha permanente contra el enemigo, el
duro y tesonero trabajo necesario para salir del subdesarrollo,
la educación científica necesaria para dominar los
recursos disponibles en el mundo contemporáneo y proyectar
así la sociedad hacia el futuro (...)”. Rigor, trabajo
y educación científica se oponen, así, diametralmente
a la relajación, al ocio y a la irracionalidad, y este
culto revolucionario a la razón nos conduce a la última
paradoja de la paideia marxista-leninista: el grosero intelectualismo
que subyace a su programático antintelectualismo.
Mientras
rechaza como artículo burgués la concepción
del intelectual como "conciencia crítica" de
la sociedad, y conjuga la homofobia y el antintelectualismo en
la condena fascistoide del arte moderno, la doxa impone una concepción
ingenuamente iluminista del arte y la literatura. En los ensayos
y conferencias de José Antonio Portuondo y Mirta Aguirre
se insiste en la idea de que el conocimiento del marxismo es condición
sine qua non del escritor revolucionario, pues sin sus herramientas
no se puede desentrañar las leyes del desarrollo histórico
que el mismo está llamado a mostrar en su obra. El arte
es, pues, concebido eminentemente como conocimiento didáctico;
la metáfora, como suplemento de la referencia directa,
y el lenguaje, como simple envoltura material del pensamiento.
Hay, así, en la base del decreto del realismo socialista,
un culto dogmático de la diosa Razón; el antintelectualismo
de los nuevos comisarios y los viejos doctores es, paradójicamente,
un intelectualismo.
Y
será justamente en la adaptación "revolucionaria"
de un género que en sus orígenes decimonónicos
expresó el triunfo de la razón instrumental, donde
semejante racionalismo se explayará de la manera más
burda y lamentable. Con su realismo necesariamente académico
y maniqueo, su ingenua concepción de la delincuencia como
rémora del pasado precapitalista, y su deliberada confusión
de la contrarrevolución y la criminalidad, la novela policial
revolucionaria es otra especie antológica de nuestro kitsch
comunista. Desde los estantes polvorientos de la biblioteca popular,
esas risibles "novelas ejemplares" de los setenta siguen
dando testimonio del grotesco mundo nuevo en cuyo nombre las bibliotecas
de Mañach y de Lydia Cabrera fueron condenadas al trastero
de la historia. |