Carta
del Lector
Nunca hubo ninguna posibilidad de que el sucesor de Fidel Castro,
su hermano Raúl, como presidente de Cuba inaugurara su
gestión anunciando cambios radicales y de tal modo manifestando
su desaprobación de lo hecho por un gobierno del cual formaba
parte desde hacía casi cincuenta años. Puesto que,
al igual que la presidenta Cristina Fernández de Kirchner,
comprende muy bien que debe su cargo actual a su relación
con su antecesor, durante cierto tiempo se sentirá obligado
a subrayar lo que tienen en común. Así las cosas,
eran muy poco realistas las expectativas de quienes ya están
lamentando lo que toman por el conservadurismo exagerado del nuevo
mandatario y criticándolo por haber afirmado que consultaría
con su hermano las decisiones "de especial trascendencia
para el futuro". Si, como en diversas ocasiones Raúl
Castro mismo ha dado a entender, se ha propuesto impulsar una
apertura económica calcada de las que permitieron que en
China, Vietnam y otros países asiáticos regidos
por el Partido Comunista mejorara sustancialmente el nivel de
vida de sus habitantes, tendrá que proceder con mucha cautela.
Por cierto, no podrá darse el lujo de brindar la impresión
de querer romper por completo con su hermano y por lo tanto con
los muchos integrantes del régimen que no vacilarían
en aprovechar cualquier oportunidad para acusarlo de traicionar
la sacrosanta revolución.
Raúl
Castro tiene 76 años y la mayoría de los jerarcas
que lo rodean es de la misma generación. A diferencia de
Fidel Castro, carecen tanto de carisma como del aura legendaria
en que se basa la supuesta legitimidad de la dictadura. He aquí
la única razón por la que los líderes activos
de la gerontocracia cubana hablan de la necesidad de producir
cambios. Mientras que Fidel pudo insistir en que lo único
que importaba era defender la revolución contra los decididos
a derrotarla o por lo menos ablandarla sin preocuparse en absoluto
por los resultados concretos de tanta terquedad, sus epígonos
tienen que tomar en cuenta temas como el bienestar material de
los cubanos y su voluntad natural de salir de la miseria en la
que un sistema económico insensato los mantiene encarcelados.
Es
evidente que para los dirigentes cubanos la prioridad consiste
en conservar el poder. Temen que reformas demasiado vigorosas
podrían poner en marcha un proceso incontrolable que redundara
en el colapso del régimen, pero a juzgar por las declaraciones
de Raúl Castro entienden que a menos que haya algunos cambios
positivos Cuba podría convertirse en una olla a presión
que estallaría en cualquier momento. Se trata de una situación
que Fidel Castro tuvo que enfrentar en varias ocasiones. Logró
manejarla permitiendo una nueva ola de emigración, pero
sería poco probable que su sucesor se arriesgara apostando
a la válvula de escape así supuesta ya que casi
todos darían por descontado que cualquier crisis grave
presagiaría el comienzo de una transición mucho
más drástica, y más agitada, que la prevista
por quienes suponen que será posible satisfacer las aspiraciones
mínimas de los cubanos sin abandonar por irremediablemente
fracasada la revolución socialista que conforme al régimen
están protagonizando.
Aunque
los políticos norteamericanos no quieren levantar el embargo
comercial hasta que haya señales inequívocas de
que Cuba está empezando a democratizarse, les convendría
hacerlo cuanto antes. Además de obligar al régimen
a asumir el hecho de que la extrema pobreza de la isla no se ha
debido a la negativa de la superpotencia capitalista a venderle
productos y servicios -como si a su entender el eventual éxito
del socialismo dependiera de la buena voluntad de sus enemigos-
sino a sus propios errores, la irrupción de empresas norteamericanas
no podría sino impulsar los cambios económicos,
sociales y políticos que tendrían que ocurrir para
que Cuba por fin se reintegrara al sistema internacional imperante.
Si bien no le será dado a Washington manejar la transición
que, les guste o no a los dirigentes cubanos y sus admiradores
extranjeros, está en condiciones de impedir que su pequeño
vecino quede inmovilizado por el miedo a cambiar de los que, como
Fidel Castro, están tan comprometidos con la fantasía
revolucionaria que todo lo demás les parece insignificante.
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