Por
Jame Neilson
Como aquellos japoneses que durante décadas siguieron luchando
en la jungla filipina por un imperio ya muerto, Fidel Castro dice
que en adelante se limitará a "combatir como un soldado
de las ideas".
Puesto
que para muchos defender una causa perdida, incluso una que hasta
ahora ha provocado la muerte de más de cien millones de
personas, es una gesta romántica, tanta terquedad no quitará
nada de la leyenda que se ha formado en torno de su figura. Antes
bien, le dará más brillo a ojos de quienes ven el
mundo como un inmenso teatro en el que importan mucho más
los choques entre idearios y personalidades excepcionales que
las vicisitudes de los demás.
A
éstos, es decir, a casi todos, les toca desempeñar
el papel de comparsas cuyo destino, a menudo miserable, carece
de significado.
Si
viven o mueren, prosperan o se hunden en la pobreza extrema, es
un detalle menor.
Castro
no fue el primer dictador truculento cuya carrera cautivó
a una proporción nada despreciable de sus contemporáneos,
entre ellos muchas personas inteligentes con inquietudes artísticas
que por algún motivo se sentían insatisfechas con
el estado del universo y soñaban con cambiarlo. Es poco
probable que sea el último.
Hay algo en el hombre que lo tienta a comprometerse con individuos
que se proponen reencauzar el curso de la historia. A Alejandro
Magno, Julio César y Napoleón nunca les han faltado
admiradores que, si bien a veces lamentan que tantos tuvieran
que morir por sus ambiciones y caprichos, lamentan aún
más que la muerte o la derrota pusieran un fin prematuro
a sus aventuras. Tales sentimientos aseguraron que sus epígonos
se contaran por miles.
Tanta
indiferencia frente al sufrimiento de millones de seres humanos,
los más anónimos, sería ofensiva, pero no
demasiado sorprendente si quienes piensan de tal modo se afirmaran
elitistas que sólo se preocupan por los avatares de "los
grandes", pero éste dista de ser el caso.
Por
el contrario, los más vulnerables a los encantos de "Fidel"
y otros dictadores carismáticos suelen aseverarse paladines
del hombre común y enemigos jurados de las minorías
privilegiadas.
No
les impresiona del todo el que, a pesar de sus pretensiones igualitarias,
los comunistas se las arreglaran para construir sociedades tan
desiguales y jerárquicas como las de las viejas aristocracias
de sangre, las que, dicho sea de paso, terminarían imitando
al hacer del poder político un bien de familia.
El
deseo de acompañar a un "grande" y de participar
emotivamente de sus hazañas es un motivo -no el único-
por el que en el siglo XX personajes como Stalin y Hitler, para
nombrar sólo a los más monstruosos, pudieron alcanzar
el poder absoluto y usarlo con consecuencias catastróficas
para sus compatriotas y sus vecinos.
Al
difundirse la convicción de que protagonizaban una epopeya,
decenas de miles de hombres y una cantidad notable de mujeres
les ofrecieron sus servicios. Puesto que en todos los países
abundan los dispuestos a perseguir, torturar y asesinar en nombre
de una causa a su juicio digna, aun cuando sólo fuera cuestión
de la mayor gloria del líder, a muchos les resultó
fácil poner en marcha una máquina de la muerte despiadada.
En
tales circunstancias, dudar del carácter sobrehumano del
jefe y por lo tanto del derecho de sus seguidores a sembrar el
terror es de por sí un crimen intolerable, razón
por la que en las dictaduras más feroces hasta los disidentes
tibios se ven tratados como los herejes en la Europa medieval
y los apóstatas en el mundo islámico actual. Tienen
que actuar así: para los totalitarios, el escepticismo
es un virus letal.
Aunque
en cierto momento Castro y su cómplice más célebre
Ernesto "Che" Guevara estuvieron a punto de desencadenar
una guerra atómica, nunca
pudieron emular a sus congéneres más mortíferos,
lo que es una suerte, pero lo que lo diferencia de los demás
dictadores no es que en comparación sus víctimas
fueran escasas -aproximadamente 17.000 fusilados, decenas de miles
de presos políticos, dos millones de exiliados de un país
con 11 millones de habitantes, casi nada- sino que ha continuado
gobernando y "luchando" después de que la ideología
con la que estaba comprometido fue depositada en el basural de
la historia.
Si tomamos en cuenta lo que sucedió en el resto del planeta
a partir de los años ochenta, es como si se hubiera declarado
resuelto a luchar hasta la muerte en contra de los principios
básicos de la ciencia moderna. Tal actitud, que es más
apropiada para un líder religioso que para un presunto
ateo, se inspira en su orgullo personal. En 1994, cuando la economía
ya ruinosa de Cuba caía en pedazos, dijo que nada lo haría
"abandonar la revolución". Por parte de un individuo
aislado, tanta obstinación sería pintoresca, pero
por tratarse del amo y señor de un país de dimensiones
medianas, significaba que millones de personas tendrían
que sacrificar su futuro en aras de una teoría ya desacreditada.
Felizmente
para los cubanos que desde hace varias décadas son cobayos
en un laboratorio manejado por quienes saben muy bien que sus
experimentos fracasarán por completo, el hermano y probable
sucesor inmediato de Fidel Castro es un hombre más pragmático.
Consciente
de que no posee el don del carisma que liberaba al líder
máximo convertido en guía espiritual de la necesidad
de prestar mucha atención al bienestar de sus compatriotas
y otros asuntos que obsesionan a los decadentes políticos
democráticos, entiende que le sería ridículo
procurar continuar obligando a sus compatriotas a soportar la
miseria económica por lealtad hacia una ideología
que, no obstante sus eventuales atractivos intelectuales, hoy
en día no sirve para mucho en el mundo que efectivamente
existe.
Aunque
el sucesor de "Fidel", sea Raúl u otro, procederá
con cautela porque lo último que querría es dejar
escapársele de las manos el poder que lo protege contra
los muchos que desearían verlo frente a un tribunal de
Justicia, se prevé que tratará de impulsar reformas
económicas equiparables con las que tantos beneficios han
traído a países como China.
En
tal caso, la revolución cubana que hechizó a varias
generaciones de izquierdistas, además de los muchos que
están más interesados en hostigar al "imperio"
norteamericano que en el porvenir de su propio país, no
tardaría en desmoronarse. Privada no sólo del personaje
que la encarnaba sino también de lo que queda de los cimientos
ideológicos en que se basaba, intentar mantenerla viva
sólo tendría sentido para quienes temen que su derrumbe
los expusiera a la venganza de sus muchos enemigos.
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