Por
Santiago Roncagliolo
Premio Alfaguara de Novela
Pensemos
en la famosa foto del "Che" que tomó Alberto
Korda en 1960: la mirada fija en un ideal. El pelo revuelto del
aventurero. La estrella dorada en la frente.
El
gesto marcial del héroe. La imagen se ha convertido en
el ícono épico del siglo XX, independientemente
de su contexto político.
Figura
en la propaganda independentista vasca, en los souvenires turísticos
que se venden en la Sagrada Familia e incluso en una comedia pornográfica
canadiense, donde un izquierdista la usa para masturbarse.
Durante
los siguientes treinta años, los guerrilleros de las novelas
latinoamericanas están hechos a imagen y semejanza de esa
foto. En 1968, el venezolano Adriano González León
recibió el Premio Biblioteca Breve por País portátil,
la historia de un joven que se une a la guerrilla y asume sin
titubear su destino trágico. Al año siguiente -y
dos después de la muerte del Che- el boliviano Renato Prado
Oropeza publicó "Los fundadores del alba", cuyo
título era ya una metáfora de la revolución
como inicio de un nuevo día para la humanidad. Incluso
en 1991, los rebeldes mexicanos de "Guerra en el paraíso",
de Carlos Montemayor, resisten como mártires a la más
brutal represión.
Y
sin embargo, los tiempos han cambiado y, con ellos, la mirada
sobre la historia. Los revolucionarios que se atrincheran en las
novelas latinoamericanas del siglo XXI no se parecen a la foto
de Korda. Más bien tienen el semblante sórdido y
mal encarado de las fichas policiales.
La
temporada de caza al guerrillero la abrió "El arma
en el hombre" (2001), del salvadoreño Horacio Castellanos
Moya. Su protagonista, apodado Robocop, es un combatiente de elite
desmovilizado. Graduado con honores en el asesinato selectivo
-y no tan selectivo-, el personaje relata las técnicas
de asesinato de los guerrilleros, como el "sacapedos",
un método de estrangulamiento fulminante aplicado a los
prisioneros mientras defecan. Tras una temporada como paramilitar,
Robocop recala en una banda de criminales al servicio de un poderoso
político. Sus compañeros de pelotón son sus
antiguos enemigos de la guerrilla y algunos delincuentes comunes,
ya todos uniformizados, indistinguibles los unos de los otros.
El
mismo año apareció "La materia del deseo",
de Edmundo Paz Soldán, cuyo protagonista regresa a Bolivia
desde Estados Unidos y comienza a hurgar en el mito de su heroico
padre guerrillero. El hombre que descubre, más que un héroe,
es un tipo intransigente, autoritario y vanidoso, capaz de fusilar
sin remordimientos a sus subordinados, pero también de
arriesgar la vida para encontrarse con sus amantes. Un traidor
a su mujer y, probablemente, a sus camaradas. Un señor
de la guerra que ya ni siquiera sabe por qué pelea: "Su
verdadero objetivo no era el triunfo ni la revolución,
sino mantener la lucha viva".
La
ambivalencia moral también es la tónica de "Los
ejércitos", la novela de Evelio Rosero que recibió
el Premio Tusquets en el 2006. La historia está situada
en un pueblo colombiano que padece arrasamientos y secuestros
constantes a manos de la guerrilla y paramilitares, dos fuerzas
igualmente salvajes. En la escena final, un grupo de hombres armados
viola el cadáver de una mujer, y ya nadie se toma la molestia
de preguntar de qué bando son.
Pero
el retrato más amargo -quizá porque es el único
contado en primera persona- aparece en la última novela
de Martín Caparrós. El protagonista de A quien corresponda
militó en la Argentina durante la dictadura militar, sufrió
la desaparición de su mujer -posiblemente embarazada- y
se escabulló cobardemente del mismo operativo policial
en que ella cayó. Hoy, incapaz de vivir con su remordimiento
y su fracaso, asiste al desfile de los personajes secundarios:
un torturador que bebe whisky mientras predica el entendimiento
entre los argentinos. Una amante veinteañera que no deja
de recordarle que su generación fue derrotada y que, a
fin de cuentas, da igual. Un viejo camarada reconvertido en funcionario
arribista. En la página 19, Caparrós nos regala
con un edificante monólogo:
"Somos
una mierda... Perdimos, nos hundimos en el mejor de los naufragios...
Ésa fue nuestra victoria: nos dedicamos del todo a la derrota,
sin fisuras, y ahora hemos llegado a la plenitud de nuestro ser
nosotros: una mierda".
Los
escritores argentinos, a diferencia de los centroamericanos y
colombianos, tratan a sus guerrilleros no como delincuentes, sino
como bienintencionados perdedores. No pueden equipararlos moralmente
a sus torturadores, pero parecen verlos con una mezcla de patetismo
y desprecio. Otro ejemplo es el Jorge Lanata de "Muertos
de amor", una historia a caballo entre el periodismo y la
novela dedicada a la primera guerrilla de su país: el Ejército
Guerrillero del Pueblo (EGP), que en junio de 1963 ingresó
clandestinamente en el país con dirección a Salta.
La
historia del EGP fue breve y triste, cuando no absurda. No consiguieron
ninguno de sus objetivos políticos. Su primer mártir:
uno que se desbarrancó. A los dos siguientes los fusilaron
sus propios compañeros, bajo acusaciones de traición.
Durante toda la campaña, el único enemigo real que
enfrentaron fueron los insectos, los animales, el hambre y la
geografía. Los campesinos, en vez de ayudarlos, los denunciaron
a las autoridades, que finalmente los apresaron.
Sin
embargo, el EGP y el protagonista destrozado de A quien corresponda
tienen algo en común con los guerrilleros de Castellanos,
Paz Soldán o Rosero. Todos ellos, al igual que miles de
jóvenes latinoamericanos del siglo XX, quisieron vivir
como los personajes de una novela. Y sin duda, lo consiguieron.
Sólo que medio siglo después de la Revolución
Cubana, ni a la foto de Korda le gusta siempre dónde la
ponen, ni las novelas que inspiró son las que soñaban
sus personajes.
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