Por
Rafael Rojas
María Zambrano escribió que el
exilio se presenta ante quienes lo padecen como una condición
interminable o eterna: "La inmensidad, el ilimitado desierto,
la inexistencia del horizonte y el cielo fluido. La existencia
del ser humano a quien esto acontece ha entrado ya en el exilio,
como en un océano sin isla alguna a la vista, sin norte
real, punto de llegada, meta". Sin embargo, María
Zambrano regresó a su patria en 1984, después de
45 años de peregrinación, y murió como persona
en democracia.
La
actual sucesión cubana da la razón a quienes, en
las dos últimas décadas, han sostenido que la revolución,
entendida como cambio social promovido por un Estado, terminó
hace mucho tiempo y que lo que subsiste en la isla es un gobierno
autoritario que administra conflictos domésticos. Pero
que la revolución haya terminado no significa que su contraparte
histórica, el exilio, también haya concluido.
En
el lenguaje del poder cubano la palabra revolución funciona
como sinónimo de socialismo y patria, a pesar de que los
tres términos posean significados distintos. La confusión
se debe a que en el habla oficial todos los conceptos y símbolos
nacionales desembocan en el mismo campo semántico: el de
un régimen de partido único y economía estatal,
encabezado desde hace medio siglo por los hermanos Fidel y Raúl
Castro.
Llamar
revolución a un orden institucional, copiado del soviético,
como el que funcionó entre 1971 y 1992, no pasa de un ardid
simbólico de las elites del poder insular. Más absurdo
aún resulta entender como revolución lo que viene
sucediendo en Cuba en los últimos 16 años, cuando
se ha producido un cambio social que el gobierno no quiso ni propició
y que apenas en los últimos meses comienza a ser legalmente
reconocido.
El
exilio, como es sabido, no surgió como reacción
contra aquella revolución que triunfó en enero de
1959, sino contra la radicalización comunista del gobierno
revolucionario entre 1960 y 1961. Lo decisivo para la formación
de cualquier comunidad exiliada, en la España de Franco,
la Rusia de Stalin, la Alemania de Hitler, el Chile de Pinochet
o la Cuba de Fidel, es la ausencia de libertades públicas,
la imposibilidad de ser opositor sin arriesgar la vida o perder
la libertad.
De
ahí que aunque la revolución haya terminado y aunque
la definición ideológica del régimen tome
una tímida distancia del "marxismo-leninismo",
la experiencia del exilio seguirá reproduciéndose
mientras la ciudadanía carezca de derechos de asociación
y expresión.
El
gobierno de Raúl Castro podrá declararse mañana
en favor de una "economía social de mercado",
abrir la pequeña y mediana empresa privada, dejando intacto
el partido único y penalizando el ejercicio de algunos
derechos. Aun en ese escenario poco probable, de verdadera apertura
económica con cierre político, habrá exilio.
Si
en Cuba se produjera una transición a la democracia y dentro
de cinco o diez años se concedieran plenos derechos civiles
y políticos, muy pocos de los exiliados actuales se repatriarían.
En Miami, Madrid, Barcelona, París y México seguirán
viviendo cubanos, afincados en esas ciudades, pero con una relación
muy distinta con el país de origen que, finalmente, reabre
sus puertas. Entonces no dejará de haber emigrantes cubanos,
pero será muy difícil llamarlos exiliados.
Los
exilios duran lo mismo que los regímenes que los producen.
En el caso de Cuba, por lo prolongado del régimen, es inevitable
que el exilio cambie. Cambia de muchas maneras, pero, sobre todo,
generacional e ideológicamente. Las diferencias entre un
cubano que llegó a Miami en 1961, otro que llegó
por el Mariel en 1980, un balsero del '94 o uno que se ganó
la lotería de las visas en el 2002 son palpables. Los cuatro
dejaron atrás un país diferente, aunque sueñen
con un futuro parecido.
El
exilio y el régimen que lo produce son antípodas,
pero no entidades equivalentes. Un exilio es una comunidad civil,
cultural y política, no un gobierno y mucho menos un Estado.
Es error de algunos exiliados considerarse gobierno y es malicia
del régimen de la isla presentar a Miami como un Estado
opositor. De ahí que sean injustos la medición del
éxito o el fracaso y el veredicto sobre la eficacia política
de sujetos tan disímiles.
Mucho
se ha hablado, y con razón, del triunfo económico
del exilio y de la dinámica inserción de los cubanos
en la política de Estados Unidos. Muchas veces se contrapone
esa historia de éxito al fracaso que representa la persistencia
del régimen cubano. El exilio, en efecto, no ha logrado
su objetivo histórico: generar un cambio de régimen
en la isla. Sin embargo, pocas veces se repara en el hecho de
que, ideológicamente, el exilio y la oposición también
pueden atribuirse la victoria.
Cuando
por mero afán continuista o por malabares de la sobrevivencia,
los gobernantes cubanos reconocen que la política económica
de la isla es "obsoleta", que la gran literatura exiliada
"forma parte del patrimonio nacional" o que el "socialismo
debe democratizarse", es difícil no concluir que,
a regañadientes, están dando la razón a sus
críticos y adversarios. Los nuevos gobernantes de Cuba
se apropian, de manera incompleta y autoritaria, de las ideas
que durante medio siglo han sostenido la oposición y el
exilio.
¿Cuántos
intelectuales, académicos o funcionarios han tenido que
exiliarse en los últimos veinte años por defender
abiertamente el mercado libre campesino, la pequeña y mediana
empresa privada, la tolerancia de la crítica en los periódicos
o el respeto a la comunidad exiliada? Los 75 disidentes encarcelados
en la primavera del 2003 y los 300 presos políticos, que
malviven en Cuba, perdieron su libertad por sostener públicamente
muchas ideas que hoy acepta el gobierno de Raúl Castro.
La
meta de los exiliados cubanos, con independencia del método
utilizado, ha sido siempre la democracia. Aunque todavía
se vea lejana, cuesta trabajo imaginar que esa meta no se alcanzará
en el futuro de Cuba. Quienes la palpen no serán, probablemente,
muchos exiliados y sí algunos de los que hoy se presentan
como sus enemigos más feroces. Esa paradoja, de derrota
política y victoria ideológica, debe ser asumida
en toda su tragedia, en toda su amarga epopeya. Reconocer al exilio
como precursor de la democracia cubana será una tarea intelectual
del futuro.
El
gobierno de Raúl Castro, aunque aparentemente dispuesto
a avanzar en una reforma económica limitada, mantiene la
misma actitud de soberbia de su antecesor, al desconocer la legitimidad
histórica de la oposición y el exilio. Ese gobierno
no sólo conserva las mismas prácticas represivas,
como vimos recientemente con la "dispersión"
de las Damas de Blanco, sino el mismo lenguaje descalificador
que identifica a los opositores con un sujeto "antinacional".
Las
elites sucesoras parecen no advertir que el inmovilismo político
puede conspirar contra la deseada popularidad de las reformas,
dentro y fuera de la isla.
|