Por
Rafael Rojas
Entre los críticos del nacionalismo cubano se ha consolidado
el rechazo a toda idea sobre el "carácter excepcional"
de la isla. Es cierto que haber experimentado una historia, cuando
menos singular, que siguió un curso diferente del de la
mayoría de los países latinoamericanos, muchas veces
se convierte en explicación simple de la existencia, desde
hace medio siglo, de un orden político no liberal y no
democrático en la isla. Pero si el excepcionalismo cultural
o ideológico resulta insostenible, el excepcionalismo histórico
es, a veces, inevitable.
Hace
200 años, mientras en los cuatro virreinatos hispanoamericanos
los súbditos de Fernando VII se preguntaban quién
detentaba la soberanía en ausencia del rey, en Cuba se
afianzaba el poder de España y se consolidaba la economía
esclavista de plantación azucarera. También en La
Habana hubo criollos, como Francisco de Arango y Parreño,
Nicolás Calvo y José de Ilincheta, que demandaron
al capitán general, Marqués de Someruelos, la constitución
de una junta fernandina. Y también allí se produjo
una reacción peninsular, encabezada por el general Juan
Villavicencio y el brigadier Francisco Montalvo, en contra del
menor indicio de autonomía criolla.
Pero
en Cuba, a diferencia de Hispanoamérica, el autonomismo
de las elites criollas no se radicalizó mayoritariamente
bajo la forma de un republicanismo separatista. En la isla no
estalló la guerra de independencia ni los esclavos se sublevaron
contra sus amos, como en Haití, que era el mayor temor
no sólo de los peninsulares sino de los propios criollos.
Los pocos que evolucionaron hacia el separatismo republicano (Félix
Varela, José María Heredia, Gaspar Betancourt Cisneros...)
acabaron exiliados tras la represión contra las conspiraciones
masónicas de los años veinte y treinta.
Hasta
1868 -cuando estalló la primera guerra de independencia-
las dos opciones de soberanía con mayor fuerza entre las
elites criollas habían sido la anexión a Estados
Unidos y la reforma del régimen colonial vigente. Con la
Paz del Zanjón -en 1878- el separatismo, hasta entonces
bastante ligado al anexionismo, pareció decaer frente al
auge de la gran alternativa política de la época
de la restauración: el gobierno autonómico. Rechazada
la autonomía en Madrid, resurgió en 1895 el separatismo,
esta vez más desligado de la corriente anexionista, aunque
no -ni siquiera en José Martí- confrontado a la
hegemonía de Estados Unidos sobre la región.
Que
la construcción del Estado nacional en Cuba se haya iniciado
casi un siglo después que en Hispanoamérica, tras
una intervención norteamericana de cuatro años y
con una limitación constitucional de la soberanía
como la establecida por la Enmienda Platt, es un dato de la excepción
histórica, como lo es también el hecho de que la
libertad de asociación y expresión se haya introducido,
parcialmente, en 1878, o que la abolición de la esclavitud
se decretara en 1886. Hasta principios del siglo XX, la historia
de Cuba parecía correr paralela únicamente a la
de Puerto Rico. A partir de 1902, el devenir de la isla abandonó
esa conexión y siguió un camino solitario.
En
la primera mitad del siglo XX, Cuba vivió fenómenos
muy similares a los de cualquier país centroamericano y
caribeño: guerras civiles, raciales y regionales, caudillos
y caciques, latifundio, dictaduras, democracias breves y frágiles,
intervenciones de Estados Unidos... es por ello que la cultura
política que se produce en la isla -revolucionaria, agrarista,
nacionalista- es muy parecida a la que predomina en toda la región.
Esa semejanza, sin embargo, se manifestó con dos especificidades:
la mayoritaria tendencia de las fuerzas políticas hacia
el populismo y la intensa conexión económica, cultural
y política con Estados Unidos.
A
mediados del siglo XX Cuba no era una "colonia" o una
"neocolonia" de Washington, como sostiene la historia
oficial habanera, ni un "Estado libre asociado", como
Puerto Rico, pero sí era, como prueba Louis A. Pérez
Jr. en "On Becoming Cuban" (1999), la nación
latinoamericana más interrelacionada con Estados Unidos.
La política cubana de aquellas décadas, incluida
la de los revolucionarios antibatistianos y la de los comunistas
republicanos, se hizo no sólo en La Habana y Santiago de
Cuba sino también en Washington, Nueva York y Miami. Lo
mismo para Grau que para Prío, para Batista que para Castro,
contar con el respaldo o la desaprobación de Estados Unidos
era decisivo.
La
otra especificidad histórica de Cuba, a mediados del siglo
XX, es la homogeneidad ideológica del campo político.
A diferencia de la mayoría de los países latinoamericanos,
se hace difícil encontrar allí una clara polarización
entre derecha e izquierda. Casi todas las corrientes políticas
(auténticos y ortodoxos, 26 de Julio y Directorio, batistianos
y antibatistianos) gravitaban hacia esa amalgama de socialdemocracia
y populismo que postulaba la Constitución de 1940. Entre
1957 y 1959, la Revolución acentuó las diferencias
políticas entre aquellos grupos, pero ideológicamente
los unió aún más. Unos y otros convergían
en el deseo de reemplazar a Batista con un gobierno que restableciera
el orden constitucional, convocara a elecciones, aplicara una
reforma agraria y gastara más en educación y salud.
Sobre esa homogeneidad Fidel Castro edificó su inmenso
poder.
Pero
lo que en la historia republicana de la isla (1952-1959) se presenta
como especificidad en la historia revolucionaria (1959-2008) aparece
como catarsis del excepcionalismo. La alianza del gobierno cubano
con la Unión Soviética agudizó la Guerra
Fría en América Latina de un modo imprevisto por
Washington y las elites de la región. El anticomunismo
de los años cincuenta quedaría como un juego de
niños ante la avalancha de guerrillas y dictaduras que
generó el experimento cubano por acción o reacción.
El socialismo insular se planteó como "excepción"
y, a la vez, como "vanguardia" de la izquierda latinoamericana.
El Che Guevara trató, infructuosamente, de resolver esa
paradoja que, como ha visto Robert Service, es muy parecida al
dilema estalinista del "socialismo en un solo país".
Desde
entonces y, sobre todo, tras la desaparición de la URSS,
la existencia de un régimen de partido único, economía
de Estado e ideología "marxista-leninista" en
el Caribe ha sido defendida con el discurso de la excepción.
El "derecho a la diferencia", anulado para la oposición
democrática de la isla y el exilio es demandado por La
Habana para justificar la persistencia de una anomalía
política. En este sentido, el concepto de excepción
podría ser aplicado al socialismo cubano, a partir de las
tesis de Carl Schmitt y Giorgio Agamben, como una normalización
jurídica del estado de emergencia. Cuba, de acuerdo con
esta idea, sería un país sin democracia y sin mercado
porque su legalidad es excepcional o está condicionada
por la coyuntura del diferendo con Estados Unidos.
La
idea, no carente de sentido, contiene dos equívocos: el
primero es que el socialismo cubano no es una mera reacción
al conflicto con Washington sino una elección ideológica
de las elites insulares; el segundo, que el discurso de la excepción
provoca demandas de normalidad, lo mismo desde la perspectiva
del régimen que desde el amplio espectro opositor. El gobierno
cubano pide al mundo que lo acepte como es, como algo normal,
mientras que la oposición y el exilio suponen que una transición
a la democracia y al mercado reintegrará a Cuba en la comunidad
internacional y hará de la isla un país más
parecido a sus vecinos. Esta idea, curiosamente, la de volver
a ser un país latinoamericano y caribeño -algo que
ya es constatable en la sociedad insular-, espanta a unos y a
otros.
Los
gobernantes cubanos prefieren que Cuba siga siendo lo que es -una
dictadura pobre de América Latina- antes de que se convierta
en otra democracia pobre del Caribe. Los líderes de la
oposición y el exilio, mayoritariamente, están convencidos
de que una transición a la democracia y al mercado sacará
a Cuba de la pobreza -lo que para algunos significa también
hacerlo de América Latina y el Caribe-. ¿Qué
desea la mayoría de los cubanos en la isla y en la diáspora?
¿Cualquier cosa antes que el actual estado de excepción?
No lo creo. La ciudadanía de la isla, a pesar de la falta
de libertades, también calcula costos y beneficios y elige
racionalmente entre diversos futuros. Sólo que todavía
no se decide. Cuando lo haga, sabremos.
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