Por
Julio M. Shiling
Asistieron un poco más de cuatro millones de personas.
Los anfitriones edificaron deslumbrantes estadios, dando cupo
a toda capacidad, a los enternecidos espectadores, provenientes
de todo el globo. La cúpula gobernante, elegidos democráticamente,
tampoco se perdió un evento. El mundo (al menos la mayor
parte) quedó seducido. Adicionalmente, quedaron convencidos
de que cualquier régimen capaz de ambientar un magno-evento
deportivo, como los Juegos Olímpicos, de manera tan glamorosa,
con exquisita organización y seguridad, no eran meritorios
de alegaciones, hechas por algunos, de que era peligroso y malo.
Aparte, ¿cuán inicuo podía ser un sistema
que tenía un promedio de crecimiento económico del
15% anual, constructor de las mejores carreteras del momento,
ser una potencia en la educación, los artes y el deporte,
aglutinando, justo en la mismas mencionadas Olimpiadas, la mayor
cantidad de medallas? Sin embargo, los XI Juegos Olímpicos
sirvieron cabalmente los nefastos intereses del nazismo, que causalmente,
tanto dolor inflijo al planeta. Ahora, 62 años después,
el comunismo chino en Pekín, o Beijing (como sus opresores
la han renombraron), acaban de trapacear la humanidad nuevamente.
Los Juegos Olímpicos (sus organizadores, patrocinadores
e intereses concernientes) insistiendo en que sus encuentros deportivos
transnacionales cada 4 años son “apolíticos”, han
demostrado una olímpica ambivalencia moral, con la politización
del deporte que han practicado. Lo peor aún, es el relativismo
ético que han aguijado. Por supuesto que más de
un coro sobrará para replicar con el desgastado eslogan
que “el deporte (o la música o arte) no tiene nada que
ver con la política”. El problema con esa argumentación
es que para poder ser convincente, presupone del receptor, una
amplía ignorancia de, la política (particularmente
sistemas dictatoriales), competencias deportivas internacionales
o ambas. Apela a equívocos sentimentalismos que buscan
desprender al pensante de un serio análisis. En el nombre
de la pasión por el deporte, busca embriagar al humano,
desuniéndolo de la ética virtuosa de sancionar lo
injusto y rechazar lo inaceptable. El esterilizar la capacidad
para recriminar lo abominable, no es su único requerimiento.
Obliga también la nubosidad de facultades de raciocinio,
concurrentes con lo ocurrido.
Si existe un evento cultural, abarrotado de política, son
las Olimpiadas. Es insultante que te quieran convencer de lo contrario.
Antropológicamente, el evento desde su concepción
con los antiguos griegos hace más de 700 años antes
de Cristo, no se puede desligar de la política. El rescatador
de los juegos modernos, Pierre Baron de Coubertin, precisamente
reaccionando a un evento político, la Guerra Franco-Prusiana,
concordó el Comité Olímpico Internacional
en 1894. El pedagogo e historiador francés, deseó
por medio del deporte, apaciguar diferencias que antes se resolvieron
en el campo de batalla. Sueño admirable y colmado de política.
Himnos y banderas son sólo algunos de los ejemplos que
en la superficie nos recuerda, de la politización inherente
de estos eventos. Visto exclusivamente así, nada tendría
eso de malo. Al contrario, hermoso es la efervescencia del saludable
nacionalismo que eventos como estos pudieran ser capaces de producir.
Unirían pueblos, regiones, hasta pudieran allanar asperezas
entre potencias rivales. Todo eso lo pudiera lograr competencias
deportivas internacionales. Todo eso pudiera haber sido lo que
Coubertin soñó. Pero el idílico empeño
de aquel comité resultó una quimera. Lo que descarriló
el proyecto intencionado: una hermandad de pueblos compitiendo
libremente con reglas unísonas del encuentro deportivo;
no fue la política en si, contemplada de modo aislada.
El maleante ha sido la tolerancia de una política divorciada
de un pudor moral que filtra y excluye actividades políticas
inadmisibles y la selectividad ideológica que ha determinado
su administración.
Las Olimpiadas reconocen, de facto, territorios políticos
físicos, no naciones. No hace distinción entre regímenes
socio-políticos. Tampoco lo hace con el ámbito circunstancial
que rodea los atletas participantes. Les otorga a los comités
de los respectivos países, la amplía e igualitaria
discreción para estructurar su formato deportivo. O sea,
un reconocimiento de “igualdad”, un level playing field (terreno
equitativo para jugar). Con eso argumentan, que no practican la
política. Sin embargo latente está, detrás
de este “entendimiento” de los organizadores de los Juegos Olímpicos,
primero, la doble moral ejercida y segundo (y peor aún),
la institucionalización de una fehaciente y patética
tradición de encubrir crímenes de lesa humanidad,
robustecer regímenes despóticos y promover la explotación
deportiva. En efecto, practicando una política cultural
que sirve sólo a las dictaduras más politizadas
del mundo y sus ambiciones.
Para evitar la repulsión del mundo democrático y
atraer favorable atención, estos magno-eventos deportivos
transnacionales, necesitan instituir una falsa equivalencia moral
y circunstancial. Pincelan una imagen del país anfitrión,
cuando son, como en el caso de las Olimpiadas del 2008 en China
comunista, garrafalmente distorsionado. Lo que se presenta es
incompleto y completamente inconsistente con la realidad. Ausencias
de libertades básicas, garantías civiles, jurisprudencia
autónoma, se aguarda con el mismo lamentable silencio,
con que se oculta la abundante represión, censura oficial,
el genocidio en territorios ocupados como el Tibet, los encarcelamientos
en masa, desalojos arbitrarias, todas actitudes que el régimen
chino comunista acciona incesantemente. Con 59 años de
despotismo comunista en funcionamiento, igual que con la incipiente
dictadura alemana de 1936, en China la inmoralidad de la barbarie
encubierta, queda embozado. La credibilidad que recibe cualquier
régimen, con ser anfitrión de un evento como las
Olimpiadas, es un efectivo mecanismo para hacer desaparecer atrocidades,
aún cuando están frescas. Le concede una inmerecida
respetabilidad en la comunidad de naciones. Le obsequia un rostro
“humano”. Hace invisibles sus víctimas. Y en el caso de
China roja, son muchas. Más de 60 millones según
fuentes respetables. Algunos incrédulos o apologistas de
la dictadura comunista de Pekín (muchos con enlaces comerciales
en el gigante asiático), han querido justificar el juicio
de los organizadores olímpicos con el guión de que
la China de Deng y Jintao, no es la misma que la de Mao.
Cuando en 1978, Deng Xiaoping instituyó en la República
Popular China una paulatina liberalización selectiva de
la centralizada economía china la llamó, “socialismo
con características chinas”. Para los que quieren leer
sus pronunciamientos y el razonamiento del astuto comunista (publicación
con el mismo título, cortesía del Partido Comunista
Chino), Deng no abandonaba los objetivos del marxismo-leninismo.
Sólo la metodología de cómo, de forma más
efectiva, asistir en la “lucha de clases” y llegar al nirvana
comunista. Lo cierto es que Deng no fue de todo original. El mismo
Lenin con su Nueva Política Económica, ya había
reconfigurado las doctrinas económicas del marxismo, 57
años antes, para enfrentar la ineficiencia bolchevique
(Stalin luego las rescindió parcialmente). En China comunista
los “cambios” que redactó Deng han consistido en ajustes
económicos, con la retención del estado político
marxista-leninista. O sea, una dictadura represiva uni-partidista
e ideológica, con economía mercantilista. ¡Y
por favor, no digan que lo hay en China es capitalismo! Bajo ningún
concepto lo es. Su práctica económica procede del
mercantilismo. La simple empleomanía del mercado y sus
instrumentos, el intercambio comercial, inversiones extranjeras,
y una tolerada propiedad privada selectiva y concesionada, no
equivale al capitalismo.
Los que contaron con que la modernización material en China
traería con ella la democracia, siguen esperando. Brilla
por su ausencia (y creo que no deberían de estar muy esperanzados
en que va a llegar). Que la China de hoy sea diferente a la de
Mao, es innegable. Como no es menos cierto, que los EE UU que
dejó Reagan es diferente a lo que fue bajo Carter o Nixon
(una mucho más próspera). Pero la analogía
se fisura en la seria cuestión de libertades civiles y
políticas. En la tierra de Lincoln, eso ha sido un incesante
constante, irrelevante de quienes gobiernan. Ese, en China, no
ha sido el caso. China está más materialmente abundante,
sí. Pero no es, ni mucho más libre ni democrática.
El fortalecimiento de la economía en la República
Popular China, ha servido para, no solamente proporcionar una
mayor cantidad de bienes de consumo para los chinos en las ciudades
principales (lo rural es otra cosa). La entidad que controla cada
minúsculo aspecto de la vida, el Partido Comunista Chino,
está hoy más fornido e institucionalizado que nunca.
Eso incluye el reino de Mao. Si la excusa moral del Comité
Internacional Olímpico para permitir que China comunista
hospedara los juegos del 2008, es la misma fracasada premisa de
que avances materiales en China son (o serán) conducente
a un proceso democratizador o si eso la ha convertido en un lugar
menos, éticamente inhóspito, han errado, de nuevo.
La dádiva de autorizar el alojamiento, dentro de territorio
no-libre, de un súper evento como las Olimpiadas, no ha
sido el único lapso inescrupuloso de sus organizadores.
Cuando el Comité Internacional Olímpico rehúsa
hacer diferenciación entre países cuyos estructuras
socio-políticos son absolutistas, fomenta la permanencia
dictatorial, legitimando el opresivo régimen. Demuestra,
adicionalmente, una tácita aprobación de la dictadura
o una abismal incongruencia con los principios básicos
de la competencia deportiva. El deporte requiere libertad, y dentro
de prudentes y establecidos límites, alternativas, para
que se puedan equiparar. Un atleta, proveniente de un país
donde se practica la democracia, representa exclusivamente a su
nación (incluyendo la de la diáspora). Como en una
democracia hay alternativas y las libertades para escoger entre
alternativas, en el nombre de la pluralidad, los equipos democráticos
visten el uniforme patrio, desvinculados completamente de consideraciones
partidistas o ideológicas de ningún tipo. Hay una
clara distinción entre culto a la “patria” y al régimen
operante. En las democracias, partidos y políticos, son
un fenómeno dinámico, donde las instituciones civiles
y estatales resguardan el ambiente para que individuos, en este
caso, los atletas y sus conciudadanos, puedan tener variantes
criterios políticos y actuar sobre ellas sin repercusiones.
Eso no es el unísono caso con los equipos que provienen
de países no-democráticos, particularmente, donde
imperan esquemas totalitarias. Los atletas que dictaduras socio-políticas
permiten participar en eventos deportivos (nacionales o internacionales),
van en representación, no de una nación per se,
sino de un movimiento político que desde el poder opera
un régimen dictatorial, y de acuerdo a su propia “legalidad”,
son convencionalmente la “nación”. O sea, en el caso del
país no-democrático y uni-partidista, “nación”
y “régimen” (o “revolución) son sinónimos.
Este fenómeno, repito, está anclado en las respectivas
“constituciones” de las dictaduras. No esconden su negatividad
de darles a sus ciudadanos (que incluye los atletas), ninguna
separación entre el sistema operante (movimiento/partido
ideológico exclusivo), la patria y ellos (las masas). Quiéranlo,
o no, son hechos partícipes.
Al no existir la normal separación entre gobierno y país,
los atletas que visten uniforme de un equipo que proviene del
orbe donde impera un régimen absolutista, son convertidos,
lamentable e injustamente, en representantes de una dictadura.
Este engendro queda validado por la consistencia y vigorosidad
con que cualquier régimen totalitario, le niega la opción
de participar en cualquier función deportiva (o cultural
en general) a un no-integrado. La sumisión ideológica
es un requerimiento. No es suficiente la capacidad deportiva.
Las dictaduras tienen su propia “moralidad”. Es una que obliga
del jugador una clara identificación con el sistema. Esa
son las reglas del juego en los regímenes absolutistas.
Uno de los artículos del Comité dice (entre otras
cosas) que las Olimpiadas se “opone” al abuso “político”
del deporte o los atletas. ¡Que incongruencia moral!
La hipocresía y desaprensiva actitud del Comité
Internacional Olímpico se extiende en la doble moralidad
que ha ejercido. Para citar sólo algunos ejemplos, los
equipos de Sur África fueron, en 1972 y 1976, excluidos
de participar por su política de apartheid racial. La antigua
Rodesia (hoy Zambia y Zimbabwe), por razones similares, también
fueron suprimidos en 1972. Muy bien. Sin embargo, los regímenes
comunistas practican, despiadadamente y sin cesar, el apartheid
clasista, político, religioso y racial (de facto). El Comité
Internacional Olímpico, sin embargo, ha permanecido silente
ante esta discriminatoria e inhumana práctica. La República
China (más conocida como Taiwán) fue proscrita de
los Juegos en 1976. Su renuencia a cambiar su nombre legal, bandera
e himno, le ganó esa distinción. Pudo volver en
1984. Pero sólo después que las exigencias del Comité
fueron adheridas. Se presentó la República China
como “Taipei China” y con una bandera “especial”. Y con rostro
serio, los responsables administrativos de las Olimpiadas nos
atestiguan, que ellos no hacen política.
Lo más lamentable de todo esto es, en lo que nos convierte
estos eventos. La magna-audiencia que captan ocasiones televisivas
como las Olimpiadas, en vez de servir el noble propósito
de hacernos ciudadanos del mundo más sensitivo al sufrimiento
ajeno, nos desensibiliza. Ahí en Pekín, a cuadras
de donde la espectacularidad del deporte se vislumbraba y los
aplausos saludaban a deportistas que tan arduamente se habían
esforzado, un estado policiaco gestiona su inhumano control sobre
la nación más populosa del mundo. Cerca de esos
estadios, donde tantas hermosas medallas se repartieron, el genocidio
contra el pueblo tibetano se continúe ordenando. Atletas
que visten uniformes representando a naciones enteras, no se diferenciaron
de los que son convertidos en vasallos de dictaduras políticas
y simbolizaban regímenes oprobiosos. ¿Cómo
se permite que estos deportistas con la desdicha de provenir de
territorios no-libre, sean perseguidos y vigilado por fuerzas
represivas políticas todo el tiempo? A veces, incluso,
habiendo más agentes de represión que deportistas.
Todo para evitar una expresión no autorizada o el escape,
hacia la libertad, de desesperados atletas. Esta realidad, sin
embargo, no se trasmite y se pretende ocultar. El Comité
ha determinado que eso sería mezclar el deporte con la
política. La elegante fachada no es singularmente coreografiada
por los administradores de los Juegos. Tampoco se llevó
a cabo sólo con la ayuda adicional de las dictaduras concernientes,
cuyas esquemas doctrinales ha parecido, tradicionalmente, excitar
a algunos influyentes miembros del Comité.
Ciertos comerciantes del mundo libre, demostrado una aguda ceguera
y sordera moral, no dejaron de persuadirnos, con sus anuncios
y fanfarria extravagante, de que en la casa del opresor asiático,
todo andaba bien. Productores como la Coca Cola, General Electric,
Kodak, McDonald´s, Omega, Johnson and Johnson, Visa y otros,
costearon el encuentro en China comunista, invirtiendo $866 millones.
Prestaron su nombre y prestigio (aparte del dinero) para patrocinar
un evento que se sabía que iba a generar (como lo ha hecho)
millares de arrestos, por esos inconformes de vivir en tiranía
y pensando, erróneamente, que la maldad del sistema declararía
una tregua, ya que habitaban en sus calles, innumerables extranjeros.
Penosamente, la eterna mancha de la complicidad, será el
precio justiciero que esos patrocinadores pagarán.
Al final, el circo de los comunistas chinos terminó. En
la Plaza de Tiananmen, el patético retrato de Mao, con
la fija mirada de una sádica Mona Lisa, continuará
dejándole saber al mundo, de que en China, la dictadura
del proletariado sigue en marcha. El Comité llevará,
nuevamente, sus competencias a otros lados y continuará
su lamentable servicio, dentro de su capacidad cultural, de abonar
a la preservación de sanguinarias dictaduras. Nosotros
como raza humana hemos quedado más incivilizados, gracias
a estos Juegos. Vamos perdiendo la virtud de sentir repugnancia
hacia ofendedores repugnantes. La indiferencia inunda la civilización
libre cada vez más y el tacto de la inquietud moral, parece
esfumarse con mayor frecuencia. Pudo haber sido distinto. Pero
hace tiempo los Juegos Olímpicos se descarrío. Tal
vez algún día las Olimpiadas recapacitará.
Ojala. Tendrían que ser intolerantes con la explotación
deportiva por parte de tiranías políticas e inflexibles
en el condicionamiento de que las reglas del juego, excluyen jugadas
sucias de gobernantes hacia los gobernados. Esto no es cosa de
juego. Deporte sin libertad, es mera manipulación atada
a los caprichos de un tirano y su sistema.
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