Por Tania Quintero
La
implantación del “período especial”
en Cuba, desde mi punto de vista, tiene dos lecturas. La primera:
fue una consecuencia directa del desmembramiento de la URSS, la
caída del Muro de Berlín y la desaparición
del campo socialista en el Este de Europa. Y la segunda: evidenció
el fracaso de todos los planes agrícolas y pecuarios puestos
en marcha por el “máximo líder”. De
esto mucho se podría hablar, mas no es ahora el objetivo.
En
1986 me ocurrieron algunas cosas como periodista oficial que de
cierta manera me hicieron presentir que algo tenso, difícil
y no exactamente “especial”, positivo, se avecinaba.
El
12 de mayo de 1986 Fidel Castro me citó a su despacho en
el Palacio de la Revolución, a propósito de una
carta que yo había enviado al entonces ministro del Interior
José Abrantes, denunciando el aumento del jineterismo y
la marginalidad en torno a turistas (se sobreentiende que eran
extranjeros: el turismo nacional es tan insignificante
que no se denomina como tal). ¿Por qué Fidel Castro
quiso hablar conmigo? Porque él estaba trabajando en un
plan de renovación y fortalecimiento de la policía
y mis vivencias le eran útiles. ¿Para qué
quería él remodelar la policía? Para poder
iniciar el despegue del turismo, visto como una tabla de salvación
ante la realidad de que ya no íbamos a seguir mamando la
teta de la vaca del Kremlin, o sea, dejaríamos de ser subvencionados
y tenidos como “hijos preferidos” de la “madre
patria soviética”. Una vaca que en vez de leche nos
daba petróleo,
mucho petróleo.
No
haré aquí el relato de aquella reunión, pues
forma parte del primer capítulo de un libro inédito,
pero sí resaltar que uno de los problemas a vencer por
la nueva policía, era contrarrestar el jineterismo, la
prostitución y la delincuencia que ya en ese año,
1986, comenzaba a girar alrededor del turismo. La reunión,
debo aclarar, se mantuvo en la mayor discreción y apenas
fue conocida por mis colegas y jefes.
Pese
a figurar en la lista de periodistas “confiables”,
es decir, gozar de la confianza del régimen, a partir de
ese encuentro, todo un “honor” en una época
en que Castro sólo recibía a periodistas-estrellas
del primer mundo (para él los periodistas cubanos éramos
plato de segunda mesa) los funcionarios del DOR (Departamento
de Orientación Revolucionaria, nombre del aparato ideológico
y propagandístico del gobierno cubano), que sí supieron
de esa cita, empezaron a verme de una manera distinta, como si
el hecho de haber sido citada y recibida por el “comandante”
me hubiera otorgado una categoría superior. Entonces comenzaron
a posibilitarme accesos hasta ese momento restringidos a un grupo
muy selecto de dirigentes y funcionarios del partido.
Un
funcionario del DOR una vez me llevó a una oficina y me
dejó sola, leyendo actas del Consejo de Ministros. En otra
ocasión, a ver un video destinado a la élite partidaria
-y de la cual no formaba parte, pues nunca fui militante del PCC
ni de la UJC. Ese video era una comparecencia de Fidel Castro
ante la “máxima dirección del país”.
Para ilustrar la situación en que Cuba se encontraba, en
tono dramático Castro dijo que era como si todos los días,
habituados a ver salir el sol desde una ventana, un día,
de pronto, nos asomábamos y descubríamos que el
sol no había salido ese día ni nunca saldria más.
El ejemplo puesto se podía traducir así: durante
muchos años los cubanos habíamos estado tranquilos,
confiados en que sin fallar una semana o un mes, a los puertos
cubanos arribarían barcos cargados de petróleo procedentes
de la URSS.
Fueron
tiempos de un clima angustioso, incierto. Los cubanos no se imaginaban
lo que se les venía encima. No sé si fuera de Cuba
la opinión pública tenía suficiente idea
de que lo que se avecinaba, pero la gente dentro de la isla pensábamos
-y en voz baja comentábamos- que si la revolución
hubiera hecho una verdadera
reforma agraria, los planes agropecuarios hubieran cuajado y los
campesinos hubieran podido trabajar a gusto y con eficiencia la
tierra, produciendo suficientes frutos, la llegada del “período
especial” no hubiera tenido las consecuencias que tuvo.
Cuesta
creerlo, pero fue verdad: durante los años de la Segunda
Guerra Mundial, Cuba exportaba papas, tomates y otras verduras
a grandes fábricas procesadoras de alimentos en los Estados
Unidos, de donde salían deshidratadas, envasadas y llevadas
a países europeos en conflicto. Ya desde finales de la
década de 1930, cuando la Guerra Civil Española,
en Cuba se llevaron a cabo jornadas solidarias y hacia España
salieron cajas de alimentos, ropa y medicamentos. Ese tipo de
acciones solidarias volverían a repetirse en los 40: ciudadanos
de a pie recolectaban latas de leche condensada, azúcar,
chocolate y otros alimentos no perecederos para enviar a los “hermanos
combatientes soviéticos”.
Quien
vivió antes de 1959 en Cuba sabe que en el país
nunca faltaron frutas, vegetales, legumbres ni tampoco leche,
queso, mantequilla, carnes, pescados, mariscos. Existía
una industria alimenticia con un desarrollo tecnológico
acorde a la época. Y el cubano se encontraba entre los
pueblos mejor alimentados del continente americano y probablemente
del europeo.
Lo
más terrible no era que hubiéramos llegado a 1990
con el anuncio de la instauración de un “período
especial en tiempos de paz” y de que algo todavía
peor, la Opción Cero (cero comida, cero nada) estaba
ahí, a la vuelta de la esquina. Lo más doloroso
era que ese proyecto denominado “revolución”
hubiera sido incapaz en cuatro décadas de contar con una
agricultura y una ganadería no ya igual, sino superior
a la que teníamos cuando Fidel Castro llegó al poder
en 1959.
El
tabú de la nutrición
Como
ya expliqué, estaba más o menos al tanto de lo que
se nos venía encima tras la llegada al poder de Mijail
Gorbachov, la perestroika y la glasnost, fenómenos muy
seguidos por mucha gente en la isla, pero vistos con antipatía
y temor por la jerarquía más conservadora dentro
del régimen cubano.
No
fue casual que en 1986-87, cuando pasé a formar parte del
equipo a cargo del programa Puntos de Vista, espacio televisivo
de opiniones callejeras trasmitido en horario estelar una vez
por semana, le planteara a mi jefe en la Redacción de Programas
Especiales de los Servicios Informativos de la Televisión
Cubana, la realización de una serie de seis programas centrados
en la nutrición.
Mi
jefe no estaba muy convencido de la temática, pero le gustó
la idea. Como asesor busqué a Jose Ramon López,
ingeniero electrónico, cincuentón, flaco y desencajado,
que llevaba más de veinte años estudiando todo lo
relacionado con el organismo humano, la nutrición y su
impacto en la salud. López había trabajado en el
INDER y fue allí donde creó el Club de Corredores
Andarín Carvajal, en honor a un célebre corredor
cubano del siglo XX. Además de correr a diario y de estar
siempre al tanto del próximo maratón para participar
con sus “andarines”, López trataba de que su
familia y sus amigos comieran lo más sano posible. Una
verdadera hazaña en una nación con cuotas miserables
de alimentos adquiridos a través de una libreta de racionamiento
vigente desde marzo de 1962, con una población cada vez
con peores hábitos alimentarios, por causa de un proceso
revolucionario incapaz de suministrar los alimentos necesarios
para una saludable nutrición.
¿Cómo
conozco a López? Por un amigo que había asistido
a Salud para Todos, congreso cada dos años celebrado entonces
en Cuba. Ese amigo había quedado gratamente impresionado
con la intervención hecha por el atípico ingeniero.
Conseguí el video con su intervención y dije: “Ésta
es la persona que necesito para asesorarme en mis programas”.
Después
de varias y largas conversaciones en su destartalado taller, a
dos cuadras de su domicilio, López y yo planificamos los
seis programas. Sólo pudimos hacer tres: Vivir para comer,
Comer para vivir y Algo más que comer.
Fue
arriesgado por parte de López y mía, cuestionar
públicamente temas tabúes jamás debatidos
por la prensa oficial, como el exceso de carbohidratos y azúcares
consumidos por los cubanos, quienes a su dieta diaria habían
incorporado una gran cantidad de pan con croquetas, pizzas, espaguetis,
dulces, refrescos y helados. Recuerdo que en uno de los programas
queríamos que una especialista del Instituto Nacional de
Alimentación, Higiene y Epidemiología dijera lo
dañino de la gran cantidad de mantequilla que le echaban
al helado Coppelia, para hacerlo más cremoso. Pero ella
se negó: ¿criticar una de las más preciadas
creaciones de “papá Fidel”?
Lo
narrado ocurrió casi cuatro años antes de la declaración
del “periodo especial en tiempos de paz”, cuando los
cubanos ni soñaban que estaba próximo el día
en que apenas nada tendríamos para comer. Fue cuando los
gatos comenzaron a desaparecer, se desayunaba con “sopa
de gallo” (agua con azúcar prieta) y el fongo o plátano
burro se convirtió en plato nacional.
Si
tabú era el tema de la alimentación, más
vedado era hablar de carnes. Pero López y yo, que no padecíamos
de “autocensuritis”, decidimos preguntar también
a la gente en la calle cuáles carnes consideraban más
saludables, si las rojas o blancas. Por supuesto, todos decían
que las rojas, sólo una mujer, en un supermercado situado
en San Lázaro y Marina, respondió las blancas: ella
había leído que un personaje famoso en los Estados
Unidos, diagnosticado de cáncer, había dejado de
comer carne vacuna y si alguna vez ingería carne, era de
pollo o pescado.
Otra
gran desinformación que nos encontramos en esos tres programas,
grabados en distintos barrios habaneros y en municipios agrícolas
en las afueras, es que la gente llamaba “fibra” a
las carnes, sobre todo a la de res. Si hubiéramos llegado
a hacer un cuarto programa, hubiéramos podido profundizar
sobre los alimentos integrales, que tímidamente habían
comenzado a venderse en la capital.
A pesar de intuir que padeceríamos aún más
carestías, para mí, López y 10 millones de
cubanos, el “período especial” fue un verdadero
batacazo en el mismo medio de la cabeza y en nuestro cuerpo todo
(por ahí tengo una foto, del año 95, donde tengo
cargada a mi nieta, entonces con un año, y las dos parecemos
acabadas de salir de un campo de refugiados en Darfour).
De los consejos a la realidad
A
López suelo llamarle “científico por cuenta
propia”. Fue uno de los que coadyuvó, en el muy temprano
1965, a introducir la computación en Cuba y desde entonces
domina la informática y trabaja con ordenadores, casi todos
modelos desfasados y “cacharreados” por él
mismo. Consciente de que no podía hacerle llegar su mensaje
a toda la población, López empezó a redactar
y reproducir consejos de cómo sortear el insorteable “periodo
especial”.
En
uno de esos consejos, López decía que si comíamos
arroz blanco, frijoles negros, ensalada de tomate y un platanito,
teníamos suficientes nutrientes para mantenernos en pie
y no afectar demasiado nuestro organismo. Recomendaba echarle
limón a las ensaladas, comer a menudo maní tostado
y aunque fuera de vez en cuando una guayaba, naranja, mandarina
o un mango y sugería pedirle a familiares y amigos en el
extranjero que nos enviaran multivitaminas. “Si nos tomamos
una tableta diaria de vitaminas y minerales capeamos el temporal”,
solía decir. También aconsejaba no “coger
lucha”: la cifra de cubanos muertos por “coger lucha”
está por averiguar, uno de ellos fue Desiderio García,
profesor en ginecología y obstetricia del hospital Hijas
de Galicia, quien empezó a criar un puerco en la bañadera
del cuarto de criados de su casa y convirtió en pollera
el patio hogareño. Tanta lucha cogió que una mañana
su corazón estalló y murió de un infarto
masivo.
López
conminaba a familiares y amigos a llevar una vida lo más
sosegada posible; dormir la siesta cuando fuera posible y evitar
pedalear a pleno sol en las pesadas bicicletas chinas (en el 90,
también con asesoría de López hice un Puntos
de Vista sobre las bicicletas y entre los entrevistados estuvo
el Embajador de Holanda en ese momento).
Esas
recomendaciones fueron de gran ayuda para mí y otras amigas
mías, tan enloquecidas como yo “inventando”
qué cocinar cada día. Los precios en el mercado
negro se dispararon a precios inimaginables y uno no tenía
reparos en comprar cualquier lata ya vencida de carne rusa o de
sardinas albanas. La comida se convirtió en una verdadera
obsesión nacional, al extremo que en una ocasión
le pregunté a un diplomático español, si
alguna vez en su vida, cuando se acostó o cuando se levantó,
lo hizo pensando en qué iba a comer ese día. Por
supuesto, nunca eso le ocupó ni la millonésima parte
de una neurona de su cerebro. Los únicos momentos en que
los cubanos lograban “quitar el plotg” (desconectar)
de la realidad, era cuando por las noches, si había luz,
se sentaban a ver telenovelas, brasileñas o cubanas, daba
lo mismo. O cuando así, con el estómago a media
capacidad, se tomaban una botella de ron de mala muerte.
Lo
más agobiante, estresante, desesperante, alucinante, -me
faltan los calificativos- fue conseguir comida; después,
con qué bañarse, lavar la ropa y limpiar la casa
y en último lugar, pero no menos importante, procurar que
no faltara el alcohol o luz brillante (kerosene) para cocinar.
En toda la isla comenzaron a cocinar como en tiempos prehistóricos
o como si se estuviera viviendo en un picnic perenne: haciendo
fogatas. Se cuenta que en el interior, ante la escasez de árboles
y maderas propicios, le echaron mano a muebles, puertas y ventanas
y después de desguasarlos con un hacha, los convertían
en leña para cocinar. Las amas de casa más afortunadas
éramos las que teniamos “gas de la calle” y
así y todo, sufrimos muchísimo, porque a veces era
tan poco el servicio de la empresa de gas manufacturado que te
pasabas hasta un día sin poder prender la candela. A veces
tenías gas, pero no fósforos.
Comer o no comer
He
ahí la cuestión. Shakespeare hubiera escrito mejores
dramas si hubiera nacido en la isla del doctor Castro. Cuando
de sobrevivir se trata, todo vale. Además de gatos y perros,
otros animales comenzaron a desaparecer, incluidos algunos de
los zoológicos. Raúl Rivero escribió excelentes
crónicas donde “el período especial”
estaba de fondo, una de las que ahora recuerdo se titula “Aura”
y aparece en uno de sus libros publicados en 2003.
Hubo
cubanos que les salió el cocinero que todos llevamos dentro
y prefirieron hacer aportes a la gastronomía criolla. Toda
una variedad de platos a partir del fongo o plátano burro
surgió: “picadillo” hecho con la cáscara;
“compota” para los niños y “confitura”
a base de un plátano muy consumido en las regiones orientales,
pero no entre los habaneros, acostumbrados a acompañar
sus comidas con plátanos maduros fritos, tostones o mariquitas
hechas de la variedad conocida como “vianda” o “macho”.
Los
“privilegiados” que poseian especies y sazonadores
en la alacena de su cocina, preparaban verdaderos menús.
Nació el “arroz saborizado”, a base de cuadritos
de caldo de pollo o carne, que quedaba súper si se le podía
añadir un sofrito con ajo, cebolla, ají y tomate,
los cuatro condimentos básicos de la cocina cubana. El
comino, orégano, laurel, pimentón, con sus olores
y sabores quedaron en la memoria de tías y abuelas. Era
todo un festín si ese “arroz sin nada”, como
también se le decía, se podía acompañar
con unas “croquetas de averigua”, confeccionadas con
harina de castilla a la cual se le daba un toque de ajo, cebolla
o cebollinos.
Mi
madre, de origen campesino, sustituyó los chicharrones
de puerco, por “chicharroncitos” obtenidos del pellejo
del pollo, tremendamente dañino por el alto contenido de
colesterol, pero a ella “toda esa bobería que ahora
hablan los médicos” le entraba por un oido y le salia
por el otro, “porque uno se va a morir cuando le toca y
no porque coma esto o lo otro”, decía. Descubrió
que con la grasa obtenida después de freír los pellejos
de pollo, podía echarle “mantequita” al arroz
y, sobre todo, freír huevos, porque eso de freírlos
en agua -otro de los “inventos de período especial”-
era tan antinatural como el café mezclado con chícharos.Intimidades
Mucho
antes de la llegada del “período especial”,
eran excepcionales los cubanos que podían tener papel sanitario
en el baño: la mayoría utilizaba papel de periódico
(la escasez de papel fue generalizada, menos para imprimir el
periódico Granma y toda la folletería política
editada por el partido) y algunos, como una vecina mía,
en el baño de su casa decidió poner los libros de
marxismo utilizados por sus hijos en la universidad, pues “pa’qué
los queremos, si ya el comunismo se cayó”.
Menos
risueña fue la realidad de las cubanas trabajadoras: salvo
excepciones, la inmensa mayoría, después de orinar,
se secaban con hojas de papel y modelos que una vez fueron utilizados
para hacer burocráticos informes y estaban tirados en cualquier
almacén, sucios, amarillentos y con rastros de haber servido
de guarida a ratones y cucarachas. No sé si habrán
datos al respecto, pero en esos años deben haber aumentado
considerablemente las infecciones urinarias y vaginales de las
mujeres cubanas.
Capítulo
aparte merece la desaparición del algodón y las
íntimas (almohadillas sanitarias). Como no se podía
impedir que las mujeres en edad reproductiva dejaran masivamente
de menstruar, la solución fue comenzar a utilizar trapos,
obtenidos de sábanas, toallas y cuanta ropa vieja o pasada
de moda se encontrara. Aquellas que aún conservaban pañales
de cuando sus hijos fueron bebitos tuvieron un tesoro y sufrieron
un poco menos. Esos trapos no se botaban: se enjuagaban bien y
se ponían a hervir, la mayor parte de las veces sin jabón
o, si acaso, con una astillillita de jabón.
Las
astillitas de jabón, otrora botadas o menospreciadas, alcanzaron
categoria VIP. En mi casa, y en casi todas las casas, se clasificaban:
en una lata se ponían a hervir las astillitas de jabón
de tocador y en otra las de jabón de lavar. El “periíodo
especial”, no se puede negar, desarrolló la inventiva
y mucha gente se “especializó” en la fabricación
casera de jabón. No se me olvida que una vez no teníamos
jabón para bañarnos y mi hija consiguió uno
en su trabajo, grande y azul. Llegó contenta con su trofeo:
lo podíamos picar en dos y tendríamos jabón
por lo menos para bañarnos durante dos semanas. Pero cuando
mi hijo lo vió se negó rotundamente a bañarse
y ni siquiera a lavarse las manos, porque se iba a enfermar de
la piel. El jabón era azul porque contenía añil.
Por
esa época tenía muchos amigos brasileños.
Al principio, por pena, no les pedía nada. Así una
vez una brasileña me mandó un juego de cuchillos
de acero inoxidable, de la marca Tramontina, ideales para cortar
todo tipo de carnes. A través de una tía, que solía
“resolver” productos alimenticios con una búlgara,
me cambió el juego de cuchillos de calidad por dos bandejas
de picadillo (carne de res de segunda molida) cuyo costo no sobrepasaba
los ocho dólares. Pero después se fue corriendo
la bola y empecé a recibir jabones, champú, desodorante
y hasta agua de colonia.
Cristina
Agostinho, una escritora de Minas Gerais, con un amigo me mandó
un maletín lleno de jabones Palmolive. El hombre me dijo
que pasara por el Hotel Riviera a recoger un “encargo”
enviado por Cristina. Cuando bajó de la habitación
con aquel maletín de cuero le pregunté su contenido.
Me dijo: “Sabonetes”. El maletín pesaba tanto
que no lo podía cargar y tuve que llevarlo arrastrando
hasta la parada de la ruta 37, en Línea y A, afuera del
teatro Mella. A un señor que me ayudó a subirlo
a la guagua le regalé dos jabones. Cuando llegué
a la casa y lo abrí habían 70 “sabonetes”
Palmolive de 150 gramos cada uno. Distribuí una cantidad
entre familiares, amigos y vecinos y los restantes nos alcanzó
para bañarnos durante tres meses. ¿Quién
dijo que la felicidad no existe?
Si
en una agonía se convirtió alimentarse, vestirse,
calzarse, bañarse, limpiar la casa y contener la sangre
menstrual, en un verdadero calvario devino el transporte urbano
e interprovincial. Surgieron en La Habana los “camellos”,
culpables en buena medida de la destrucción de las avenidas
por donde pasaban con su pesada carga (casi 200 personas en cada
uno), los bicitaxis y las bicicletas cambiaron el panorama y también
llevaron dolor a muchos hogares, por la cantidad de muertos causados.
En el interior de la isla renacieron los carretones y coches tirados
por caballos y los viajes de una provincia a otra se hacían
en cualquier vehículo rodante, fuese la parte de atrás
de un camión o de una rastra. Los vuelos nacionales de
Cubana de Aviación se redujeron a la mitad o menos, los
trenes, lentos y viejos, fueron incapaces de satisfacer la demanda,
sobre todo en meses de vacaciones y fin de año.
Los
añejos carros americanos -más conocidos por almendrones-
exteriormente delataban el fabricante (Ford, Chrysler, Oldsmobile,
Chevrolet, Buick) y la década (1940-50), pero para que
de verdad funcionaran había que ponerles motores “nuevos”,
la mayor parte de las veces procedentes de autos rusos (Lada,
Volga, Moskovich). Los mecánicos comenzaron a ser cotizadísimos:
eran capaces de armar verdaderos frankensteines automovilísticos.
Dicen que el “deporte nacional” en Cuba no es la pelota
(béisbol) sino pegar tarros (poner los cuernos) a novios
o maridos. Pero el “periodo especial” dejó
tan deshuavinados a los cubanos, que sin ganas de templar (follar)
se quedaron.
Con
los apagones a cuestas
El
gobierno cubano en salud y educación dice tener sus dos
grandes logros. Miente: la libreta de racionamiento y los apagones
son también otros dos grandísimos logros.
Si
excluimos aldeas tribales africanas, indígenas o asiáticas,
donde aún no ha llegado la electricidad, Cuba tiene dos
récords que deberían figurar en el Libro Guinness:
la población que más años ha vivido con cartilla
de racionamiento y la que acumula más horas de oscuridad,
de falta de agua y de combustible para cocinar.
Los
“apagones programados” -ésos que te avisaban
por la prensa que tal día a tal hora en la zona número
tal habría cortes de fluído eléctrico en
el horario tal- tienen la ventaja de que como “guerra avisada
no mata soldados”, puedes prepararte, pero, sobre todo,
resignarte a que ese día todo irá al revés.
Pero los que desequilibran a masantín el torero son los
“apagones no programados”, casi siempre
producidos por una rotura en una termoeléctrica o porque
el transformador del poste de la esquina empezó a chisporretear
por un corte circuíto. Dado el deterioro de los equipos,
esas averías eran bastante frecuentes y podían ocurrir
cualquier día de la semana, a cualquier hora y crearte
un estrés extra no programado.
A
unos y otros apagones trataba de cogerlos con calma, pero no podía.
Es algo superior al aguante del cubano más ecuánime,
sobre todo, de las mujeres, quienes siempre estábamos al
borde del ataque de nervios.
Los
apagones diurnos no eran más llevaderos: impiden a las
amas de casa hacer sus quehaceres, los refrigeradores empiezan
a descongelarse, el agua a ponerse “bomba” (caliente)
y los ventiladores sin echar el necesario aire en cualquier época
del año. Si no tenías pencas ni abanicos, a echarse
fresco con un pedazo de cartón. Tampoco podías poner
el motor del agua, hacer un batido, cocinar el arroz en la olla
arrocera y como el “apagoncito” puede afectar el suministro
de gas, no tienes candela para preparar la comida o calentar agua
para bañarte (la inmensa mayoría de los cubanos
se bañan con cubos de agua).
Los
“criminales” de verdad eran los apagones nocturnos,
sobre todo si en casa tienes un niño (mientras más
pequeño, peor) o un enfermo (mientras más viejo,
peor). Lo único que me gustaba era el silencio reinante.
Entonces yo, superdesafinada, en medio de aquel silencio empezaba
a improvisar y “cantar”, bien alto, para que todo
el vecindario me oyera (antes de 1995 sabían que era periodista
oficial, o sea “revolucionaria”, despues del 95 sabían
que me había convertido en periodista independiente, es
decir “contrarrevolucionaria”): “El apagón,
gon, gon, me gusta un cojón, jon, jon”. O si no:
“Ay que rico, cómo me gusta estar así, bien
oscurita, irme a dormir pa’mi camita, con ese calorcito
y los mosquitos pican que te pican”. Si tenía encendido
el bombillito de la creatividad, me quedaban mejor los cánticos,
si no, una auténtica pesadez.
En
mi casa me decían “cállate ya, no jodas más,
que todavía va a venir alguien del comité y se forma
un lío por gusto”. Otras veces me sentaba en la terraza
con mi Sony de 13 bandas y ponía bien alto la emisora extranjera
que en ese momento pudiera sintonizar, fuera la BBC, Radio Exterior
de España, VOA o Radio Marti.
En
Suiza no puedo olvidar los apagones. No porque esté al
tanto de que siguen existiendo y continúen haciéndole
la vida un yogurt a los cubanos, sino por la enorme cantidad de
velas, linternas, baterías, lámparas
portátiles y unas cajas inmensas de fósforos de
madera que parece fueron diseñados para guiarlo a uno en
la oscuridad: duran más de un minuto encendidos. Es del
carajo: unos con mucho de todo y otros sin nada de nada.
Entre
mechones y remedios
Si
comer era la cuestión, conseguir velas y fósforos
también era vital. A mi madre le gustaba iluminarse con
“mechones”. Ella misma los preparaba: en un pomo de
cristal de boca ancha, de ésos donde alguna vez envasaron
mermelada de guayaba o mango, cogía un tubo vacío
de pasta Perla (de aluminio, sin ninguna marca ni diseño),
lo picaba por debajo y le daba unos cortes de modo que se pudiera
parar, le introducía una mecha o algodón y lo colocaba
en el centro del pomo. Con cuidado echaba por el borde un poco
de luz brillante (kerosene), no mucho. Y como todo estaba oscuro
no te dabas cuenta del hollín que iba soltando ni que alrededor
todo se iba tiñendo de negro.
Lo
peor no era la cochinada que se formaba, ni el olor del kerosene,
sino lo dañino que era -y es- para las vías respiratorias.
Mi hijo Iván, asmático desde niño, cuando
mi mamá encendía un mechón se iba para la
calle: el humo y el olor le desataban crisis asmáticas.
Aprovecho para decir que a partir del período especial,
el número de asmáticos y de enfermedades respiratorias
se incrementó alarmantemente.
No
sólo a Iván el kerosene afectaba, a mí también:
desde niña padecí de bronquitis asmática
crónica. A menudo mis padres me llevaban al Hospital Infantil,
en 27 y G, Vedado, mi pediatra era un hombre negro ya mayor, el
Dr. Labordette. Tendría seis o siete años cuando
me dio una tosferina de larga duración: varios meses con
aquella tos perruna.
Como
casi todas las mujeres de origen campesino, mi madre creía
más en los remedios naturales que en los químicos.
Mi tos se sentía a una cuadra, parecía un bóxer
ladrando. Todas las noches mi mamá me empavesaba pecho,
espalda y cuello con “vickvaporub”, en el pecho me
ponía un paño previamente calentado en una sartén
de hierro y ya en la cama, tenía que hacer inhalaciones
de agua hirviendo con hojas de eucalipto dentro. Por las mañanas,
en ayunas, me daba un par de cucharadas del “caldito”
que soltaba la remolacha después de toda la noche en un
platico con azúcar en el balcón, con su buena dosis
de contaminación ambiental: el churre que me tomaba con
el “caldito” a ella nunca le preocupó, a fin
de cuentas, ella decía que lo mejor que había para
curar las heridas era restregarse con jabón prieto, usado
para lavar la ropa. Teoría que mantenía en una época
en que había toda clase de desodorantes, fabricados en
la ya entonces desarrollada industria cubana de jabonería
y perfumería, como Crusellas y Sabatés, o importados
de Estados Unidos y Francia -igualmente decía que “el
mejor desodorante era el bicarbonato”, algo que yo no soportaba,
aparte de que su uso continuado quemaba las axilas.
Para
levantar las “defensas” y no coger anemia, todos los
días tenía que tomarme un jarro de jugo de naranja
con zanahoria; comerme una manzana (cerca de la casa vendían
manzanas, peras, uvas y melocotones de California); tomarme un
plato de caldo de vegetales (espinaca, zanahoria, remolacha,
apio, berro, ajo porro, aji, cebolla, tomate) y un par de cucharadas
de “bistí”, como ella llamaba al líquido
que iba soltando un bistec que mi madre ponía sobre una
parrilla encima del carbón y recogía en una cacharrita.
Todo
eso fue en la década de 1940-50, antes de la revolución.
Estoy hablando de una familia pobre, que vivía con un peso
al día y miren cómo a mí me alimentaban.
Cocinábamos con carbón y no teníamos refrigerador
ni televisor. En el hospital nos daban las medicinas gratis y
jamás mi padre pagó un centavo por ninguno de los
tratamientos que a mí me mandaban (y creo que si hubiera
tenido que pagar no me los hubiera dado). Ese hospital era público
y fue el más importante pediátrico de La Habana
y del país. Allá quien se crea que Fidel Castro
fue el salvador de la patria: fue el gran demoledor.
Apagón
rima con ciclón
Los
más agonicos de todos los apagones eran los que se producían
antes y después de un ciclón: fácilmente
podías estar cuatro o cinco días sin luz. Uno de
los últimos huracanes que pasé en La Habana fue
anunciado con fuerza 5. Logré preparar un poco de almuerzo
en casa de una vecina y después de comer, mis hijos y mi
nieta hicieron lo único que se podía hacer en esos
casos: acostarse a dormir. Y que fuera lo que dios quisiera.
Ya
en amplias zonas del municipio Diez de Octubre no había
fluído eléctrico y los pocos vecinos que tenían
radio de pilas (baterías) oían los últimos
partes del Instituto de Metereología y a voz en cuello
se
lo trasmitían a los otros. “Oye, fulano, están
diciendo que hay que quitar las antenas y limpiar bien las azoteas”.
Al poco rato: “Caballeros, tienen que asegurar puertas y
ventanas de cristal, porque dicen que el socio (el huracán)
va a acabar con la quinta y con los mangos”.
Iván,
quien heredó la misma sangre de horchata (carácter
flemático) de mi padre y familia paterna, me decía:
“No cojas lucha, acuéstate a dormir, deja que el
ciclón acabe de llegar y desbarate lo que va a desbaratar”.
Ellos roncando y yo sentada en el sillón de la sala, con
mi radiecito Sony, oyendo las últimas noticias, mirando
fijamente la ventana de cristales de la sala, para no perderme
cuando la fuerza de los vientos la hiciera añicos. A las
cinco de la tarde todo estaba oscuro como boca de lobo y yo allí,
esperando lo peor.
Esa
vez, de nuevo, el huracán se alió con Fidel Castro
y no descargó su furia sobre La Habana. La capital volvió
a salir ilesa de un huracán fuerza 5. Eso debe haber sido
después de abril de 2001 o en el 2002, porque ya mi madre
había fallecido. Estuvimos cuatro días sin luz.
Inenarrable.
No
todos en Cuba ni en La Habana sufren por igual los apagones. Los
que viven en “zonas priorizadas” (cerca de una unidad
militar, embajada, hospital u hotel, entre otras instalaciones
consideradas importantes) apenas se ven afectados por los cortes
de electricidad. Dentro de nuestro propio barrio había
cuadras en las que nunca se iba la luz y a veces ocurrió
que acababa de conectar para hacer arroz en la olla arrocera y,
pum, el jodío apagón.
Cuando
eso ocurría, la primera esposa de Iván, cogía
la olla y se iba a casa de unas amistades de ella que vivían
pegado al Paradero de la Víbora donde no
se iba nunca la luz, porque su zona era “priorizada”.
Después, cuando ellos se separaron, no me quedaba más
remedio que sacar el caldero de hierro y terminar de cocinarlo
allí. A veces ocurría un milagro y de pronto volvía
la luz, pero ya yo, a punto de estallar, lo dejaba en el caldero,
quedara como quedara. Mi madre fue especialista en cocinar arroz:
siempre le quedaba blanquito y desgranadito y por ello a mis hijos
nunca nadie les pudo hacer comer arroz ensopado, tipo risotto.
Si me quedaba un pegoste, no lo tiraba a la basura, se lo llevaba
a algún vecino. Porque si algo en medio de aquella caótica
y agobiante vida a mí me consolaba era saber que había
muchísima más gente peor que nosotros.
Guajiros, dólares y merolicos
La
reapertura de los mercados agropecuarios en 1994, abruptamente
aniquilados en 1990-91, mejoró considerablemente la situación,
sobre todo porque resurgieron al año siguiente de la despenalización
del dólar. Esos dos hechos, la despenalización del
dólar en julio de 1993 y la reapertura de los mercados
campesinos en el 94, contribuyeron en un alto porcentaje a aliviar
la pésima calidad de vida y a mejorar la mala alimentación,
que tan nefastas consecuencias trajo para la salud de miles de
cubanos y particularmente para mujeres jóvenes en edad
reproductiva: cuando salieron embarazadas y dieron a luz tuvieron
bebés de bajo peso, producto de las carencias nutricionales
de sus madres.
Pero
también estas dos nuevas realidades contribuyeron a ahondar
aún más los contrastes entre los niveles de vida
de unos cubanos y otros. A grosso modo esa brecha se simplificó
llamando a unos “los sindólares”, los que no
tenían FE (familia en el exterior), la gran mayoría
de la población, y “los condólares”,
los que tenían FE o dentro del gobierno trabajaban en turismo
o corporaciones donde una parte del salario era devengada en divisas.
Nuevamente
para paliar un problema se creaba otro, como en 1986, cuando Fidel
Castro decidió renovar la policía y potenciar el
desarrollo turístico: comenzaron a venir turistas, con
ellos las ansiadas divisas, pero todo un submundo de marginalidad,
antítesis del sueño del hombre nuevo preconizado
por el Che, que en menos de una década nos invadió
de un extremo a otro de la isla. Las jineteras, proxenetas, bisneros
y pingueros, entre otros, podían haber nacido en La Habana,
pero también en Cienfuegos, Camagüey, Holguín,
Pinar del Río o Guantánamo.
Los
“sindólares”, lógicamente, trataron
de buscarse los “fulas” a como diera lugar, pues en
los mercados campesinos se conseguía arroz, frijoles, carne
de cerdo o carnero, viandas y frutas, pero no jabón, detergente,
desodorante, ropa y zapatos. Hasta que no se abrieron las Cadecas
(Cajas de Cambio), el suministro de billetes verdes provenía
de los “condólares”.
Fue
una etapa de un gran meroliqueo, de una gran especulación
y un gran mercado negro. El cambio al inicio era de 150 pesos
por un dólar, después bajó a 100 pesos por
un dólar. Hacia fines de 1993 habia bajado a “cien
por uno” y con 14 dólares que teníamos guardados
para ir preparando la canastilla -mi primera nieta
tenía previsto nacer en julio/94, finalmente se adelantó
y nació un mes antes, el 3 de junio- compramos catorce
metros de “tela antiséptica”, como llaman en
Cuba a una tela blanca, de algodón, tradicionalmente utilizada
para confeccionar pañales y sabanitas. Los culeros suelen
ser “de gasa”, un tejido más suave, que se
lava y seca más rápido (eran excepcionales las recién
paridas que podían comprar culeros desechables o pampers).
Pese
al trapicheo y el frenesí por conseguir “fulas”,
indiscutiblemente la apertura de los mercados agropecuarios ayudaron
a la población a enriquecer su dieta diaria.
Cuotas y estómagos
Hasta
mi salida de Cuba, en noviembre de 2003, por la libreta de racionamiento
mensualmente se podía adquirir, per cápita: 6 libras
de arroz blanco; 3 libras de azúcar blanca y 3 libras de
azúcar prieta; 20 onzas de frijoles (negros, blancos, colorados
o chícharos); un paquete de sal yodada (lo vendían
un mes sí y otro no); un paquetico de 4 onzas de café
mezclado con chícharos, una vez cada quince días
y media libra de aceite per cápita, no todos los meses.
La
distribución de leche y yogurt se circunscribía
a niños hasta los 7 años, embarazadas y enfermos
crónicos. Los ancianos tenían “derecho”
a una ración de un cereal incomible denominado Cerelac
y que muchos preferían dejarlo en la bodega. Huevos daban
8 per cápita al mes. El pollo, carne de res, pescado y
embutidos no tenían fecha fija para ser vendidos y la cuota
asignada a una persona se comía de una vez, en almuerzo
o comida.
Una
acotación: en la capital suelen dar más cantidad
de productos y con más frecuencia, en el interior del país,
menos. Los domingos el periódico Tribuna de La Habana publicaba
la relación de alimentos que el Ministerio de Comercio
Interior tenía previsto distribuir para la semana siguiente,
pero en la edición digital no se reproducía, para
no darle “trigo” al “enemigo”.
Las
cuotas asignadas por el Ministerio de Comercio Interior no satisfacían
a todos por igual, lógicamente. No todos tenían
el mismo apetito y estaba en dependencia del número de
personas en la libreta y de la composición del núcleo
familiar: en los hogares con más niños pequeños,
por ejemplo, los adultos podían disponer de más
café, pero lo más seguro es que el azúcar
no alcanzara. Pero, en general, una persona de estómago
normal y apetito limitado, con esas cuotas podía comer
una semana, o a mucho tirar, diez días.
La otra libreta
Cuando
el gobierno implanta el racionamiento, el 26 de marzo de 1962,
crea dos libretas: la de productos alimenticios y la de productos
industriales. La primera enseguida fue identificada como “la
libreta de la comida”, y la segunda “la de la ropa”.
La
libreta “de la ropa” permitía adquirir todo
lo que no fuera alimentos, desde ropa y calzado, hasta hilos,
bombillos y juguetes. No recuerdo ahora, pero a una mujer, por
ejemplo, le tocaban dos o tres “vueltas” de blumers
al año (cada “vuelta” podía ser de un
blumer o de dos, según) e igual número de “vueltas”
de ajustadores. Con los zapatos eran menos espléndidos
y a veces te ponían en la disyuntiva: si comprabas un par
apropiado para salir, podías quedarte sin un par para ir
a trabajar. A los niños solían darles un par “adicional”,
para uso escolar y solo tenías dos opciones: de cordones,
de corte bajo, o las llamadas botas rusas o cañeras, similares
a las que usaban los militares y los cortadores de caña.
Por ser más duraderas, las madres las preferían
para sus hijos cuando ya tenían el pie más grande.
Los niños -y también los adultos- que requerían
zapatos ortopédicos perdían el derecho a comprarse
un par de zapatos normales.
Los
uniformes escolares se vendían -y todavía se venden-
bajo un estricto control y, además, no le puedes comprar
uno todos los años. Cuando nos fuimos, en noviembre de
2003, mi nieta estaba en 4to. grado y la madre le había
acabado de comprar un uniforme para comenzar el curso, en septiembre,
y ya no tenía más derecho. O sea que tenía
que hacer 4to, 5to. y 6to. grados con ese solo uniforme, una niña
como que con los 13 años que tiene ahora mide 1,73. Entonces
en torno a los uniformes escolares hay un gran negocio, los que
trabajan en los talleres se los roban y los revenden, de modo
que un uniforme que el Estado te vende en 5 pesos, por 5 dólares
(125 pesos) lo consigues “por fuera”.
Durante
unos años por la libreta de productos industriales se distribuyeron
juguetes, a razón de tres por niño, de 0 a 12 años:
uno básico (de mayor tamaño, calidad y precio) y
dos adicionales (jugueticos pequeños y baratos). Pero con
la llegada del “período especial” esto se esfumó
y ahora sólo se pueden comprar juguetes por dólares.
Los
cakes para cumpleaños se daban por la libreta de productos
alimenticios, a razón de uno hasta los 10 años.
Eran malísimos y costaban 10 pesos. El cumpleañero
tenia “derecho” también a un pomo de esencia
de refresco (para ligar con agua y azúcar); un paquete
de “pastillitas” (caramelos) y 25 panes, que las familias
pican a la mitad o en cuatro partes, untan un poquito de “pastica”
y lo reparten como “bocaditos”. Los que tienen un
poco más de recursos, hacen croqueticas de “averigua”
y una ensalada de coditos con mayonesa hecha en casa, con cebollinos
y “perritos” (salchichas) picoteaditos.
Por
debajo del tapete
En
el mercado negro o subterráneo se podía comprar
de todo: desde el último bestseller mundial o la última
película producida en Hollywood hasta ropa, calzado y perfumes
de marca, muebles, piezas para autos, computadoras, teléfonos
celulares, botellas de aceite, piernas de jamón o puerco,
sacos de papas, carne de res, CDs “quemados” (que
es como se llama en Cuba a los discos pirateados o top mantas),
instrumentos musicales, una bóveda en el cementerio, bicicletas,
motos, autos, lanchas, tabacos Cohiba legítimos o falsificados,
cuadros verdaderos o falsos, revistas del corazón, ediciones
no tan recientes de El País o El Nuevo Herald, Viagra,
toda clase de medicamentos y bebidas alcohólicas, tintes
para el pelo, gafas, aceite de oliva, cajas de bombones, café
y cigarros de importación. Absolutamente de todo. Siempre
y cuando se tuvieran suficientes dólares o pesos para pagar
lo que pidieran.
Nosotras
Somos
las más afectadas en todos los conflictos, trátese
de guerras, catástrofes naturales o crisis económicas.
Y junto con nosotras los niños, ancianos y enfermos.
Es
una contradicción, pero las grandes víctimas de
la revolución de Fidel Castro han sido las mujeres. Y,
contradictoriamente, Fidel Castro ha logrado mantenerse tantos
años en el poder gracias a las mujeres. ¿Por qué?
Precisamente
por ser las más sufridas, debieron haber sido las que más
pronto hubieran salido a las calles a protestar, sonando cazuelas
o no. Por ello lo que están haciendo las Damas de Blanco
tiene tanto valor. Ellas, es cierto, protestan por la libertad
de sus esposos y familiares, pero en su protesta va implícita
su oposición al régimen.
Mas
como desde el primer momento Fidel Castro todo lo calculó
(prohibió las huelgas, eliminó el Habeas Corpus
en la jurisprudencia cubana, cerró todos los periódicos
y revistas y de un tajo acabó con la libertad de expresión
y reunión), también previó mantener bajo
control a las mujeres y en 1960 creó la Federación
de Mujeres Cubanas.
En
una serie sobre la mujer negra cubana, publicada en la web de
la Sociedad Interamericana de Prensa en septiembre de 2003, escribi:
“La propia Federación de Mujeres Cubanas (FMC) es
una organización estatal anquilosada. Aunque sus funcionarias
participan en eventos internacionales y sus declaraciones se avienen
con los últimos enfoques de género, en la ‘concreta’
los discursos no ‘cuadran’ con el día a día
de las cubanas. Un diario vivir bastante precario y alejado de
las tendencias modernas acerca de la mujer. La compleja gama de
problemas que su condición representa en Cuba es materia
pendiente.
Desde su fundación, el 23 de agosto de 1960, la FMC ha
estado presidida por Vilma Espín, blanca ingeniera de profesión
y con un currículum guerrillero. Madre de cuatro hijos
y esposa del número dos de la revolución, Raúl
Castro, la señora Espín, con el mayor de los respetos,
es arquetipo de inmovilismo. Al parecer, nada dentro del movimiento
femenino cubano -con una historia muy anterior al triunfo de los
barbudos- se modificará hasta que cese su mandato. O hasta
que el actual estado de cosas cambie”.
En
ese mismo trabajo digo: “Desde hace más de cuatro
décadas una serie de problemas fueron clasificados como
tabú en Cuba: el racionamiento alimentario decretado en
1962; el alto índice de abortos, divorcios y suicidios;
la vida familiar de los dirigentes y el tópico negro, entre
otros. Han estado engavetado o mantenido en secreto, hasta que
su volumen fue alarmante, la prostitución, el alocholismo,
la drogadicción y la malnutrición, que ha incidido
directamente en el bajo crecimiento de niños y adolescentes
así como el retraso mental y anomalías congénitas
relacionadas con causas que van desde incorrectos hábitos
nutricionales hasta pésimas condiciones ambientales”.
Entre la solidaridad y la penuria
El
aporte de las abuelas ha sido igual o mayor que el de las madres,
porque en Cuba las abuelas se asemejan bastante a las jefas de
tribus matriarcales. Y como aquéllas, en éstas descansan
todavía demasiados problemas: cuidar a los nietos, alimentar
a la familia y hasta salir a la calle a vender maní o periódicos,
para tratar de llevar unos quilos a la depauperada economía
familiar.
El
apoyo no sólo se vio entre abuelas, madres, hijas y nietas
sino en general entre todas las mujeres, en particular en las
más abiertas y comprensivas, y menos en las más
egoístas y cerradas.
Como
toda crisis económica y moral, el “período
especial” no fue una excepción y obligó a
mostrar a las cubanas, tradicionalmente generosas y hospitalarias,
una cara ingrata: tener que disimular o esconder alimentos o el
café -en Cuba, toda la vida, a las visitas se les ofrece
café y durante el “período especial”
no se podía ofrecer, so pena de quedarse uno sin el buchito
para tomar al otro día. Otras veces llegaba una visita
y si uno estaba preparando el almuerzo (los cubanos suelen almorzar
entre las 12 y la 1 del día) o la comida (lo que los españoles
llaman cena, en Cuba se acostumbra comer entre las 6 de la tarde
y las 8 de la noche) había que esperar a que se fuera,
porque tenía lo justo y no alcanzaba para invitarlo.
Recuerdo
que una vez me fuí con una vasija a hacer cola para comprar
arroz con sardinas, en uno de esos comedores que cocinaban para
llevar a casa y sólo daban dos raciones por persona. Cuando
llegué, le serví a Iván y me disponía
a comer mi ración (que para nada me apetecía, pero
no había otra cosa) cuando llegó el hijo de una
amiga nuestra, quien siempre que iba a su casa no me dejaba ir
sin invitarme a comer algo, y le dije: “Llegaste a tiempo,
no sé si te gusta el arroz con sardinas, pero es lo único
que tenemos”. Él, que como casi todos en aquellos
días, estaba muerto de hambre, se lo comió como
si se tratara de una paella valenciana.
Códigos morales
Los
hombres que siempre fueron colaboradores con su mujer y participativos
en las tareas domésticas, hicieron suyo el “perodo
especial´” y arrimaron aún más el hombro.
Pero... ese tipo de hombres escasea y constituye menos de la mitad
de los cubanos que son cabezas de familia. Así que una
buena parte de los hogares siguieron como hasta entonces: con
las mujeres dando espalda y pecho, hígado y riñón,
corazón y ovarios.
Las
estadísticas, si existen, las desconzco. Pero puede que
en algunos casos los hombres adoptaran una actitud aún
más machista y egoísta y se dedicaran a beber, jugar
dominó, ir a la pelota y hasta irse a vivir con una mujer
con mejores condiciones de vida que en su seno familiar. Hay de
todo en la villa del señor.
Independientemente
del país y el contexto donde éstas se produzcan,
las crisis y conflictos dañan los codigos morales, máxime
en un país que pese a su intención de crear un hombre
nuevo, lo que creó fue un ciudadano con menos valores ético-morales
de los existentes antes de 1959. En los casos de familias y personas
con códigos éticos arraigados, el “período
especial” no les hizo mucha mella.
¿Llegó lo que faltaba?
Si
tenemos en cuenta que hacia finales de los 80 en el panorama nacional,
especialmente en la capital, habían hecho su aparición
personajes hasta ese momento desconocidos, como los jineteros,
es de suponer que la llegada del “período especial”
se convertiría en caldo de cultivo propicio para su propagación.
El
jineterismo es un concepto más amplio que la prostitución
y el proxenetismo e incluye a los dos sexos. En Cuba, como en
cualquier parte del mundo, las mujeres que venden su cuerpo son
putas. pero no todas las jineteras son prostitutas, aunque lo
parezcan. A diferencia de planteamientos hechos por algunos cubanólogos,
no considero que el jineterismo sea “una forma de trabajo
por cuenta propia” y menos verse como “una postura
de oposición”. El jineterismo es un fenómeno
social y sus orígenes están en los errores de la
revolución: junto con su maleta de promesas, sueños
y esperanzas trajo un maletín repleto de contrastes, desigualdades
y discriminaciones.
El
primer jinetero -que supongo debe haber vivido en una cuartería
o vivienda apuntalada de Centro Habana, debe haber sido un joven
negro o mulato de entre 20 y 30 años y tener un título
universitario metido en una gaveta- no salió a la calle
para “trabajar por su cuenta”. Salió porque
no tuvo más remedio que salir a “luchar”, un
concepto que significa “jugarse el pellejo”, “olfatear
la cárcel” y también “arriesgar la vida”.
Lo
que ocurre es que como los primeros jineteros tuvieron relativo
éxito, otros comenzaron a perder el miedo y comenzaron
a salir a la calle a “luchar”, “resolver”,
“inventar”. Primero, repito, eran hombres, después
fue que surgió la variante de la jinetera-prostituta y
con ellas los proxenetas o chulos, y luego fueron sumándose
toda clase de “bisneros” desde los que contrabandeaban
obras de arte y alquilaban ilegalmente sus casas hasta los que
decidieron “enriquecerse” con la venta de tabacos
falsos o metiéndose en el negocio de la droga.
Si
nada dentro de ese fenómeno social llamado jineterismo
puede verse como una forma de trabajo por cuenta propia, menos
aún puede decirse que sea una manifestación de algún
tipo de postura oposicionista al régimen. Quienes sostengan
eso no tienen la menor idea de la realidad.
Conocí
a unos cuantos jineteros y jineteras, maricones y travestis, entre
otros antisociales y marginales, y puedo decir que aunque ellos
personalmente tuvieran una pésima opinión de Fidel
Castro y su revolución, no querían saber nada de
oposición política. Por el contrario, decían
que los disidentes les ponían “mala la cosa”,
por la represión que desataban y que daba pie a que “la
cogieran también contra nosotros”. Por lo regular
se vanagloriaban de ser “apolíticos”, de no
estar con unos ni con otros.
Las
dos veces que estuve detenida, en 1997 y 1999, conviví
en calabozos con jineteras y delincuentas, y tenía que
mantenerme callada, porque suelen ser utilizadas por la policía
como “chivatas”. Dentro de esos grupos
marginales la policía y la Seguridad del Estado recluta
personas para infiltrarlas dentro de la oposición, tenerlos
como informantes y movilizarlos para participar en actos de repudio.
A cambio de su “colaboración”, les permiten
seguir en su submundo. Me entristece mucho que ese tipo gente
se deje coger para eso. Hay sus excepciones, pero son las menos.
Como ellos también son víctimas, sufren vejaciones
y son detenidos, juzgados y van a parar a las cárceles,
fuera de Cuba puede creerse que son opositores. Pero no, no lo
son.
¿Cuántas
cubanas optaron por la prostitución con la llegada del
“período especial”? Las cifras se desconocen.
Lo que sí se sabe es que muchas se prostituyeron por razones
de verdadera miseria y para tratar de salir de situaciones desgarradoras,
pero otras lo hicieron para tener perfumes, vestir a la moda y
otras superficialidades. A pesar de que entre las jineteras y
prostitutas había y hay jóvenes preparadas y hasta
universitarias, también debe decirse que en Cuba no siempre
un diploma escolar es sinónimo de nivel cultural.
Epílogo
Desconozco
las informaciones y estadísticas utilizadas de otros investigadores
y si libremente pudieron pesquisar y entrevistarse con cubanos
que padecieron -y muchos todavía padecen- las secuelas
del “período especial en tiempos de paz”. Pero
de lo que sí estoy segura de que ninguno de ellos lo vivió
in situ como lo viví yo, mi familia, mis vecinos, mis amigos...
Es
excelente montar bicicleta todos los días. Pero cuando
se ha podido desayunar y cuando por lo menos se puede hacer una
buena comida caliente al día. Es excelente cuando se tiene
una bicicleta adecuada a tu peso y tamaño; cuando se dispone
de un casco protector, luces, chalecos fluorecentes y otros aditamentos
que te garanticen un mínimo de seguridad en la vía,
sobre todo cuando pedaleas de noche en calles oscuras o semioscuras.
Según
cifras extraoficiales, entre 1991-2001, década crucial
del “período especial”, habría sido
considerable el número de ciclistas fallecidos, heridos
o con traumatismos de diversa intensidad, como consecuencia de
accidentes de tránsito que hubieran podido evitarse. A
diferencia de China, Vietnam y Holanda, entre otras naciones,
la población cubana no ha sido educada para utilizar la
bicicleta como medio casi obligado de transporte diario. En Suiza,
por ejemplo, a los niños desde pequeñitos no sólo
se les enseña a montar bicicleta, sino a conocer las leyes
del tránsito. Las velos son muy usadas por tratarse de
un vehículo no contaminante del ambiente, algo que también
me parece estupendo.
Pero
en el caso de Cuba, el aporte ecológico es escaso: el número
de autos particulares, además de obsoletos es insignificante;
y porque lo que las bicicletas no ensucian, lo ensucian y en grado
superlativo, esos mismos autos viejos, así como los ómnibus
y camellos, que circulan por las calles soltando monóxido
de carbono a tutiplén (hace ahora veinte años, en
1987, hice un programa televisivo sobre el tema, Veneno sobre
ruedas se titulaba).
Antes
de 1959, a los niños, solían regalarles velocípedos
y bicicletas por Navidad y Día de los Reyes, y éstos
las utilizaban en sus ratos libres como distracción o deporte.
Después que el ejército de barbudos llegó,
mandó a parar, todo comenzó a desaparecer y lo que
quedó a ser destruido, las bicicletas se convirtieron en
un objeto anacrónico. Al no venderlas más, las existentes
fueron rompiéndose y sólo unas pocas en toda la
Isla lograron sobrevivir al paso de la desidia y del tiempo.
Las
bicicletas socialistas llegaron en 1990, junto con el “período
especial”: primero las chinas, para vender a estudiantes
y trabajadores en moneda nacional, y después las capitalistas,
que se podían adquirir tras la despenalización del
dólar, en julio de 1993. Como ya escribí, con la
reapertura en 1994 de los mercados libres campesinos, comenzó
a mejorar la situación alimentaria y, con ella, los ciclistas
a poder comer mejor y aumentar un poco de peso. Hasta entonces,
parecían anoréxicos pedaleando.
Dudosa,
al menos para mí, es la afirmación de que mermaron
los casos de diabéticos. No sé cómo esto
se produjo, porque al cubano siempre le gustó comer postres
y dulces, y al no poder tenerlos, empezó a tomar agua con
azúcar, prieta o blanca, dos, tres, cuatro veces al día
(la famosa “sopa de gallo”). Muchas personas por desayuno
tomaban cocimiento de hojas de naranja, limón, guayaba,
tilo, menta, albahaca, yerbabuena, salvia, romerillo o cualquier
otra planta o yerba de agradable sabor. Ese “té”
lo tomaban caliente, bien endulzado, y así poder comenzar
el día con “suficiente energía”.
La
falta de vitamina A y de Beta-carotene afectó la vista
de una cantidad indeterminada de cubanos y a otras, como fue mi
caso, se los agravó. Las neuritis y polineuritis no fueron
un invento: todavía muchos no han podido recobrarse del
daño causado a su organismo por la no ingestión
de vitaminas ni minerales.
Casos
de estreñimiento, hemorroides y otros trastornos intestinales
se presentaron en aquellas personas cuyo organismo necesitaba
consumir aceite vegetal dos o tres veces por semana como mínimo.
La ausencia de calcio en la dieta diaria ocasionó que las
ya deficientes dentaduras de los cubanos comenzara a tener más
caries y problemas odontológicos. Y no fueron aislados
los casos de personas, más o menos viejas, a quienes se
les empezaron a caer dientes y muelas.
La falta o disminución de calcio también debe haber
afectado en los procesos de cambios de dentición en los
niños que tuvieron la mala suerte de nacer entre 1991 y
2001 y no pertenecer a familias “condólares”.
En
mi opinión, las dos peores consecuencias fueron:
1)
La enorme cantidad de niños bajos de peso y talla que a
partir del “período especial” empezaron a nacer
(años después trataron de remediar la situación
distribuyendo a estos niños una cuota extra de arroz, frijoles,
pastas, aceite...
2)
Y aunque mucho antes de esa época las mujeres comenzaron
a tratar de aliviar la escasez y penurias que la revolución
les trajo teniendo un solo un hijo, si acaso dos, fue durante
el “período especial” cuando las cubanas dijeron
NO y dejaron de parir: si salían embarazadas, se hacían
un aborto. El resultado es bien conocido: el decrecimiento y envejecimiento
de la población.
Todo
ello al margen de depresiones y divorcios; aumento de la violencia
doméstica violencia y callejera; índices de tabaquismo,
alcoholismo, prostitución, juego ilícito, corrupción,
actividades delictivas, suicidios y de muertes evitables.
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