Por Iván García
De
continuar el éxodo en el deporte cubano se avecina una
crisis insalvable. Corresponde a los anquilosados funcionarios
salvar uno de los logros de la revolución. El deporte cubano
no concilia sus intereses. Una cosa piensan los jerarcas que rigen
sus destinos y otra los atletas, sus principales protagonistas.
Las divergencias han traído consigo un nuevo fenómeno
en un sector que se vanagloriaba de su incondicionalidad a la
revolución: las deserciones. Era natural que un artista
no regresara de una actuación en el exterior y pidiera
asilo. Pero no los deportistas, en su mayoría negros de
origen muy humilde.
La
situación cambió a partir de 1991, cuando el pelotero
René Arocha, estrella del equipo Industriales y de las
selecciones nacionales, inaugurara la rampa de las deserciones.
Desde entonces, por ella han transitado decenas de atletas y entrenadores
de los más diversos deportes. Varios son los países
donde han optado por exiliarse, con preferencia los Estados Unidos
y la mayor cifra se encuentra entre boxeadores y peloteros, dos
de los deportes mejor pagados en el vecino "enemigo imperialista".
Históricamente,
Estados Unidos ha sido el mercado natural de los que descollaban
en béisbol y boxeo. Antes de triunfar la revolución,
en 1959, Cuba era el país que mas cantidad de peloteros
exportaba a las Grandes Ligas. Boxeadores como Kid Chocolate y
Kid Gavilán iban a esa nación a pelear con los mejores.
Después de instaurado el poder fidelista las cosas cambiaron.
Lo
primero que hizo el gobierno de los barbudos fue eliminar en 1962
el deporte profesional, prohibiendo que atletas criollos compitieran
en Estados Unidos, que ya para esa época había decretado
el embargo comercial aún vigente. Muchos en el fondo lo
deseaban, pero para materializarlo tenían que tomar una
decisión drástica: abandonar definitivamente la
Isla. Y por esos años el calificativo de desertor tenía
un término aún más fuerte: la persona era
tildada de traidora y vendepatria.
Esta
realidad no puede opacar otra. El desarrollo del movimiento deportivo
llevado a cabo por las autoridades revolucionarias ha sido positivo,
aunque todas las acciones competitivas estuvieran vinculadas a
intenciones políticas. Lo mismo ocurría en Europa
del Este, en el antiguo campo socialista. Los gobiernos comunistas
veían en la confrontación deportiva una forma para
mostrar la supuesta superioridad de su sistema sobre el capitalismo
y de hecho lo lograron en la antigua URSS y en la RDA. Cuba desarrolló
el deporte con similares patrones, de modo que entre los cacareados
logros de la revolución, junto a la salud y la educación,
figura el deporte. Y al igual que éstos se ha mantenido
como una vitrina sagrada, pura, inviolable.
En
la década de los 90, después de la debacle del socialismo,
la caída del Muro de Berlín y la extinción
de la Unión Soviética, una nueva mentalidad surgió
en una generación de deportistas cubanos. Algo lógico
en un mundo cada vez más globalizado y donde el deporte,
además de espectáculo consituye un gran negocio.
En la actualidad, los atletas de todo el planeta buscan la forma
de ir a competir donde les pagan más dinero. Un astro como
el brasileño Ronaldo, juega en Italia después de
haber pasado por clubes de Holanda y España. Decenas de
luminarias del béisbol de la cuenca del Caribe juegan en
Grandes Ligas y ganan sueldos millonarios. ¿Acaso se les
puede llamar traidores o vendepatrias por querer competir con
los mejores y ganar dinero?
Los atletas cubanos también desean lidiar con los que clasifican
en los rankings. Ellos quieren medir sus condiciones con los mejores
y, por supuesto, desean recibir salarios de seis ceros. Quisieran
hacerlo como lo puede hacer un africano, un húngaro o un
argentino. Sin verse obligados a abandonar la tierra que los vió
nacer. Pero el gobierno cubano no los autoriza, enarbolando consignas
pasadas y preconizando confusos sentimientos de lealtad a la bandera,
la patria, el socialismo y el pueblo.
El
encartonamiento no les permite a los gobernantes cubanos ver que
ya nada de eso motiva a los atletas, cansados de competir por
puro placer. La mayoría de ellos viven por encima de la
media, es cierto, pero comparado con sus homólogos en cualquier
país, son pobres. Por otra parte, el deporte aficionado
sólo existe para quiénes lo practican en beneficio
de la salud o en competencias escolares, universitarias o de incapacitados.
Hace
rato quedó demostrado que un deportista de alto rendimiento,
que tiene que dedicarle ocho horas o más a su preparación
física, apoyado por médicos, psicólogos,
nutricionistas y entrenadores, pueda desempeñar un oficio
y ser considerado aficionado. En Cuba misma, donde tantos músicos
y artistas sobresalen por su talento, a nadie se le ocurriría
decir, por ejemplo, que Chucho Valdés, Juan Formell, Pablo
Milanés o Jorge Perogurría son aficionados.
Ningún
Estado puede subvencionar el deporte si no es a costa de grandes
sacrificios para sus ciudadanos. Por ello, el deporte es una actividad
profesional y constituye un negocio donde se le exige a sus participantes
que además de exhibir calidad, ofrezcan espectáculo.
A cambio se les proporciona niveles de vida timillonarios. Es
una realidad. Sin embargo, los dirigentes deportivos cubanos siguen
con sus idílicas teorías midiendo los resultados
del deporte como un logro político. Cada triunfo, cada
medalla, lleva una coletilla apologética sobre la revolución
y su líder.
Ahí
radican las principales divergencias entre atletas y funcionarios.
A ello se añade la difícil coyuntura económica,
que limita las posibilidades para que puedan competir libremente
en otros países. El gobierno autoriza que determinados
atletas y equipos compitan contra profesionales, pero monopoliza
las ganancias: el 90 por ciento para las arcas estatales y el
10 por ciento para los deportistas. Muchos atletas no están
de acuerdo con esa explotación y es en béisbol y
boxeo donde se han mostrado mas reacios a hacer el papel del mono
frente al léon.
Mas
allá de este panorama, habita otra circunstancia: Estados
Unidos es el enemigo público número uno del gobierno
cubano. Como no existe ni se avizora un diálogo sensato
e inteligente entre los dos países, los peloteros y boxeadores
prefieren desertar. La calidad de ellos ha sido un filón
para los scouts, quienes al constatar el inmovilismo de los dirigentes
locales, han incentivado la deserción. El gobierno los
acusa de "mercenarios con propocisiones indecentes",
y se niega a reconocer que muchos jugadores desean medir fuerzas
en otros lares.
El
problema pudiera tener una solución razonable, pero no
se le quiere dar. Prefieren continuar con los discursos gastados,
taparse los ojos y los oídos ante una realidad creciente:
que el goteo incesante de deserciones, unido al malestar reinante
en al ámbito deportivo por todas estas incomprensiones
pueden derivar en una crisis sin contról con un peligroso
efecto de boomerang. |