Por
José Vilasuso.
Mis recuerdos de El Che.
"Esa noche Máximo tenía señaladas dos ejecuciones
cuyos juicios aun no se habían celebrado"
A
Guillermo Milán y la democracia sueca.
I
Dando un golpe en la puerta aquella mañana, de improviso,
Máximo entró en la oficina. Había sido estudiante
en la Escuela de Ciencias Sociales en la Universidad de La Habana,
y alzado en el año 1958 en Sierra Cristal donde alcanzó
grado de teniente a las órdenes de Raúl Castro,
comandante del Segundo Frente Oriental Frank País.
Máximo era bajito, fortachón, de rostro pálido,
achatado, ligeramente picado como de agné o viruela, tenía
un acortamiento en una pierna y se alegró mucho al verme
en la oficina del tribunal. Nos referimos a sus peripecias en
la loma a donde subió armado de un ladrillo y logró
arrebatarle el fusil San Cristóbal a un bisoño a
quienes llamábamos casquitos. La última vez que
nos vimos en La Habana fue al pie del Palacio de Aldama (Reina
y Amistad) de allí partió hacia La Sierra. Seguramente
citamos los nombres de amigos y conocidos con los que habríamos
perdido el contacto dadas las tantas vicisitudes reinantes por
entonces. Al final:
“Bueno, ¿qué te trae por aquí”.
Chico, es que apenas llegamos a Santiago me pusieron a dirigir
pelotones. Eso es del carajo. Estuve unos cuantos días
y no pude resistirlo. Horrible, horrible. No lo quiero recordar.
Yo consulté al capellán y me tranquilizó
un poco. Me dijo que esa era mi obligación y que no dependía
de mí… No sé, no sé, Pepe. Pedí mi
traslado para La Habana, me lo concedieron en el acto y cuando
llego aquí mira pa’ hí, me asignan lo mismo, porque
dicen que tengo la experiencia. Nadie se presta para esto, es
muy duro. Eh, mala suerte, cará. Para esta noche ya tengo
dos ejecuciones. Los juicios son a las ocho, digo comienzan a
las ocho. ”
Me miraba fijamente, algo suplicante.
“¿Esta noche?”
“Sí; dos para esta noche.”
“Ah, yo iré a verte”. Dije sin mayor reflexión.
Máximo permanecía grave. Sin pensarlo por puro encono
y contrayendo las facciones me increpó: “Mira comemierda
tú no sabes lo que estás diciendo. Que no se te
ocurra. Lo vas a estar recordando durante años y años,
toda tu vida. Te pesará. Eso es algo espantoso, de madre…
Nadie sabe lo que es el paredón. Uno se vuelve una fiera;
si no eres una fiera no sirves, te acoquinas y es peor.
Quitarle la vida a un tipo no es fácil, Pepe. Mira, en
los primeros días lo hacíamos comoquiera. Se les
sentenciaba como quiera, sin juicio, ahí mismo. Ni poste
para amarrarlos. Los traíamos y los poníamos delante
del pelotón. Figúrate, la mayor parte de los reclutas
apenas sabían manejar las armas. Al ver lo que tenían
delante muchos se acobardaban y cuando se daba la orden de fuego
no se atrevían a apuntar directo, tiraban al aire o sin
mirar.
Entonces el tipo recibía varios impactos no mortales que
lo hacían saltar dando gritos, algunos se revolcaban por
el suelo echando sangre, crispados, y hasta se corrían
dos o tres metros hacia un lado y el otro. Hubo
uno que se le echó encima al pelotón y los espantó;
parecían gallinas. Yo entonces dándome cuenta de
lo que pasaba, tenía que acercármeles, pegarle la
pistola a la cabeza al tipo y gritar. “Miren pendejos, pa’ que
aprendan”. No te cuento cómo es eso de hacerle saltar los
sesos a un tipo, chico. Salpica. No lo quiero recordar. Salpica.
No me deja dormir… no puedo, no puedo… Eso no se
me olvidará jamás. Es terrible, chico… La gente
no sabe de lo que hablan, hay que pasarlo… Si tú supieras…
No vayas esta noche, comemierda. Olvida eso. No
se resiste. No podrías
comer carne en mucho tiempo. ¿Sabes cómo quedan
los cuartos de reses colgados en la carnicería? Los has
visto, ¿verdad? Chorreando sangre. Eso parecen esos tipos”.
Al día siguiente con aquellas palabras grabadas profundamente
me dirigí al paredón. Quería empaparme de
las descripciones desde el escenario mismo de los hechos. Era
un costado de las gruesas murallas que defienden la inmensa arquitectura
medieval española. Su constructor fue Juan Bautista Antonelli
y la estructura arquitectónica es la misma en El Morro,
La Fuerza, La Punta, pero La Cabaña es el mayor y más
impresionante de todos los castillos. Las murallas están
formadas por cantos graníticos e inmensos con un espesor
de metros; pese a la altura y la brisa de la bahía los
muros despiden una humedad impregnada desde hace siglos.
Bien
examinado como baluarte militar se comprende que aun hoy La Cabaña
sería casi inexpugnable frente a artillería ligera.
En algunas zonas la separación entre los bordes y esquinas
de los cantos hace ranuras por donde en aquella época pululaban
hongos y de vez en cuando asomaba la cabecita una iguana pequeña,
que se deslizaba a escape con el rabo enrollado, de vivos colores.
Siempre había contemplado estos castillos como reliquia
histórica. Escenario de la patria donde fueron ejecutados
tantos héroes en las luchas por la independencia, uno de
ellos el poeta Juan Clemente Zenea. Del otro lado, en El Morro
me había impresionado la reproducción del garrote
donde se ejecutó al general Narciso López; cincuenta
de sus soldados y oficiales seleccionados por sorteo, también
cayeron ante los pelotones españoles. Durante la Segunda
Guerra Mundial allí se debió de ejecutar al espía
alemán Lunning. El lugar donde me encontraba estaba bastante
cercano al Foso de los Laureles, escenario mayor de toda la tragedia;
nosotros simplemente le llamábamos
El
Paredón.
Esa tarde caminé despacio por toda la explanada, aspirando
el olor marino, observando, e intentando reproducir mentalmente
lo que casi todas las noches allí tenía lugar. No
era tan difícil imaginar algo que cualquiera ha visto en
el cine, leído en alguna novela o en la prensa conforme
al gusto del realizador. En mi posición lo más correcto
era comenzar a internalizar los hechos como cuestión propia,
algo en que me veía involucrado. Todo aquello me tocaba
de cerca. Pisar el lugar de los fusilamientos era un remedo de
testigo presencial. Pero
más relevante sería palpar el meollo de aquellas
ejecuciones, los hechos en qué consistían; su naturaleza,
utilidad y causales. De cara a los postes, al vuelo tomé
la distancia que me separaba de los mismos; pocos metros, y no
menos pasos más adelante la línea en que se colocaba
el pelotón. Me les acerqué y toqué los maderos
con las manos. Eran pequeños y gruesos, menos de mis cinco
ocho de altura. Me coloqué delante, en el puesto del reo,
y a mis espaldas cubriendo el nivel comprendido desde el pecho
a la cabeza, sobresalía una densa y larga perforación
de la muralla ligeramente blancuzca en lo más profundo
de las incontables huellas de bala que la horadaban. Las perforaciones
más hondas coincidían con mayor simetría
con las medidas superiores de los postes; exactamente a la altura
del frontis en un hombre de estatura normal. Por el suelo se regaban
abundantes casquillos de bala, por regarse casi a mis pies no
podrían ser residuos de las descargas de fusilería;
sino de los tiros de gracia. A los pies de cada poste, mezclados
con la yerba, se ennegrecían los charcos de sangre coagulada.
II
A partir de aquella vivencia mi sentir referente al proceso revolucionario
iría cobrando nuevos e incalculados matices sostenidamente.
Hasta el instante no había deparado en la naturaleza profunda
de aquellas ejecuciones. La intensidad misma que un fusilamiento
produce nos arrastra insensiblemente a pasarlo por alto de un
porrazo. La muerte violenta de un hombre desarmado se rechaza
por instinto. Se prefiere pensar en otra cosa. Más bien
lo contemplamos como rutina, algo que sucede y vuelve a suceder
sin aquilatarse con mayor detenimiento. Por entonces los cintillos
de la prensa internacional censuraban con acritud todo aquello
sin que yo aun reparara en que necesariamente no tenían
que estar equivocados. Ahora por primera vez me sentí aludido,
los periódicos ofrecían una versión alterna
de todo lo que tenía a mis pies, de lo que hacía
en aquel lugar, mi trabajo, ¿cómo lo estaría
cumpliendo? . Mi comportamiento ¿era correcto? Al contrario
de lo esperado tal versión alterna - contrastantemente
- no podría estar muy lejana a mi natural manera de pensar
y sentir. Hasta aquel momento ¿habría sido yo mismo?
¿Otros pensaban y escribían por mi? En el subconsciente
brotó la posible comparación con el proceso precedente,
¿seríamos nosotros los nuevos esbirros? Con una
particularidad; muy diferentes a los anteriores.
Jamás ha sido fácil explicarse premoniciones, mucho
menos predecir. Yo asimilaba cuándo acontecía a
mi alrededor con inusitado escrúpulo. Intuía su
trascendencia e hice esfuerzos por retener en memoria todo incidente
y detalle por insignificante que fuera. Comprendía que
en el futuro se le echaria mano para provecho de terceros. Terceros
que aun no podía reconocer. En La Cabaña se escribía
una página imborrable de la historia cubana.
Mientras estas ideas maduraban en mi cerebro me iría situando
cada vez más distante de Mike, e innumerables amigos uniformados
de quienes me consideraba solidario. No es fácil desligarse
de personas por quienes se siente simpatía y perderse luego
en un mar desconocido donde fácilmente no pueden esperarse
afectos sustitutos. Lo que se desvanecía ante la realidad
eran puros ideales y nobles esperanzas acariciados a alto costo.
Frente al nuevo gobierno emergían fuerzas oscuras, reaccionarios
y los restos de la dictadura depuesta. Eran aquellos contra quienes
mi generación militaba y consideraba incompatibles. Nada
les debíamos. Creo que estas preocupaciones, en mayor o
menor escala, eran compartidas por un número creciente
de compañeros universitarios y colegas
letrados. Pensando y repensando al anochecer las nubes se oscurecían,
y al día siguiente amanecían ennegrecidas.
Pero la rutina en la fortaleza de La Cabaña no paraba.
Las causas llegaban al escritorio a intervalos más o menos
prolongados. Por más que me esmeré en estudiar cada
una hasta el más insignificante pormenor, no hallé elemento alguno indispensable en juicio para darle curso ante
el ministerio fiscal.
Una
tras otra apenas leídos unos cuantos folios se caían
por inconsistentes y falta de pruebas; las engavetaba y allí
quedaron. Sólo con el tiempo supe que a Otto Meruelo uno
de los acusados a mi cargo, había sido condenado a treinta
años; del resto nada ha llegado a mis oídos. Interrogué
testigos de diferentes procedencias.
Los
revolucionarios solían ser jóvenes sin mayor percepción
de los hechos y más bien respondían al modelo radical,
ganar méritos para la nueva situación. En alguno
se traslucía una inconsciente imitación de la jerga
y consignas en boca de Fidel o el Che. Acusaban sin mayor fundamento,
y a menudo se enredaban en sus propias contradicciones. No menos
frecuente fue la presencia de militantes del 26 de Julio, alguno
uniformado, expresando su pavor por todo lo que cada noche allí
tenía lugar. ¿Fidel sabe de esto? Lo veo turbio.
Hay malestar en la calle, ¿qué piensan ustedes?
En lo adelante otros aspectos del entorno diversificaban mi continua
preocupación. Toda resistencia a darle curso a los casos
tendría que ser objeto de consideración por la superioridad.
No se trataba de simples sospechas. Estaba en el ejército,
ya se había anunciado que tendría que concurrir
a prácticas de tiro, me confeccionaban el uniforme, carnet
de identificación, pronto entraría en nómina
con grado de subteniente. Realidades que eran de esperarse, aunque
prefería no anticipar decisiones. Una cosa u otra el ritmo
de los acontecimientos no se detendría, a punto estaban
de adquirir mayor relieve y nuevos compromisos ineludibles aflorababa
a diario.
III
Asistí a varios juicios como mero espectador. La unilateralidad
de cada proceso culminaba al instante de dictar sentencia. Tratándose
de pena capital; las protestas, los estallidos de desesperación,
llantos, mujeres de rodillas suplicando misericordia para sus
seres queridos, resistiéndose a abandonar la sala y por
fin salir arrastradas por los guardias. El abrazo final en medio
de lágrimas y desconsuelos. La capilla ardiente.
Al menos luego que los casos se ventilaron bajo las fórmulas
consabidas, la mayoría de los condenados enfrentaron la
muerte con innegable hombría, o comportamiento humanamente
aceptable. Guevara había dispuesto
que todo condenado fuera asistido por un sacerdote, como resultado
la medida mitigó poderosamente cuadros dantescos hasta
el momento de sonar la descarga. Recuerdo hombres marchar cabizbajos,
esposados, despidiéndose sollozando, un cabo
de la policía que como petición última solicitó
permiso para orinar, hubo quien sostuvo su inocencia a grito pelado,
alguien proclamó su cubanía con la mayor vehemencia,
se corrió la leyenda de un par de zapatos nuevos comprados
en recuerdo de un ejecutado famoso, bravos oficiales dirigieron
sus propios fusilamientos, no fueron raros quienes se negaron
a que les vendaran los ojos o amarraran a los postes, y aguardaron
serenos el estrépito de los disparos…
Luego de cumplida la sentencia los cuerpos quedaban en posiciones
indescriptibles, imborrables, la cabeza colgando y el cuerpo maniatado;
una humanidad de rostro desfigurado y ojos que saltaron fuera
de sus cuencas; otro rostro deformado como si hubiera recibido
muchos bofetones; quien quedó con los brazos abiertos cual
respuesta al impacto de las balas; la huella de un balazo que
penetró exactamente por las ventanas de la nariz; aquel
agujero negro donde antes se alojaba un ojo…
Uno de los acusados que recuerdo con fuerte conmoción fue
el coronel Luis Ricardo Grao. Lo vi sentado frente al tribunal
y el fiscal hacía alarde de sonora verbosidad; los términos
empleados destilaban una violencia repetitiva, abrumadora. Grao
lo miraba como de soslayo y dejó escapar una sonrisa de
incrédula ironía. Ignoro si caí en su ángulo
visual pero experimenté mi primer sentimiento de compasión
hacia uno de los llamados
esbirros. Nada como el efecto de una cara cercana que destila
sufrimiento. Ante mi presencia un poder avasallante y omnímodo
se cebaba en un ser indefenso que tras de aquel martirio sería
fusilado.
Su
suerte había sido determinada de arriba, era vox populi.
Entonces ¿qué se sacaba con aquel espectáculo?
¿Para qué aquellas acusaciones? Primero pensé
que la ejecución
pondría fin a una situación incalificable para cualquiera.
Mas
tarde por el contrario ¿qué sentido tendría
privar de la vida a nadie sólo para salir del paso? cumplir
un compromiso ¿con quién? ¿acaso la muerte
de un reo que - en otros países - era objeto de las garantías
que asisten a todos los de su clase, podría acallar los
remordimientos de tantos a su alrededor? No, en realidad los multiplicaría.
Por otro lado, luego de Grao y para escuchar idénticas
diatribas ¿a quién le tocaría ocupar el mismo
banquillo de los acusados?
No concurrí a su ejecución, cada mañana me
bastaba con recoger las impresiones de los militares que residían
en la fortaleza. Impresiones de malas noches. El caso fue sonado.
Luis Ricardo Grao murió de pie. Los seis plomos disparados
a la vez no lo pudieron derribar. Aquel estoicismo mostrado ante
el tribunal parece que lo acompañó ante el paredón.
Quizás debió tratarse de una personalidad capaz
de asimilar por igual tanto la descarga de acusaciones y denuestos,
como los balazos de los fusiles.
Golpes
morales y golpes físicos. Mientras las voces de mando dirigían
el rastrillar, toma de puntería, y por fin ordenaron: fuego.
Grao lo absorbía todo con absoluta pasividad. Ni pizca
de temor ni prueba alguna de desafecto a los que le privaron de
la existencia terrena. Parecía que el convencimiento de
haber sido escogido como chivo expiatorio, excluía de responsabilidades
a los que pusieron fin a sus días. Por ello sonada la descarga
permaneció de pie, estático. Increíble. ¿Estaría
contemplándolos después de concluir la ejecución,
aun vivo o muerto? ¿Permanecería en este mundo o
ya habría traspasado el umbral de la muerte? Tal vez esperaría
calmo, pidiéndoles cuenta tanto a ellos como a los que
se confabularon con aquel tormento. O quizás ya despojado
del cuerpo, su alma flotando en el espacio contemplaba aun los
hechos en dimensiones desconocidas; liberado ya de torturas y
padecimientos. Por la otra acera, el efecto de su pasividad tuvo
que ser imperecedero, al menos entre los tiradores de ojo más
certero. ¿Pensarían que erraron los tiros? ¿Las
balas no entraban? ¿Fue que ejecutaban a un hombre tan
fuerte, física o mentalmente? Grao estuvo de pie por un
tiempo como robado al minutero del reloj, nadie se movía,
no se sabía qué hacer; hasta que presa de rabia,
doloroso deber militar, o el querer apartar de una vez la presencia
de un hombre que ha superado a la muerte,hizo al oficial a cargo
de la ejecución sacar la pistola y pegándosela a
la sien disparar. Para que saltaran sangre y sesos envueltos en
el humo de la pólvora.
IV
Grao no fue único. Casos insólitos fueron frecuentes.
Lo inesperado aguarda
en el tránsito de esta vida a la otra. En ese instante
el tiempo se detiene, el paso es tan intenso que los testigos
llegan a creer que han transcurrido horas, noches enteras. Las
fallas al instante de abrir fuego contra un hombre pasivo son
más comunes de lo calculado. No participamos en acto bélico.
No falla la valentía, no es acto de coraje; es otra cosa.
Excluyendo que la vida es don precioso y merecedor de respeto.
En situación tal nadie puede predecir que resortes desconocidos
pueden espolearnos. Se trata de quien no conoces y nada te ha
hecho.
Generalmente
se espera que seis fusiles hagan blanco en los sitios cruciales
pecho, cuello, la cabeza. Pero tanto por el examen posterior del
cuerpo exánime, como porque de ordinario los tiros de gracia
no obedecían a mera rutina, nos dábamos cuenta que
a la hora de apretar el gatillo no era raro desviar la dirección
del disparo, aun entre soldados profesionales. Si morir es siempre
impredecible y único; matar no
es menos único e impredecible. Nadie sabe por donde puede
surgir el sacudón de conciencia. En cualquier descuido
todo pulso puede temblar ¿Qué imprevistos pueden
emerger? Una muerte es indescriptible, no tiene gemela, adhiere
impactos de tragedia y sus imponderables imposibles de descalificar.
El
final de la vida terrestre encuadra un misterio perteneciente
al alma que se desprende de la materia y se eleva rumbo al más
allá. Tal es la violencia, vibraciones, humores que ponen
fin al decursar ordinario de una vida. Me constan casos de fallos
en el tiro de gracia. El oficial desvía la mirada, y o
tambien el ejecutado, y el disparo resulta a sedal, ver al baleado
consciente de lo sucedido asombra y provoca nuevas reacciones
en cadena, otro disparo que da en el maxilar o el cuello, lo hace
saltar en movimientos reflejos, crispaciones de manos, alaridos
de dolor que arrastran nuevas vacilaciones y los gritos del pelotón;
se horrorizan unos, otros quieren impartir órdenes, suplir
el error. Se le desea la muerte al reo, maldiciones, su pervivencia
los acusa, mientras aquél sigue agonizando tinto en sangre,
tal vez pide clemencia.
La flojera de los miembros del pelotón se convirtió
en inconveniente cada vez más patente. No sólo para
la generalidad de los casos con la sentencia a cargo del tribunal;
sino - excepcionalmente - por los vaivenes especiales con que
se decidía la suerte de los acusados. Con sobrada frecuencia
por tratarse de decisiones “de arriba, ” que en circunstancias,
se le debió comunicar al procesado personalmente, ¿quién
le pondría el cascabel al gato?
En la rutina y el transcurso de los días cada vez mas intensos,
el contratiempo mayor era la escasez de oficiales dispuestos a
dirigir los pelotones. Tan renuentes como Máximo con frecuencia
se contaron no escasos casos. Un hombre normal, dependiendo de
su sensibilidad y nervios prueba el trago de sangre una, dos veces…
luego se perturba, el cargo lo atribula, reniega de sí
mismo, se arrepiente, sufre…. No son conjeturas, no sabemos cuántos
perdieron facultades mentales, parcial, totalmente . En más
de una cabeza cupo preguntarse: “si no aparecen voluntarios dispuestos
a todo, alguien tendrá que empuñar la pistola, ¿no
te parece?” “¿Quién dices, el Che? Pues chico, que
no se lo planteen, para él eso no es problema, acuérdate
de Eutimio Guerra: le puso la pistola en la nuca y pun. Para darnos
el ejemplo, mi hermano...”
Para estimular una mejor y eficiente prestación de estos
servicios se determinó un aumento de cobranza que inicialmente
había ascendido a quince pesos para los reclutas además
de adquirir rango de combatiente. A los oficiales les correspondían
veinticinco, y reconocimiento a su pericia conforme al menor número
de tiros de gracia que tuvieran que propinar al ejecutado. No
obstante el anuncio de la buena nueva no obtuvo la respuesta esperada.
Los
voluntarios seguían sin aparecer; excepto un oficial a
quien siempre vi solitario, silencioso, ancho de espaldas y de
espesa barba que le tapaba el cuello; al menos es la imagen que
guardo.
Se
llamaba Herman Marks, oriundo de Estados Unidos, norteño,
según se decía exconvicto y prófugo de la
justicia en su país. Lo tuve muy cerca, en mesa contigua
del comedor, nunca le quise hablar, y al parecer era comunicativo;
eso se regaba. Lo señalaban como alguien que reunía
cualidades nada despreciables y hasta con cierto agradecimiento
dada su incondicional disposición a encarar deberes que
otros eludían.
Nunca olvidaré la noche en que tuvieron lugar siete cepillos.
Según se dice Marks se mostraba jubiloso, eufórico,
lo comentaba con todo el mundo.
Fue
la jornada más activa durante aquel período excepcional,
pero no puedo precisar si los aumentos de honorarios ya habrían
sido efectivos. De todas maneras esa noche Herman Marks estuvo
de plácemes; al menos y por seguro cobró como mínimo
$175.00.como honorarios por sus valiosos servicios a la revolución
cubana.
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