Por
Javier Cruz Roque
Dos días es muy poco tiempo para hilvanar una historia.
En ocasiones dejo de teclear, me asomo a la noche; disfruto contemplar
las estrellas, estar a solas con las ideas y esa fuerza de la
costumbre hacedora de milagros.
Mi
máquina es como una mujer, necesito acariciarla, concentrarme
en ella, imaginar que cada página es un orgasmo, que puedo
sentir la textura de su piel en mis dedos, que el golpe de las
teclas llega al oído como un gemido placentero, o una incitación
a vivir, a caer en el éxtasis de imaginarla debajo de las
sábanas, erotizada por el deseo.
Mis
persianas están entrecerradas. Una música se filtra
como un lamento en la oscuridad. De repente la casa contigua se
ilumina. Las cortinas del ventanal están descorridas. Una
muchacha pasa hacia el fondo de la habitación, al regreso
queda frente al cristal que la separa del exterior, se quita la
blusa, busca el enganche del ajustador y da media vuelta. Involuntariamente
cambio la vista hacia mi vieja Underwood, trato de alejarme de
donde estoy, pero como un autómata voy tanteando en la
pared, a la caza del interruptor. Ella zafa los tirantes y los
deja correr por sus pezones. Un extraño calor me invade.
Quizás
todo sea un juego, una insinuación peligrosa. A esa joven
la he seguido varias veces, algunas de ellas por pura coincidencia.
He visto la cadencia de sus nalgas, la esbeltez de su cuerpo y
no es juego dejarla pasar inadvertida. ¡Diablos, qué
mujer!
No
atino a nada, salvo a mirar por la ventana. Siento que la sangre
me quema, que la música del exterior se ha silenciado como
si presintiera la inmediatez del peso de una mirada. Abandono
mi asiento, escucho voces. No la dejes así, ve y hazla
tuya, me gritan los demonios. La calle está en penumbras.
Camino de lado a otro poseído por las ansias de devorarla,
de hacerla mía de cualquier forma. “Debe ser la soledad,
ese maldito aguijón que siembra la lascivia en la carne
y nos hace temblar. Me gustaría llamar a su puerta, echarla
sobre la cama, recorrer su cuerpo desde los pies y saciar la sed
de mi lengua hasta hacerla llorar”.
Voy
a la cocina para calmar la sed pero regreso pronto, absorbido
por los influjos seductores de mi observatorio. Ella va corriendo
la cremallera de la saya, la prenda cae por sus muslos mientras
pone al descubierto una vellosidad dibujada por encima de las
rodillas, al sur del Monte de Venus, esa diosa a quien se le antoja
llevarme a los cielos o al mismo infierno.
De
nuevo miro a mi máquina, necesito encontrar el motivo de
la historia que debo escribir. La brisa sopla levemente. La mujer
se ha perdido detrás de la pared. Aprovecho para levantarme.
“Solo deseo dar un portazo y lanzarme de cara a la noche y ser
abrazado por la lívida luna que asoma”. Sin pérdida
de tiempo termino de ponerme los zapatos. Decidido salgo a la
calle, ya nada me importa. Cruzo el tramo de acera entre ambas
casas. El chirrido de la portezuela, la frialdad, el silencio
que aparece de súbito, los latidos de mi corazón
y el calor sofocante que me hace sudar; todo se confabula contra
mis nervios. La claridad fluorescente revela una puerta y el brillo
metálico de un aldabón. Vacilo por un instante.
“No sé si sea correcto llamar a estas horas”. De pronto
me descubro como un ser irracional, llevado por la traición
de los ojos porque pocas veces se escapa a la tentación
de mirar lo prohibido, de querer adueñarse de las cosas
hermosas que pasan a nuestro lado.
En
mi habitación retorno al acecho. La casa sitiada se ha
quedado a oscuras. Imagino que todo ha sido un sueño, una
visión fugaz que jamás existió. Intento recomenzar
mi trabajo pero desisto, mi mente sólo guarda la última
impresión, imaginaciones en las que solo alcanzo a sentir
los gemidos de la muchacha en mis oídos, y su piel erizada
sobre mi cuerpo. Quiero ir al baño.
Me
miro en el espejo, hago una mueca indescifrable. La soledad es
mi cómplice y me incita. La hora es avanzada. Acomodo el
zíper para que no me moleste. El silencio se hace denso.
Me represento a la muchacha enmarcada por la ventana, apretándose
los senos, mientras las poderosas nalgas a gritos piden que las
miren.”No quiero ser sacado de este mundo sensual”. Pero advierto
que ella sigue provocando a la noche. Aprieto mis muslos en un
arranque por salvarme de la insinuación mental que me ha
poseído. Se escapan los sonidos. “Imagino el roce de mi
piel con la suya, el calor de su cuerpo y la humedad entre las
piernas. Me pregunto si estará sola, quizás necesite
de alguna compañía para sofocar esa hoguera que
traspasa las paredes”. Involuntariamente la calidez de mi mano
aprieta otro fuego latente. La muchacha, el silencio, todos son
unos traidores. La mujer se despoja del blúmer en desafío
a la tenaz lucha por mi compostura. A través del cristal
entorna los ojos hacia mí y esboza una sonrisa maligna.
“Todo es un complot para hacerme estallar de locura”. Ella se
vuelve de espaldas, se inclina como si tratara de recoger algo
en el suelo y se pasa un dedo por el pubis. El sudor me corre
por las sienes. El destello de una cámara fotográfica
describe a la muchacha. Un joven corre desnudo hacia ella, se
abrazan y besan. Las campanadas del reloj, mi aliento entrecortado
y un goteo pulsante que cae al piso y los carros que pitan.
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