Por
Hector Naupari
Heredé de mis padres el amor por Cuba y su revolución.
Como la mayor parte de mi generación, nacimos fascinados
por la gesta de Fidel, Che Guevara y Camilo Cienfuegos. Con el
paso del tiempo, esas figuras heroicas y románticas fueron
cediendo el paso a espectros de pesadilla, debido a las sucesivas
informaciones acerca de la escasez y la miseria en que vivían
los cubanos, así como por los padecimientos de los presos
políticos y los disidentes en la Isla. Por ello ese amor
fue arribando, primero, al desengaño; luego, a una rebeldía
sin concesiones. Sin embargo, a pesar de esa pátina tenebrosa,
ha pugnado por mantener su heroicidad, vigente hoy en amigos y
conocidos, para quienes los hondazos del David caribeño
todavía impresionan y conmueven. De esta suerte, decidí
pasar unos días en Cuba, para comprobar en carne propia
si la Isla era, como creyeron mis padres, el paraíso en
la tierra, cuyas gentes –hombres y mujeres nuevos– estaban todas
entregadas a la alta causa del socialismo.
Lo
que hallé en Cuba superó mis peores expectativas.
Cuba es, en primer término, un Estado opresivamente policiaco,
tan vasto que es una ironía común decir que, de
once millones de cubanos, nueve son policías. Su peor consecuencia
es que los isleños se hallan en una prisión mental,
en la que no pueden expresar lo que verdaderamente piensan, al
punto que nadie, ni ellos mismos, saben lo que verdaderamente
anida en su interior. De esta manera, si un extranjero conversa
un tiempo largo con un cubano, observará que se han vuelto
una contradicción en términos: alaban y critican
al régimen al mismo tiempo. No menos grave, este sistema
de delación permanente ha destrozado la confianza entre
sus semejantes, un atributo elemental en cualquier sociedad con
mayores márgenes de libertad; es decir, en todas las demás.
La cubana debe ser la única colectividad de occidente donde
la primera idea que viene a la mente cuando se conversa con otro
es la sospecha.
Esa
opresión y esa destrucción se reflejan bien en su
capital. Antaño ciudad de esplendores, de legendaria belleza,
La Habana es hoy una ciudad bombardeada. Lo que va quedando de
sus hermosos edificios es presa de los estragos del tiempo, de
los derrumbes, de la falta de mantenimiento, pero sobre todo de
la indolencia de sus gobernantes, quienes la abandonaron, primero,
a la convicción revolucionaria, y luego, a la mera supervivencia
en el poder. Estos estragos también los viven a diario
los cubanos, sobre todo las mujeres y los jóvenes, a merced
de los apetitos de los turistas. Si bien en los últimos
tiempos la prostitución en Cuba es un tema tan ampliamente
descrito como silenciado por los compañeros de ruta de
la revolución –entre ellos, las feministas– el sistema
de hospedajes particulares ha hecho ingresar a las casas y al
interior de las familias a la profesión más antigua
del mundo, donde los turistas llevan a cabo, al costado de las
habitaciones de padres, hermanos e hijas, acciones que serían
penadas legal y socialmente en sus propios países. De esta
manera, en tanto se sientan marxistas exóticos o guerrilleros
de caricatura –la idea es fumar un puro y sentirse como el Che
Guevara– los turistas son, en su gran mayoría, absolutamente
indiferentes a la trágica suerte de este pueblo.
Es
de observar que hay en Cuba tres economías: la turística,
capitalista; la formal, centralmente planificada; y, la economía
marginal o informal, de mera supervivencia, y que es la que en
verdad sostiene la vida cotidiana del cubano promedio. La primera
de ellas es inaccesible para la mayoría de los cubanos,
quienes son discriminados en sus playas e incluso en las propias
calles de su ciudad, a las que tienen prohibido acudir. La economía
planificada, añade a su perversidad característica
de escasez y desabastecimiento generalizado, la de hacer subir
primero los salarios y luego los precios de los productos, y de
cobrar por servicios antes gratuitos –un triunfo de la revolución–
como el agua potable. Por último, en las puertas de sus
casas, los cubanos venden desde pasta de dientes hasta aparatos
de aire acondicionado, con instalación incluida. Sabido
es que la economía informal tiene una cara sucia: la de
la corrupción. Los servicios médicos por ejemplo,
supuestamente gratuitos, tienen un precio si se quiere una atención
rápida. De este modo, el paraíso socialista está
cercado, incluso en las mismas calles de La Habana o de Matanzas.
Me
pregunto ¿Por esto lucharon mis padres y tantos otros en
América Latina y diversas partes del mundo? ¿Para
que los cubanos tengan prohibido comer pescado, langostas y carne
de res –productos exclusivos para los turistas– caminar por su
propio país, no tengan un techo que los ampare de los aguaceros
y que, siendo un pueblo educado, con conocimiento pleno de varios
idiomas, deban degradarse con la prostitución, la mendicidad
turística y la venta negra de sus productos? El hecho cierto
es que, como en una triste justicia de la historia –a la que ha
aludido sin cesar el Comandante en Jefe– él es ahora el
Fulgencio Batista que combatió cuando joven, una siniestra
copia que ha hecho palidecer al original a extremos inimaginables,
y que lleva más de un año sin aparecer –durante
su natalicio, otrora fecha de celebraciones y marchas, la Plaza
de la Revolución lució desamparada y vacía,
y la dictadura tuvo que extender un día más los
carnavales, acaso los más tristes de La Habana, según
todos–. ¿Eso es lo que llamamos heroísmo, y que
debe justificar todos estos abusos? Si algo quedó del legado
de la admiración paterna, es que ningún acto heroico,
sin importar su dimensión, debería tener el costo
de acabar con el bienestar de un pueblo, justamente al mismo que
se dice va a beneficiar o inspirar con su ejemplo.
Hoy
son otros los que quieren llevar el bienestar indispensable al
pueblo cubano, que tanto lo necesita, y librarlo por fin de la
tiranía que lo acosa, y que se repite a sí misma
con frenesí durante casi un siglo. Disidentes, presos,
líderes que intentan inculcar por lo menos un sistema de
valores elementales, que enfrente el burdo comportamiento reflejo
que se ha esforzado en imprimir en los cubanos el régimen
dictatorial que padecen. Ellos no son calco ni copia, sino una
creación heroica, auténtica y sacrificada, porque
lo tienen todo en contra. Por eso debemos apoyarlos. Así,
con ellos está mi corazón, pues se ha quedado en
Cuba, a su lado. También anida allí mi esperanza
por verla libre, próspera, con bienestar y con justicia.
Ése es el sueño inconmovible, el que no cesa de
iluminarnos pese a la tiniebla autoritaria que quiere resistirse
al tiempo o al cambio de estación. Lo que ella no sabe
es que, como el aguacero, caerá inevitablemente. Y esta
vez lo veremos.
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