Por
Víctor Llano
La
mía. Cincuenta años esperando por lo que nunca
ocurrió. Soñando con el fin de la tiranía
que robó a mis padres lo poco que habían ahorrado.
Todo
lo que tenían y que no pudieron traer a Madrid en agosto
de 1969, fecha en la que con tres maletas de tela, sin nada
en el bolsillo y con un hijo de 12 años regresaron a
España.
Aún recuerdo cómo de mi brazo izquierdo colgaba
un abrigo de entretiempo que desentonaba en el verano madrileño.
Mi madre lo había cosido en La Habana por miedo a un
invierno que no había olvidado. Creo que nunca me lo
puse. Alguien me regaló un anorak. No sé qué
fue del abrigo. Lástima. Me gustaría conservarlo
junto a las tres maletas de tela.
Lo
que sí conservo es el recuerdo de lo mucho que mi padre
añoró a La Habana. Jamás hubiera vuelto
a España de no ser para apartarme de la tiranía.
Para nadie es fácil volver con cincuenta y cinco años
y más pobre que cuando marchó. A la que no regresó
fue a la ciudad que le permitió prosperar. Y la quería
mucho más que la quise y la quiero yo. ¿Para qué
iba a regresar? La Habana que conoció ya no existía.
Se perdió para siempre. Cincuenta años es más
que siempre. Es lo que tiene el comunismo envuelto en patraña,
empeño.
Muchos
de los que años después fueron mis amigos simularon
no creerme cuando les hablé de la belleza y la prosperidad
que mis padres recordaban. Según ellos, Cuba nunca pudo
ser próspera antes de que los barbudos bajaran de Sierra
Maestra. Batista era un dictador. Castro no podía ser
peor. Además, la escasez llegó con el bloqueo
que jamás existió. Los malos son los yanquis,
etc. etc. etc. Aún simulan asumir sinceramente lo que
les consta falso. Mienten. Ni quisieron ni quieren saber. Son
los mismos que ahora no preguntan por la masacre de Madrid.
No les importa que no se sostenga la versión oficial
del 11-M. Miran para otro sitio. ¿Por qué tendrían
que mirar para la verdad de la barbarie que únicamente
puede ofrecer a los cubanos miseria y represión?
No
sólo simularon no creerme, también me reprocharon
que prefiriera vivir en la dictadura franquista antes que en
la tiranía cubana. ¿Cómo explicar la diferencia
entre una dictadura y una tiranía a los supuestos progres
que simulan que aún creen lo que jamás creyeron?
Nunca reconocerán que, a pesar de que Batista no fue
más que dictador tan cobarde como corrupto, no obligó
a los cubanos a simular que le querían, ni a participar
en un acto de repudio en contra de los que pretendían
abandonar la Isla, ni a fingir que les gustaría ser como
un asesino en serie. Castro, sí. Obliga a sus víctimas
a simular que quieren lo que odian.
A
pesar de que en este artículo prefiero reseñar
lo que recuerdo sin detenerme en las cifras en las que sin duda
otros se detendrán, sé que no existe un analista
honesto que niegue que en diciembre de 1958 Cuba era el segundo
o tercer país más rico de Iberoamérica.
Entonces no exportaba balseros hambrientos. Recibía a
miles de emigrantes que sabían que si se sacrificaban
podrían mejorar sin que nadie les robara lo que era suyo.
Pero llegó Castro, fusiló a mansalva mientras
bajaba los alquileres, se quedó con todo lo que existía
y construyó y llenó con cien mil presos más
de doscientas cárceles. Y ahí le tienen cincuenta
años después. Más viejo y en chándal.
Pero aún paciente de un cirujano que cobra en Madrid
de mis impuestos y contando la misma patraña de la que
cada año huyen miles de sus víctimas que prefieren
exponerse a los tiburones antes que sobrevivir en la desesperanza
eterna. Medio siglo después ahí sigue. Dictando
la misma trola, la de entonces, la que me recuerda mi maleta
de tela y mi ridículo abrigo.
Ya
lo sé. Va a ser que no seguí el consejo del alcalde
de Madrid y no olvidé lo que no podía olvidar.
Quizás por eso supe que perdí después de
aprender que cincuenta años más tarde no se puede
ganar. Mi padre no regresará a La Habana y yo no tengo
donde volver. Sólo la nostalgia hará que un día
regrese a la esquina de la calle Milagros con Diez de Octubre.
Tal vez, cuando ya no puedan introducir cocaína en mi
maleta y no les tenga que pedir permiso para regresar al país
en el que nací, pueda rezar un Padrenuestro en la Iglesia
de los Pasionistas. Personalmente, no puedo aspirar a mucho
más. Pero no lo sientan por mí. No sé bailar,
me aburre nadar, prefiero Luarca a Varadero, el güisqui
al ron y el fútbol al béisbol. Soy más
del Aleti de Madrid que de niño fui de Los Industriales.
Nada que no sean más que recuerdos me esperan en Cuba.
Y me bastan con los que conservo.
A
lo que no renunciaré es a denunciar sus crímenes.
No depende de mí que los jueces españoles los
investiguen, pero mientras pueda y me lo permitan les llamaré
lo que son, asesinos, carceleros, ladrones y torturadores. Me
consta que son muchos los que agradecen leer lo que saben que
es cierto. La otra tarde me preguntaron que cuándo me
cansaría de escribir siempre lo mismo sobre los mismos.
La joven que me lo preguntó lucía una boina calada
y una camiseta con la fotografía de Guevara. No me demoré
en contestarle. Le respondí que mientras ella luciera
lo que lucía yo me sentiría obligado a insistir
en lo que insistía. Me habló de los marines estadounidenses
que medio siglo atrás se acostaban con las prostitutas
cubanas. La misma patraña mil veces contada. En toda
Cuba no existían entonces tantas prostitutas como las
que ahora encontraríamos en algunos barrios de Madrid.
De
nada me sirvió señalarle los institutos que hoy
sirven para reclutar a miles de adolescentes que por menos de
nada se ofrecen al más desagradable de los extranjeros
capaz de disfrutar con su sufrimiento. Simuló no creerme.
En cualquier caso, la culpa sería del bloqueo que nunca
existió. Todo menos asumir el fracaso de los cómplices
de Guevara. Mucho más que la verdad le mola su fotografía.
Cree que le queda muy bien su boina calada.
También
por ellos perdí. Cincuenta años después
son demasiados los jóvenes españoles que tienen
a Guevara y a los Castro por revolucionarios que disfrutaron
del valor y del acierto suficiente para lograr sobrevivir acosados
por una potencia enemiga.
Lástima
que no se cambien por los adolescentes que en Cuba alquilan
su cuerpo para comprarles un bocadillo a sus abuelos. Ellos
no quieren ser como un asesino en serie. Quieren escapar. Sueñan
con despertar muy lejos de los escombros que rodean los prostíbulos
que tapan las más de doscientas cárceles en las
que torturan a más de cien mil presos. Nunca me aburriré
de recordar los logros de los que sirviéndose de un rosario
nos vendieron su barbarie como la revolución de los pobres.
Escombros, prisiones y prostíbulos. Los frutos de una
patraña que no ocasionó más que sufrimiento
y desesperanza.
Sí.
Tal vez no se demore el día en el que pueda regresar.
Más que por mí, me alegraría por los que
allí sufren. Para mí ya siempre sería tarde,
mal y nunca. Yo sé de mi derrota. De nada me serviría
negarlo. También aquí la sufrí. Cincuenta
años después, no puedo negar que venció
la mentira. La que simula creer la joven de la boina calada.
En lo que respecta a mi familia, los hermanos Castro pueden
sentirse satisfechos. Nos ganaron. Ellos lo robaron y nosotros
lo perdimos. Eso sí, que alguien se lo diga antes de
que se mueran, lo perdimos todo menos la memoria. Y algo tengo
que agradecerles. Gracias a sus crímenes aprendí
que no se puede despreciar el sufrimiento ajeno ni renunciar
a la verdad. Lo que no sé es cómo explicárselo
a la chica que lucía la fotografía de Guevara
en su camiseta. No aceptará que ahora sabe que la engañaron.
Su sectarismo no le permitirá verbalizar que la patraña
que simula defender esconde medio siglo de barbarie.
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