Por
Armando Añel
Un
régimen que gira en torno a la enfermedad de un hombre
cuya permanencia en el poder cumple medio siglo. Una clase gobernante
incapaz de pasarle página a un anciano decrépito
que le ha hecho padecer el más espantoso ridículo
durante la última década. Una Isla en la que decenas
de miles de individuos se echan –o son echados– a la calle para
recibir a un patético ex golpista que canta rancheras
y se pasea con una cotorra posada en el hombro. Una sociedad
en la que no se puede ser sino como ente colectivo, impersonal.
Un país en el que no se puede ser a escala individual,
ciudadana. Una revolución imaginaria.
Algo
así sólo puede subsistir institucionalmente afincado
en un nacionalismo complaciente, más concentrado en ensalzar
su mitología que en localizar la raíz de sus dificultades
y carencias. En definitiva, ¿qué es el castrismo
como idea –ya se sabe lo que es como hecho concreto– sino un
intento de glorificación de lo nacional que se sirve,
estructuralmente, del totalitarismo?
Un
intento de glorificación de lo nacional y un intento
de vulgarización de la diferencia. Porque la llamada
"revolución cubana" también ha sido,
en una dimensión sociológica, la rebelión
de lo escatológico contra lo diverso, la minuciosa y
festiva cruzada de la chabacanería contra la mesura.
En 1959 la revolución de la inmundicia barrió
de golpe, como la peste, con las instituciones, usos y estructuras
del orden republicano. En 1968 la revolución ya había
dejado de serlo en su carrera hacia la institucionalización
de un totalitarismo radicalmente escatológico. Y a finales
de 2006 regresaba metafóricamente a sus orígenes,
con su máximo impulsor aquejado de los mismos padecimientos
–el cerco de la suciedad apretándose en espirales febriles–
que en su momento trasladara a la sociedad cubana.
De
manera que el círculo vicioso que inaugurara el castrismo
se cierra sobre su punto de partida, desmitificándose
en el chándal Adidas del Comandante en Jefe. Fidel Castro
se muere chabacanamente, chapoteando en su propio detritus.
No obstante, parece improbable que tras la desaparición
del "máximo líder" sus sucesores consigan
desinfectar el sistema arrasando, como el Hércules de
la leyenda, con el estercolero de los establos castristas.
El
castrismo es el altavoz a través del cual se ha expresado
lo más deficitario, elevado a la categoría de
revolucionario, de la nación cubana. Y, durante décadas,
lo más deficitario ha fermentado sedimentos sobre los
que la población emigra, pero desde los que el país
vegeta. Cualquier estrategia, o esfuerzo, que pueda realizar
la oposición interna, o externa, para movilizar a la
población debe contar con el relativismo imperante. Incluso,
para el ciudadano común, el hecho de negarse a votar
en las jocosas elecciones que se ha inventado el régimen,
permaneciendo en casa, implica señalarse. "No te
señales". "Te vas a señalar". "No
dejes que te señalen". El concepto es archimanejado
en la Isla y revela la fibra íntima de la Cuba actual.
Es
la base social con que cuentan los neo-reformistas por el estilo
de Lage Codorniu y Mariela Castro, hijos del vicepresidente
Carlos Lage y de Raúl Castro respectivamente, para perpetuar
el sistema tras la muerte de los padres fundadores.
En
cualquier caso, una refundación cubana sólo será
posible desde la asunción de un nacionalismo crítico
formalmente estructurado. Un nacionalismo que deberá
empezar por redefinir el propio concepto de nacionalismo, desafío
que la mayoría de los creadores de opinión, tanto
en la Isla como en el exilio, no han querido, o no han podido,
afrontar durante los últimos cincuenta años. Ya
no más golpes de pecho, ni patrióticas andanadas,
ni especulaciones en torno a la supuesta grandeza del país
y su gente. La refundación sólo será posible
desde un nacionalismo que asuma no sólo las virtudes
de la cubanidad, ya suficientemente alabadas, sino las carencias
de una cultura política acríticamente asentada
en lo superlativo, en lo imaginario.
No
es la vida lo que sigue igual en Cuba, sino la muerte. La lenta
muerte de la nación a manos de la oligarquía que
usurpa el poder desde hace medio siglo, empeñada en redecorar
a perpetuidad un nacionalismo parasitario cuya principal refutación
sigue siendo el baño de realidad que diariamente se ve
obligada a tomar la población cubana. Es la muerte lo
que sigue igual, o esa forma de morir socialmente, civilmente,
que Human Right Watch describe como la falta de los "derechos
fundamentales de libertad de expresión, asociación,
reunión, privacidad, movimiento y al debido proceso".
Lo
otro es la revolución imaginaria.
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