Por
Frank Calzón
Ni
a mi amigo Guillermo ni a mí nos molestaba "el norte",
el frente invernal que desde hacía varios días
azotaba La Habana. Los dos, de trece y catorce años,
estábamos felices controlando el tráfico en una
de las intersecciones más importantes de la ciudad.
Los
semáforos en aquella época no eran automáticos
y necesitaban un policía encargado de cambiar las luces.
La policía, la del tráfico y la otra, la que perseguía
a los que se oponían al gobierno de Fulgencio Batista,
se había esfumado como por arte de magia. Mientras tanto,
Fidel (ya todo el mundo lo llamaba Fidel) había hablado
desde Santiago de Cuba, al otro extremo del país, aconsejando
calma, felicitando a todos los cubanos por el momento histórico
que vivíamos y pidiendo a los niños exploradores
que se ocupasen del tráfico en la capital. Sería
necesaria una semana hasta que él, con su ejército
rebelde, pudiera llegar hasta ella.
Estábamos
alegres, el país, la gente, hasta los niños pequeños
intuían que algo muy bueno había sucedido. Los
habaneros se reían viéndonos tan serios, con nuestros
pantalones cortos, dirigir el tráfico. Las señoras
del edificio de enfrente nos traían limonada, y emparedados
de jamón y queso. Y la esperanza se reflejaba en las
caras, en los comentarios, en la expectativa de aquel pueblo
que había leído con aprobación el alegato
de Fidel cuando lo juzgaron: "Os voy a referir una historia
–había dicho el líder, aún sin barba, en
aquel juicio–. Había una vez una república. Tenía
su constitución, sus leyes, sus libertades; presidente,
congreso, tribunales; todo el mundo podía reunirse, asociarse,
hablar y escribir con entera libertad". Eso había
dicho Fidel. Para reestablecer las leyes y los derechos se había
peleado en Sierra Maestra, y en las ciudades, los jóvenes
habían encarado las represalias, las torturas y hasta
la muerte a manos de las fuerzas de la dictadura.
Pero
aquello era el pasado y la nación vivía un día
nuevo. Cuba era una fiesta, y Fidel, en aquel discurso de 1953,
que después titularían "La Historia me absolverá",
lo había dicho bien claro:
El
gobierno no satisfacía al pueblo, pero el pueblo podía
cambiarlo y ya sólo faltaban unos días para hacerlo.
Existía una opinión pública respetada y
acatada, y todos los problemas de interés colectivo eran
discutidos libremente. Había partidos políticos,
horas doctrinales de radio, programas polémicos de televisión,
actos públicos, y en el pueblo palpitaba el entusiasmo…
Así
lo había dicho Fidel, ¿y quién se atrevería
a contradecirlo, si era una verdad más que conocida por
todos? Para reestablecer aquellos programas de radio, la constitución
y las discusiones a la luz pública se había hecho
la revolución.
Y
ahora, mientras se esperaba la llegada de Fidel, aquel entusiasmo
palpitaba de nuevo; en los balcones se agitaban las banderas,
en vísperas del arribo de los héroes.
Lo
recuerdo bien, pero sucedió hace cincuenta años.
Entonces a nadie se le ocurrió pensar que aquella revolución
cubana, en unos pocos años, negaría su razón
de ser. En aquellos días nadie hablaba de marxismo, ni
de la Unión Soviética, ni del imperialismo yanqui,
ni del Partido Comunista, ni de palabras como proletariado,
plusvalía, medios de producción y otras que tomarían
las tribunas por asalto meses después. Los revolucionarios
eran demócratas, y sólo los pocos involucrados
en el antiguo régimen se atrevían a insinuar lo
que claramente no era verdad. "Fidel, no es comunista;
eso son mentiras de los batistianos", era el consenso general.
Después,
con bastante rapidez vendrían las amenazas, el encarcelamiento
y hasta el fusilamiento de varios de los héroes que acompañaron
a Fidel en aquella marcha triunfal. Más tarde las expropiaciones,
no sólo de los grandes terratenientes y de las firmas
extranjeras, sino de prácticamente toda la propiedad
existente en el país, incluyendo los centros sociales
de gallegos y asturianos, sus escuelas y sus clínicas.
Ni los gallegos ni los asturianos eran aliados de Batista, ni
de los Estados Unidos.
Cincuenta
años después, ¿por qué no le pregunta
el ministro Miguel Ángel Moratinos al gobierno cubano
la razón de la expropiación de aquellas asociaciones
que tanto bien hacían, o de las bodegas y otros comercios
pequeños de los inmigrantes españoles?
Poco
a poco comenzó la escasez y el racionamiento, anunciado
como medida temporal y de emergencia en 1961. Todavía
continúa en vigor. Más tarde aumentó la
infamia con los llamados campos de la UMAP (Unidades Militares
de Ayuda a la Producción), adonde fueron a parar sin
causa ni juicio miles de cubanos: los jóvenes de melena
larga, los Testigos de Jehová, los gays y algún
militante católico que con el paso de los años
llegaría a obispo. Ahora que en España algunos
insisten en que la historia tiene que conocerse, ¿no
sería justo preguntar cuáles fueron las razones
de aquel fanatismo? ¿Tuvieron algo que ver los cubanos
de Miami o el embargo norteamericano con estos campos de concentración?
Y
aunque todo esto sucedió hace mucho tiempo, los responsables
aún siguen desgobernando mi país.
Años
después, aprovechando la huida de más de 100.000
cubanos de la Isla, el líder revolucionario ordena incluir
en los botes en los que escapan a varios centenares de enfermos
mentales. Algunos no sabían dónde iban. Ninguno
hablaba inglés. Todos fueron acogidos por una nación
extraña en sus hospitales, lejos de sus familias. ¿Qué
haría el gobierno del presidente Zapatero si Marruecos,
si Guinea decidiera vaciar sus cárceles de criminales
y sus hospitales de enfermos mentales para enviarlos a España?
Todavía
más recientemente, tres cubanos negros trataron de huir
del país. El régimen se siente débil y
quiere dar una lección ejemplarizante. En juicios sumarísimos,
se ordena su fusilamiento. La causa: tratar de huir de la llamada
generosa revolución. La próxima vez que el embajador
cubano invite a algún político progresista o a
algún hombre de negocios a tomarse un buen mojito en
Madrid, ¿sería posible que –aunque sea en un aparte
muy respetuoso– le pregunten bajito sobre esos tres negros fusilados?
Pero,
en fin, esta historia es muy aburrida, triste y desgarradora.
Siempre lo mismo. Ya no están los niños exploradores
dando la bienvenida a los héroes. Los niños cubanos,
hoy, tienen que ser "como el Che". La educación
es gratuita, pero los muchachos tienen que trabajar en los campos
recogiendo vegetales la mitad del día escolar. Lo hacen
mientras viven hacinados en escuelas y sin supervisión,
en un clima de promiscuidad, a veces a cientos de kilómetros
de sus hogares. Los niños no son los responsables de
las utopías y barbaries de los adultos.
No
es la historia de ayer. Esto sigue sucediendo en la Cuba de
hoy, bajo el general Raúl.
Por
eso, los cubanos también fuimos rusos, checos, alemanes
del Este, y hasta diría yo que hoy tenemos mucho en común
con la gente de Zimbabue, de Sudán, de Corea del Norte.
Esa es la realidad. Aunque a más de un prestidigitador
de la letra impresa, de un falsificador de la historia convertido
en productor de cine, de un magnate de la industria hotelera,
le parezca inconcebible, imposible de creer, difícil
de imaginar.
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