Por
Fernando Díaz Villanueva
El
castrismo, un régimen de un solo hombre
De
poco más de cien años que tiene Cuba como república
independiente, casi la mitad lo ha pasado bajo la férrea
dictadura de un solo hombre. A diferencia de otros regímenes
comunistas, el componente personal del cubano ha sido primordial.
Ni la Unión Soviética, ni ninguna de las antiguas
repúblicas populares del este de Europa dependieron tanto
de un liderazgo personal e intransferible como el de Fidel.
Un
binomio perfectamente engrasado. El comunismo cubano es inseparable
de Fidel Castro y Fidel Castro inseparable del comunismo cubano.
Así de sencillo. De ahí que, más que de
república popular cubana, se haya hablado siempre de
castrismo. Un sistema político con unas características
propias, cimentado sobre las tesis marxistas y llevado a la
práctica por un hombre sin escrúpulos, adicto
al poder, soberbio e implacable con sus enemigos.
Este
es uno de los motivos por los que el socialismo a la cubana
sólo haya arraigado con fuerza en la Isla. Ninguno de
los muchos intentos de implantarlo en otros países ha
funcionado, y eso que las autoridades cubanas no han escatimado
medios para propagar su revolución por el mundo. La insularidad
y el modo en el que el castrismo fue construyéndose y
echando raíces en Cuba es un fenómeno único
y, por lo tanto, irrepetible. Con Castro muere un modo de conquistar
y conservar el poder, un modo de llevar un país a la
ruina, un modo, en definitiva, de instalarse en el aparato del
Estado hasta dejarlo seco.
De
Moncada a Sierra Maestra
Pero, ¿cómo nació el castrismo? ¿Cuál
fue su acto fundacional? En esto, como en todo lo que rodea
a la controvertida revolución cubana, hay opiniones.
Para unos el castrismo tiene su punto de partida en la entrada
de los barbudos en La Habana el 1 de enero de 1959, para otros
un poco más tarde, con motivo de la frustrada invasión
de la isla por parte de los exiliados en 1961. Por último,
para los más volcados con la causa, el castrismo nace
el 26 de julio de 1953. Ni un día antes ni uno después.
En esa fecha se produjo el asalto de los cuarteles de Moncada
y Báyamo. Ambos fueron un fracaso y el Gobierno de Fulgencio
Batista detuvo a los instigadores, entre ellos a Fidel Castro.
Unos pasaron por el patíbulo, otros, más afortunados
como el propio Castro, fueron recluidos en espera de juicio.
El
26 de julio es la fecha por excelencia del castrismo, su octubre,
su santo y seña y el 26 es el número más
repetido de la reciente historia de Cuba. Así se llamó
el movimiento que tomó La Habana en 1959 y la omnipresente
propaganda del régimen insiste, una y otra vez, en ciudades
y aldeas, carreteras y caminos de cabras que "siempre es
26".
Batista
era un dictador al más puro estilo latinoamericano con
todas sus corruptelas y desórdenes incorporados. Había
llegado al poder tras un golpe de Estado en el que derrocó
a Carlos Prío Socarrás. Instauró un gobierno
autoritario y se dedicó a robar todo lo que pudo con
la inestimable ayuda de su camarilla. Por lo demás, era
rechoncho y malencarado pero, sobre todo, ladrón.
El
presidio para el joven abogado rebelde duró 22 meses.
Durante el juicio al que fue sometido hizo valer su condición
de letrado y ensayó ante el tribunal una pieza gloriosa
que el castrismo posterior transformó en fetiche, "La
historia me absolverá" se titulaba. En mayo de 1955
Castro fue excarcelado. Todavía pueden verse las fotos
en las que, vestido de punta en blanco, abandonaba la Isla de
Pinos. Los años de encierro del líder llevan siendo
exaltados más de 50 años aunque las buenas lenguas
se han encargado de desmitificarlos. Lo han hecho recurriendo
a las cartas que el propio Castro escribía desde la Isla:
"Comunicaron
mi celda con otro departamento cuatro veces mayor y un patio
grande, abierto desde las 7am hasta las 9pm. No tenemos recuento
ni formaciones en todo el día. Nos levantamos a cualquier
hora, (tenemos) agua abundante, comida y ropa limpia. No sé,
sin embargo, cuánto tiempo más vamos a estar en
este paraíso."
Tras
ser liberado hizo las maletas y se marchó a México,
al México del PRI. Su obsesión era conquistar
el poder en Cuba de cualquier modo, y, en Hispanoamérica
cualquier modo significa por la fuerza. Adiestró a unos
cuantos guerrilleros y puso rumbo a Cuba en el Granma, un yate
de recreo que había pertenecido a un norteamericano.
De aquí lo de Granma, es decir, "Grand Mother"
o "Abuelita". Arribaron de muy mala manera a la costa
cubana y, según pusieron el pie en tierra, el ejército
de Batista fue a por ellos, pero sin demasiado convencimiento,
porque Castro, junto a Ernesto Guevara y Camilo Cienfuegos,
sobrevivió.
Los
pocos que quedaban se reagruparon y, con lo que habían
salvado de la refriega, se encaramaron en la Sierra Maestra,
la región más deprimida y abandonada de toda Cuba.
La estrategia era sencilla.
1.-
Atacar todos los cuartelillos del ejército y desaparecer.
2.-
Atacar a todas las unidades militares que se internasen en la
sierra.
3.-
Salir en desbandada cuando los militares eran más o se
encontraban en terreno que les era propicio.
Castro
no inventó nada. Esta era (y es) una técnica muy
conocida por los salteadores de caminos de todo el mundo, y
de todos los tiempos.
Entonces
se produjo el milagro. Los guajiros arruinados de aquellas comarcas
empezaron a prestar ayuda a los revoltosos. Que si un cerdo
por aquí, que si algo de maíz por allá,
que si el hijo de fulano se alistaba voluntario, que si el primo
de zutano les subía provisiones de Santiago. Aquello
marcó el punto de inflexión. Batista no caía
bien a nadie y, aunque los bardos del castrismo lo hayan repetido
mil veces, tampoco era simpático para los norteamericanos,
que no dudaron en retirarle el apoyo logístico y vetar
la venta de armas a su Gobierno.
Los
barbudos de Castro, en cambio, poseían un atractivo arrebatador.
Eran jóvenes, valientes e idealistas. Los periodistas
de medio mundo se quedaron con la copla e hicieron campaña
por ellos. Así, entre lo uno, lo de los guajiros, y lo
otro, lo del buen nombre que Castro se estaba haciendo en el
extranjero, a la heroica guerrilla cubana se le pusieron las
cosas muy cuesta abajo. Tras dos años y pico de escaramuzas
y mucho malvivir en el monte, el ejército revolucionario
(que es como lo llamaban sus líderes) llegó a
La Habana y la hizo suya. El éxtasis estaba servido.
Batista huyó precipitadamente acarreando consigo la parte
del botín que le dio tiempo a salvar.
Socialismo
o muerte
Fidel Castro nunca había sido comunista, o, quizá
lo fuese pero nunca lo había confesado. Como los historiadores
y los periodistas no somos pitonisos, hemos de concluir que
Castro se hizo comunista una vez llegó al poder. Un caso
único y realmente persistente porque se ha muerto siéndolo.
El castrismo vino al mundo sin ideología formal. Eran,
en todo caso, jóvenes exaltados cuyo programa pasaba
más por devolver la democracia a Cuba que por implantar
otra dictadura.
Huelga
decir que el programa primero nunca se cumplió. Según
Fidel llegó al poder y sentó sus reales en la
poltrona se autoconvenció de que de allí sólo
lo iban a sacar con los pies por delante. Como todos los dictadores
latinoamericanos que en el mundo han sido. Con una pequeña
diferencia. Otros autócratas quieren mandar y ya está,
sin más aditamentos que el poder por el poder o el robo
a través del poder. Castro, sin embargo, y conforme fueron
pasando los meses desde su coronamiento laico en las calles
de La Habana, concibió un programa de transformación
social. Después de él a Cuba no la iban a conocer
ni los propios cubanos. Eso lo ha conseguido. La Cuba de 2006
no es ni un pálido reflejo de lo que fue en la década
de los 50. En todos los sentidos.
Mezclando
su natural tendencia a mandar con el hecho de que el mundo andaba
por entonces partido en dos bloques antagónico, Castro
encontró la coartada perfecta para perpetuarse en el
cargo. Si se alineaba con uno de ellos, con el opuesto a que
lideraban sus vecinos, tendría el poder garantizado de
por vida. En Moscú no permitirían que su peón
caribeño fuese desplazado, y le mimarían para
que la Isla se transformase en la plataforma desde la que el
comunismo liberador se extendería por el patio trasero
del archienemigo norteamericano.
Fidel Castro en la Asamblea General de las Naciones Unidas en
1960 El balbuciente castrismo dio así su giro definitivo.
En 1960 las relaciones con Estados Unidos se deterioraron considerablemente.
El gobierno revolucionario ordenó la expropiación
de empresas y propiedades norteamericanas en Cuba a la vez que,
en secreto, abría negociaciones con la Unión Soviética.
Castro entregó su país a la más cruel dictadura
de la historia por una cuestión de orden práctico:
seguir mandando. Otras consideraciones como la oportunidad de
las tesis marxistas o los desvaríos del Che Guevara fueron
secundarios. Fidel Castro, que a los treinta y tantos años
ya era un charlatán de feria con ínfulas de iluminado,
lo único que quería era que nadie hiciese con
él lo que él había hecho con Batista. Parece
prosaico pero es que fue así.
Para
evitar que eso sucediese precisaba forjar un régimen
implacable dentro e invulnerable fuera. Eso fue Cuba desde 1961
a 1991. Las purgas en el interior dejaron la represión
de Batista en un inocente juego de niños. Nada más
tomar las riendas del Estado dieron comienzo juicios públicos
con tribunales populares poblados de analfabetos sedientos de
venganza. A las farsas procesales le sucedieron palizas, torturas
y fusilamientos, muchos fusilamientos. El castrismo nació
en un paredón. La sangre de miles de cubanos inocentes
fue su agua bautismal. Un impostor argentino fue su sumo sacerdote.
Ajustadas
las cuentas con el pasado y modelado el país al antojo
de sus nuevos dueños empezó la sangría
humana. Cientos de miles de personas han abandonado la isla
en los últimos 47 años. Al principio legalmente,
después al riesgo de su propia vida. Millones de cubanos
viven hoy en el extranjero repartidos mayormente por Estados
Unidos y España. Es la Cuba errante, la que no olvida,
la que sueña y añora. El primer y definitivo síntoma
del castrismo para los que lo hemos conocido desde fuera es
el cubano desarraigado.
En
1961 parte de esos emigrantes concibieron la idea de invadir
Cuba del mismo modo que Castro había hecho años
antes en la expedición del Granma. Pidieron apoyo a Washington
y se dispusieron a desembarcar en Playa Girón. Los yanquis
les dieron cierta cobertura, pero insuficiente para enfrentarse
a ejército revolucionario. Fue un desastre, una chapuza
y, además, una mala idea. La amenaza externa es el primer
pilar que busca toda dictadura para consolidarse. El episodio
de Playa Girón (o Bahía Cochinos) es, en la mitología
castrista, un jalón imprescindible, motivo de infinidad
de canciones y poesías y alimento necesario con el que
a todo propagandista se le ponen los pelos como escarpias de
la emoción.
Castro con Kruschev Con idea de afianzar su naciente régimen
Fidel Castro tuvo una de las peores ideas del siglo XX: pedir
a Moscú que emplazase misiles nucleares en la Isla. Los
rusos, halagados por la generosidad caribeña, y obsesionados
con conseguir la paridad atómica con los Estados Unidos,
pusieron en marcha una operación secreta. Pero el gatuperio
que Castro y sus amos soviéticos se traían entre
manos fue descubierto por la Fuerza Aérea norteamericana,
por uno de los célebres aviones U-2 que vigilaban atentos
los cielos de la guerra fría para evitar desagradables
sorpresas al inquilino de la Casa Blanca.
Kruschev
aseguró que era mentira, que no iban a instalar misiles
ni nada parecido. Como era previsible, y más viniendo
de un comunista, el que mentía era él. Kennedy
no se dio por vencido y bloqueó los accesos marítimos
a la Isla. El punto álgido de la crisis se vivió
la última semana de octubre de 1962. La semana en la
que la humanidad estuvo al borde del infarto. Los que lo vivieron
pueden dar fe de ello. Castro, que siempre fue un fanfarrón
impresentable, deseaba que su padrino le enseñase los
dientes a Kennedy. No pudo ser. Estados Unidos era, felizmente
para todos, más poderoso que la Unión Soviética.
Así que se zanjó la crisis. Kruschev se retiró
y no volvió a intentar lo de los misiles ni ninguna jugada
parecida. Castro juró en arameo, puso a caer de un burro
al líder soviético y poco más; no era tan
importante como a él le hubiera gustado ser. Por fortuna.
La
cacatúa de Moscú
Fidel Castro con el primer ministro canadiense Pierre Trudeau
en 1976 La frustrada invasión de Playa Girón y
la crisis de los misiles apuntalaron el castrismo y le otorgaron
su fondo y forma definitiva. Nada esencial ha cambiado desde
entonces. Durante las décadas de los 60, 70 y 80, Cuba
se transformó en una ruinosa economía dependiente
por entero de las limosnas que recibía de Moscú.
Una ruinosa economía cuyo objetivo más sagrado
fue siempre propagar el socialismo en el Tercer Mundo. En eso
Castro y los suyos mostraron un celo mayor que el de sus amos
soviéticos.
Mientras
en La Habana o Santiago los cubanos iban al colmado de la esquina
con la cartilla de racionamiento en la mano, su Gobierno tenía
soldados repartidos por todo el continente africano. La de Angola
quizá sea la campaña más famosa pero no
la única. Miles de cubanos, imbuidos de un espíritu
de cruzada al modo socialista, perecieron en tierras tan lejanas
como Etiopía, Argelia o Somalia. De hecho, el propio
Che Guevara casi se deja la piel en el Congo junto un puñado
de cubanos para terminar dejándosela en Bolivia junto
a otro. Y todo por instaurar más dictaduras.
Como
todo comunista que se precie, Castro acusaba a los enemigos
de lo que él perpetraba en silencio. El imperialismo
socialista, tanto de la Unión Soviética como de
Cuba, es uno de los temas del siglo XX menos estudiados. Por
razones obvias, claro.
Dentro
de la isla, el nivel de vida y el de represión fueron
creciendo, pero a la inversa. Los cubanos, a lo largo de los
últimos 47 años, han sido cada vez más
pobres y menos libres, un paraíso del revés. Uno
de los muchos proyectos que los revolucionarios traían
bajo era acabar con el monocultivo azucarero y hacer de Cuba
una potencia industrial al estilo de Alemania o Checoslovaquia.
El que iba a obrar el milagro era Ernesto Guevara, un tipo de
gatillo fácil, mucho entusiasmo e indocumentado por completo
para las labores de gobierno. No consiguió nada, tan
sólo dilapidar preciosos recursos y desvariar a placer
durante varios años. A tal extremo llegó la cosa
que Castro le retiró y reorientó la economía
cubana a proporcionar azúcar al bloque soviético
a precios inflados. Nunca el azúcar fue tan monocultivado
como en los primeros años del castrismo. La zafra anual
se convirtió en una celebración a la que eran
invitados todos los habitantes de la Isla, desde los contables
hasta lo maestros de escuela. Una invitación que no podían
rechazar. Ni empleando a todo el país se consiguieron
los objetivos. Además, daba igual porque Moscú
y sus satélites compraban el azúcar a un precio
ficticio luego no había necesidad alguna de producir
más o menos, mejor o peor, era un simple destajo revolucionario
al que Castro se apuntaba sin complejos y con mucho fotógrafo
a su alrededor, para que quedase constancia gráfica de
su hazaña.
Los
subsidios moscovitas proporcionaron un mediano pasar al régimen,
que no a los cubanos. La carne, por ejemplo, es un lujo asiático
para las dos últimas generaciones de cubanos de a pie.
Las mismas que han vivido hacinadas en caserones y apartamentos,
las mismas que se han visto obligadas a consagrar los domingos
al trabajo voluntario, las mismas que, privadas del pan y las
palabras, mantienen la llama de la revolución encendida
en actos multitudinarios, reuniones callejeras de los comités
de defensa de la revolución y manifestaciones contra
el bloqueo, es decir, contra el embargo comercial, a estas alturas
tanto da.
El
castrismo tardío o como recrearse en la miseria
La caída del muro y la desintegración de la Unión
Soviética constituyeron un serio varapalo a la dictadura.
Muchos creyeron entonces que eso se acababa y que, como en Polonia
o Bulgaria, Bielorrusia o Estonia, se abría una nueva
etapa que arramblaría con el horrendo régimen
que les esclavizaba. Grave error de apreciación. No se
dieron cuenta que, más que una dictadura comunista, la
cubana es, esencialmente y por encima de cualquier otra consideración,
la tiranía personal de un individuo, en nombre, eso sí,
del comunismo.
El
fin de la pensión soviética (que a los jerifaltes
del régimen se les antojaba vitalicia) pusieron a Castro
en la disyuntiva de abrir la mano o dejarla cerrada. Eligió
lo segundo, lo hizo porque quería seguir mandando. Esa
ha sido la única lógica a la que Fidel Castro
ha sido fiel toda su vida: mandar. Un déspota no puede
permitirse aventuras que pongan su poltrona en almoneda. Amaneció
Cuba entonces al llamado "Periodo especial", es decir,
a ajustarse el cinturón hasta un extremo lindante con
lo intolerable. Todo menos cambiar, todo menos dejar que otro
ocupase el lugar del Comandante en Jefe. Años de miseria
sin nombre y represión sin cuento en los que hasta la
máquina de propaganda terminó gripándose.
La generación más joven de cubanos es casi lo
único que han conocido.
El
nuevo siglo, el que debía poner la luz al final del túnel,
ha traído un inesperado renacimiento de la utopía.
A Castro le han salido amigos criados entre los cascotes humeantes
del muro de Berlín, y la industria turística ha
hecho fluir miles de millones de euros al interior de la Isla.
Los cubanos no han visto ni uno. Los más afortunados
trabajan en hoteles que pertenecen sociedades mixtas del Gobierno
y multinacionales extranjeras. Se les remunera en pesos sin
valor alguno, pero el ministerio del ramo cobra por sus servicios
en dólares contantes y sonantes.
La
dignidad a la que se refieren muchos cuando hablan de Cuba es
eso, trabajar de gratis para el Estado o verse segregado en
su propio país por los extranjeros que llegan cargados
de dólares a tomar el sol... o a cumplimentar asuntos
íntimos por lo general inconfesables. Dicen que La Habana
de Batista y Beni Moré era, para los yanquis, un inmenso
casino con aires coloniales y vistas al Caribe. Tal vez sea
cierto. También lo es que La Habana actual, la de Castro
y Saramago, es una ciudad desvencijada y sujeta por la cincha
de un régimen brutal, vigilada por cámaras de
seguridad las 24 horas, poblada por un regimiento de ubicuos
policías que no pasan una. Una ciudad que ya no es un
casino, es un burdel. Poco más se puede decir.
El
legado del castrismo puede resumirse en dos palabras: ruina
y servidumbre. El resto está aún por escribirse.
|