Por
Federico Jiménez Losantos
Algún
día, algún primero de enero, me despertaré
en La Habana. Será en algún hotel o en la casa
de un amigo cubano, pero el sol vendrá del mismo sitio
y como acostumbra: turbulento, estrepitoso, apabullante desde
el amanecer.
Desayunaré
jugo de fruta, siempre digna de ver en el Caribe, tomaré
un aguachirle para mojar bizcocho y luego una coladita con los
demás.
Porque en esa mesa no estaré solo. Seguramente alguien
bendecirá la mesa y guardaremos un minuto de silencio
por los que no hayan llegado a ver ese día. Y si yo no
estuviera allí, que alguien me recuerde, porque no quisiera
morirme del todo sin despertar algún 1 de Enero en La
Habana.
Por
supuesto, desayunaré junto a los Montaner, con quienes
a solas o familiarmente acompañados hemos declarado tantas
guerras de papel, hemos promovido infinitos manifiestos y denuncias.
Habrán
pasado más de treinta años desde que conocí
a Carlos Alberto en Las Palmas, pidiendo la libertad para Padilla.
Heberto ya no podrá ver esa mañana, pero de algún
modo la verá. También estará y no estará,
abacialmente sentado, el gran Lezama Lima, a quien nunca llegué
a ver. Y a poco que alguien se descuide, Severo Sarduy se sentará
en sus rodillas.
Han
muerto tantos ya, esperando ese día. En España,
por ejemplo, Xavier Domingo, que tantas cosas hizo por la causa
cubana, la única causa, la de la libertad. Y tantos que
no recuerdo. Y tantos que no conozco, pero sé que son,
que han sido y estarán ahí. Leía sus esquelas
en Diario de América o El Nuevo Herald y recuerdo sus
tumbas, en el cementerio de Miami. Y siempre, españoles
al fin, recordando su pueblo natal. Julio Estorino me regaló
hace tiempo una guía de la rememoración municipal
que llevaré ese día para identificarlos.
Me
gustaría ver la escuela donde hizo las prácticas
como maestra Celia Cruz. Y la casa de Lezama, y el cuchitril
primigenio de Orígenes, y el piano impecablemente negro
de Bola de Nieve, y un atril de la orquesta que acompañaba
a Benny Moré. No iré a Tropicana si no actúan
Gloria Stefan, Willy Chirino y Albita. ¡Qué
culpa tengo yo de no haber nacido en Cuba!
Pero
eso será por la noche. Esta mañana, en la mesa
de al lado veo desayunar a los Mestre, Ramón y Carmina,
con su familia y sus amigos, tantos de ellos presos políticos
durante décadas en las cárceles de Castro. Había
que llegar a ese día y llegaron. Unos, vivos; otros,
en las vidas que iluminaron con las suyas. Veo a otros que conocí
al llegar desde la cárcel a Madrid, al piso de los Montaner
en la casa y calle de Cervantes: Valladares, Menoyo, Jorge Valls...
Son tantos que apenas recuerdo pero recuerdo muy bien. Eran
la dignidad rescatada, porque sólo al rescatar la suya
merecíamos la nuestra. Algunos habrán demostrado
que la libertad abarata las cosas y también a las personas.
Pero nadie debería pagar tan alto precio para comprobarlo.
Sin
embargo, esa mañana del 1 de Enero, en La Habana, se
habrán pagado todas las deudas, se habrá arruinado
la ruina, habrá perdido la vileza su pretensión
de eternidad, siquiera por un día. Después de
desayunar vamos a rendir homenaje a los mártires de la
libertad y hay que prepararse: termos, sombreros, gorras, ventiladores
de pilas, calzado cómodo, paraguas, sombrillas... todo
lo bebible y sudable será pronto pasto del sol. Después
del desayuno y antes de la manifestación habrá
que atender a los periodistas. A las radios cubanas de Miami
(ah, WQBO, La Cubanísima de los años 90, qué
recuerdos). A Libertad Digital, por supuesto. Y ni una sola
palabra a una sola periorrata de las que durante más
de cincuenta años defendieron a la más cruel,
estúpida y criminal dictadura de Ambos Siglos. Ah, que
no se nos olvide el espray para los mosquitos. Y la crema solar.
Y la pena. Y la alegría. Y la memoria. Habrá pasado
el tiempo, demasiado tiempo, pero, por fin, el 1 de Enero de
algún año estaremos en La Habana.
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