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| Semanario El Veraz | San Juan, Puerto Rico | |
Cuba, la isla más triste del Mundo. Parte II

Por Lygia Navarro
Escritora. Es becaria de investigación de la Fundación Phillips.

El éxito de Mirta se debió en parte al temor y la intuición de inmigrante que su padre tenía para planear las cosas. A comienzos de los sesenta, cuando el gobierno llamó a los dueños de negocios a entregar sus propiedades, él renunció a su tienda por algo de dinero y una pensión.

Así exitosamente evitó trabajar para el gobierno el resto de su vida. Su propio ganado le fue confiscado, pero sus hermanos le permitieron vender leche y queso de sus vacas. Esto bastaba para comprar en secreto terrenos para sus cinco hijos.

«Él tenía una visión de lo que iba a pasar», cuenta Mirta, orgullosa pero con pesar. «Todo esto –expresión cubana para el sistema – lo veía venir», dice, y él impulsaba a sus hijos a participar en el nuevo sistema lo menos posible.

Más adelante, cuando las hijas de Mirta y Gilberto crecieron, ellos les enseñaron la misma lección: manténganse en buenos términos con sus profesores y compañeros para que no puedan decir que son antirrevolucionarias, pero no se vendan uniéndose a la Juventud Comunista. «No hablamos mal de la revolución. Pero tampoco hablamos bien de la revolución».

Cuando se cansa de hablar, y a pesar de que todavía hace demasiado calor como para moverse, Mirta se dirige a la cocina para su vicio secreto: la enésima taza de café. Primero se detiene en su habitación y regresa con dos álbumes de fotos viejas: su esposo considerablemente menos cansado, Mirta con muchos kilos menos y las niñas despreocupadas y sonrientes.

El rasguño del metal suena desde la cocina, donde Mirta añade cucharadas de azúcar gruesa al café en la estufa y yo observo las fotos de sus dos niñas, descoloridas por el sol: retratos glamorosos de más joven antes de que todos sus amigos huyeran de Cuba, fotos de sus días de playa e imágenes de bebé del nieto de Mirta, quien nació justo cuando el país –y la vida de Mirta – se vinieron abajo en el Período Especial.

Cuando ya no había dinero para fotos familiares o ropa nueva. En realidad, no había para nada. Cuando Mirta se dio cuenta, con una fuerza de la que aún se está recuperando, de que todos los esfuerzos de su padre no habían sido suficientes.

Hay algo increíblemente deprimente en estas imágenes de un pasado dichoso que Mirta tiene tanta ansiedad de mostrarme. En saber que ella pronto caerá en un futuro perdidamente oscuro. Cuando Mirta vuelve con el café en una elegante tacita china para mí y una blanca y sencilla para ella, me pregunta una y otra vez qué pienso de las fotos. Si vi cuan distintos se veían. Quiere que yo sepa que existen pruebas.? Pruebas de que no había estado imaginándolo todo.

En La Habana existe una bruma, un malestar palpable. La gente contempla el vacío con las cejas levemente fruncidas, la rabia hace mucho tiempo tragada y reemplazada por la resignación. Por todos lados se ve el mismo gesto: en los autobuses repletos de la ciudad, en las oficinas burocráticas, en los profesores, amas de casa y obreros. Para muchos cubanos, la idea de escapar en una balsa de traficantes –lo que decenas de miles hacen cada año – es muchísimo mejor que sentarse a esperar que las cosas cambien. Dos músicos que conozco me contaron sobre la vez en que se sentaron juntos en el malecón. Uno de ellos, una mujer normalmente muy cuerda, conmocionó a su amigo al preguntarle si creía que fuera posible inventar un veneno para los tiburones. Incluso yo, que no soy cubana, cada vez que estoy en la isla tengo pesadillas oscuras e inquietantes en las que soy tomada de rehén, en las que se funden el encarcelamiento y la muerte.

Pero Mirta tiene la pastilla. Para olvidar. La frustración, la impotencia, los recuerdos. Es mágica, Mirta lo sabe. Una forma de tomar el control de una vez por todas. Antes de irse a la cama, a la hora justa cuando ya no puede soportar el estrés y está casi lo suficientemente exhausta como para dormir, saca la pastilla. Entonces llega la relajación. Al día siguiente, no hay sensación de aturdimiento, de resaca o de haber sido drogada. Un vacío en su vida, cada noche. Un minuto está despierta y alerta y al minuto ya no está.

Luego, a la mañana siguiente, se despierta de algún modo renovada como para enfrentar nuevamente las cosas. Ésa es precisamente la magia.

Hace muchos años, mientras compraba en un mercado agropecuario, Mirta se encontró con una anciana que vendía las pastillas. Encontrarla fue una de esas oportunas coincidencias que alimentan los niveles más bajos del mercado negro cubano, forjado más por mutua necesidad que por codicia: Mirta necesitaba las pastillas y la anciana necesitaba el dinero. Pero la mujer temía tanto ser atrapada –al vender la mitad de su receta mensual ya prescrita – que dejó esperando a Mirta en el mercado y se fue caminando varias cuadras a sacar las pastillas de su casa. Mirta se quedó paralizada por la ansiedad. ¿Acaso le estarían tendiendo una trampa? ¿Qué pasaría si la agarraban? Cuando finalmente la mujer volvió, Mirta sintió un alivio temporal. «Parte el alma», dice, « ¿sabes para qué ella necesitaba el dinero? Para comprar leche».

Ahora Mirta compra las pastillas a veinticinco veces su precio real de un farmacéutico corrupto. Alejandro, un amigo de Mirta, encontró un proveedor que entregaba las pastillas a los trabajadores de su oficina hasta varias veces al día. (La mayoría de farmacéuticos, incluyendo el proveedor de Mirta y Alejandro, se rehusaron a hablar conmigo, ya que las condenas por tráfico de drogas son largas).

Según Alejandro, la clave del éxito del proveedor está en distorsionar el mercado; en vez de vender cada paquete de pastillas a diez pesos, como los demás vendedores, él los vende a cinco. Aunque gana menos, la pastilla cuesta sólo cuarenta centavos, así que igual gana muchísimo dinero. Sus clientes, con pocos pesos que gastar, piden comprarle a gritos.

Teniendo en cuenta su sistema de salud gratuito, los cubanos están sorprendentemente bien informados en materia de medicina y tienen en casa pequeños botiquines, a menudo provistos de medicamentos del mercado negro. Después de todo, en medio de la gran escasez, las farmacias suelen carecer de los medicamentos más elementales.

La aspirina, por ejemplo, es casi imposible de conseguir. Y con los días colmados de interminables trámites burocráticos, los cubanos prefieren no perder trabajo ni dinero esperando en otra larga cola para que un médico exhausto les recete un medicamento probablemente agotado. Un médico de emergencias que ha sido testigo de pacientes que fingen convulsiones para recibir sedantes, me dijo a quemarropa: «En este país, todos quienes trabajan en una farmacia venden medicinas».

Ya avanzada la tarde del viernes, a través de una red de contactos, consigo dar con un farmacéutico retirado que acepta acompañarme a la farmacia de Centro Habana donde trabajaba y que, con su oscura madera y sus amplias puertas del piso al techo abiertas a la calle, se asemeja a una botica europea. Los altos estantes exhiben, sin estar llenos, cajas blancas de medicinas con severos diseños modernistas de los sesenta. La farmacéutica de turno, con un polo de tiritas, se seca el sudor del rostro a cada rato y se para tras el mostrador que divide la pequeña entrada del área donde se exhiben los medicamentos.

Al principio, me dice que ella no vende medicinas ilegalmente. Sin embargo, en La Habana los grados de corrupción son muy sutiles; luego de unos minutos, ella admite que de vez en cuando se topa con médicos «comprensivos» que le prescriben varias recetas de la pastilla mágica de Mirta, la misma que desaparece de los escaparates apenas llega un nuevo envío y por eso está siempre agotada. Ella «da» la patilla a los pacientes que la necesitan, quienes le pagan con regalos de cinco pesos por aquí y por allá. Comprenden que con un sueldo mensual de quince CUC, ella sufre la misma tensión económica que todos los demás.

La pastilla que eligieron Mirta y Alejandro es un sedante adictivo llamado meprobamato, el fármaco más popular en el mercado negro de Cuba. (Apareció en los Estados Unidos en 1955 como Miltown, y fue el primer fármaco psiquiátrico de consumo masivo y precursor de l Valium y el Prozac).

Sin embargo, ya que tantos cubanos se dopan para escapar de la frustración, simplemente no hay estigma alguno en esta sedación masiva.

El Gobierno no publica estadísticas sobre el consumo de meprobamato, pero prácticamente cada hogar tiene un alijo. Cifras oficiales señalan que, en un país de once millones de personas, el consumo anual de sólo tres sedantes –que incluye el Valium, que Mirta también consume, pero no el mepromabato – es de ciento veintisiete millones de comprimidos.

Una vez que hemos conversado por un rato, la farmacéutica me confía que todos sus compañeros también venden meprobamato, aunque nunca saben con anticipación cuándo llegarán los envíos. Ésta es una de las tantas tácticas del gobierno para lidiar con el tráfico de fármacos: las recetas sólo tienen validez por una semana, pero los pacientes y farmacéuticos falsifican recetas con fechas nuevas. Durante un tiempo, los pacientes podían llenar las recetas solamente en sus farmacias locales, pero tantos pacientes se quejaban de la falta de medicinas en los almacenes de sus farmacias que tampoco esto funcionó.

El gobierno lanza campañas televisivas sobre los peligros de la automedicación, pero el único segmento sobre el meprobamato no se ocupa del típico consumidor de una pastilla diaria sino de un adicto que toma diez cápsulas juntas. Los militares desmantelaron trescientas nueve ventas ilegales según la revista estatal Bohemia.

Sin embargo, los propios resultados de la encuesta de Bohemia arrojan que más del cincuenta por ciento de cubanos adquiere fármacos en el mercado negro. Si la mitad de los cubanos admiten esto ante la prensa estatal, uno solo puede imaginar lo que podrían ser las verdaderas estadísticas.

Una tarde, después de haber hablado por días sobre la salud mental y los medicamentos del mercado negro, Mirta me interrumpe en medio de una conversación. Debido a mis preguntas, ella ha notado que la pasión de Cuba por los sedantes es una anomalía. « ¿Los norteamericanos toman pastillas para dormir?», me pregunta. Como no quiero ofenderla, le digo que no es tan común y está estigmatizado por el estereotipo de las amas de casa infelices que engullen frascos de Valium.

Mirta se ríe. La posibilidad de caer por el precipicio está por doquier a su alrededor: casi todas las personas que conoce toman sedantes. «Porque la gente sabe que tiene que levantarse a comenzar todo de nuevo. Ha sido así por tanto tiempo en Cuba que si alguien no toma pastillas para dormir, eso sí es anormal». Tanto a ella como a Alejandro les molesta que su corrupto farmacéutico lucre con gente como ellos. Pero siguen comprando.

Mientras más hablo con profesionales de la salud y cubanos adictos a los sedantes, más me convenzo de que el gobierno tiene razones estratégicas para poner disponible el meprobamato principalmente en el mercado negro. Sin estadísticas oficiales, ¿quién sabe cuántos comprimidos se producen o cuántos cubanos los consumen?? Si el meprobamato estuviera adecuadamente disponible en las farmacias –y fuera más económico que en el mercado negro – ¿cuántos cubanos más correrían a doparse? Y la pregunta fundamental: ¿qué tanto miedo tiene La Habana de sus ciudadanos sin sedación?

Cuando el sol de una tarde opresivamente caliente se empieza a poner, voy con Alejandro –amigo de Mirta – a una heladería cerca de su casa después de su trabajo. (En agosto, casi todos están de vacaciones, pero Alejandro prefiere el aire acondicionado de su oficina al departamento de una sola habitación que ha compartido con sus padres los cuarenta y un años de su vida).

Hay una fantástica torre de dos pisos que se eleva sobre la heladería, que los vecinos llaman en broma Fama y Aplausos, por los atletas y músicos pagados por el gobierno que viven allí; a la distancia está el monumento a José Martí en la Plaza de la Revolución. Dentro de la tienda el aire acondicionado refresca y una docena de hombres colma las mesas tomando cerveza. Ni una sola persona come helados.

Finalmente, encontramos un sitio fuera, bajo un toldo y un grupo de palmeras. A pesar de que ya se acerca la noche, el aire sigue hirviendo y el rostro rubicundo de Alejandro gotea hilos de sudor. Con su corto cabello negro y tez oliva, su complexión es lo que los cubanos llaman trigueño. Tiene el cuerpo robusto pero un temperamento serio y nervioso que lo hace lucir casi siempre un poco turbado. Ordenamos jarras de Bucanero fuerte y oscura. A un dólar y veinticinco centavos, esta cerveza cuesta la décima parte de un sueldo mensual promedio y? rápidamente se entibia con el calor. Las compro yo. Cuando estoy a la mitad de mi cerveza, Alejandro ya está terminando su segunda.

Mientras enciende un cigarrillo, él cuenta una historia a la que regresará una y otra vez. En el caso de Mirta, su desencanto proviene de la pérdida de su mundo de niña. Para Alejandro, todo se concreta en la noche del Periodo Especial, cuando se quedaba hasta tarde viendo la televisión y tenía tanta hambre que ya no podía soportarla. ¿A esto hemos llegado?, pensaba, separando una parte de su ración de pan para el día siguiente aun cuando sabía que, con un pedacito muy pequeño para el desayuno, pasaría hambre igual mañana.

Asombrosamente, Alejandro me dice que durante el Periodo Especial, era más optimista sobre el futuro de Cuba y el suyo propio que hoy en día. Todos protestaban con tanta vehemencia, agitados por ese cóctel de calor y hambre, que el cambio se sentía inevitable. «Podías verlo en las caras de la gente», cuenta Alejandro. «Ahora puedo comer mejor pero no tengo la esperanza de que las cosas cambien».

La desilusión completa fue gradual, pero Alejandro tuvo su primera crisis en 1992. En agosto. Él era miembro activo de la Iglesia Católica –aun cuando Cuba había sido oficialmente atea por cuarenta años –, y un sacerdote organizó un viaje a España para un pequeño grupo de jóvenes feligreses. Viajar fuera de Cuba es un lujo increíble, pero durante el Periodo Especial era como ser transportado a un centro turístico instalado en el cielo y con todo incluido.

Sin mencionar nada al sacerdote, Alejandro y sus amigos hicieron un pacto para desertar en España y enrumbar a los Estados Unidos. «Éramos reaccionarios. No nos gustaba nada de esto», dice, usando ese código una vez más. Cuatro meses antes de su viaje de agosto, el cura murió. El viaje se canceló. El siguiente agosto, Alejandro se internó en un hospital psiquiátrico.

Su vida había perdido sentido, me cuenta. El crepúsculo aún es insoportablemente caluroso mientras comienza a beber su tercera cerveza. Detestaba su trabajo en un almacén, sufría un insomnio interminable y se sentía torturado por la ansiosa sensación de tener que hacer algo urgentemente pero sin saber qué. Se debilitó tanto que tuvo que dejar el trabajo y el gobierno le dio dos semanas de descanso y tratamiento psiquiátrico gratis.

Con el paso del tiempo y cierto nivel de resignación, la ansiedad disminuyó y Alejandro se esforzó en ocuparse de su vida, a pesar de que al final volvería con las pastillas, al igual que Mirta. Primero trató de huir de su hacinado departamento –y del hecho de que todos sus amigos, como los de la hija de Mirta, se habían ido del país– yendo al cine tan seguido que se volvió una enciclopedia cinemática.

Avergonzado, Alejandro cuenta que era algo mejor que en su niñez, cuando no tenía televisor y dependía de los vecinos que le dejaran ver la pantalla. Cuando éstos se acostaban, Alejandro iba a deambular por las calles buscando alguna ventana desde donde pudiera verse un televisor. Se sentaba en una calle a mirarlo de lejos hasta que aquellos extraños también se fueran a dormir.


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