Por
Luis Cino
Espero que nunca me obliguen a irme de Cuba. No soy particularmente
nacionalista (no me gusta el son y me aburren los frijoles negros),
pero la vida que se ha vivido no es una camisa que se cambia
cuando está sucia. No se vive largando el pellejo como
un reptil en época de muda. Vivir lejos de mi gente y
mis lugares sería como morir por anticipado, con la certeza
de que hay otra muerte por delante, la definitiva. Ya lo dijo
Raúl Rivero, un poeta amigo con el que suelo coincidir:
“Irse es un desastre”.
Para
empeorar las cosas, el que sale de Cuba por más de once
meses, además de perder su casa y todas sus pertenencias,
va con un castigo adicional: llevar en el pasaporte la frase
“salida definitiva”. La acuñaron funcionarios de un régimen
egoísta que se arroga el monopolio de la patria.
No
me quiero ir, nunca aceptaría venir de visita a Cuba.
Sé que aunque disguste a los dueños de mi patria,
no voy “a portarme bien”. Diré lo que tenga que decir
como mismo lo digo ahora. No voy a pedir un humillante permiso,
en una embajada administrada por segurosos, para entrar a mi
país. Entro y salgo de mi casa cuando me da la gana.
¿Por qué no voy a hacerlo en mi patria?
Emigrar
o fijar residencia temporal en otro país es un derecho
consagrado por el artículo 13 de la Declaración
Universal de Derechos Humanos. En Cuba se viola ese derecho,
como casi todos los demás de la Declaración, que
es considerada casi subversiva. La versión oficial insiste
en que la mayoría de los cubanos que se van del país,
lo hacen como la mayoría de los inmigrantes del Tercer
Mundo: por motivos económicos. No obstante, las autoridades
aplican el aberrante concepto de la salida definitiva. Los balseros
tienen que esperar varios años para que se les conceda
permiso para visitar Cuba.
En
absurdidad, las leyes migratorias cubanas sólo se comparan
a la ley de peligrosidad social pre-delictiva. Constituyen engendros
fascistas que costaría defender a los más convencidos
partidarios de la revolución de Fidel Castro. Pero siguen
ahí, en franco y testarudo desafío a todo lo que
es justo, humano y racional.
Hace
casi un año, corresponsales extranjeros acreditados en
La Habana dijeron que el gobierno cubano estudiaba flexibilizar
su legislación migratoria para eliminar los permisos
de entrada y salida del país. Luego del frenazo, nada
se habla del asunto. El destierro a perpetuidad es una tortura
sicológica. En los tribunales que juzgaron a los cabecillas
nazis, tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, los jueces
aliados consideraron las deportaciones como crimen de lesa humanidad.
Siendo
como somos, privar de su patria a un cubano es un pecado grave.
En la época colonial, el destierro era, después
de la muerte, el peor castigo que podían imponer las
autoridades españolas a un independentista. Hoy, el destierro
es la condición que pone el régimen cubano para
liberar a algunos presos políticos y de conciencia cuando
hace algún cambalache diplomático.
Adrián
Leyva, un periodista independiente de Palatino, La Habana, se
fue a Miami en el año 2005. Anunció que retornaría
antes de dos años. Demoró un poco más,
pero volvió a Cuba el pasado año. Venía
para quedarse, pero en octubre del 2008 las autoridades lo sacaron
del país por la fuerza.
Adrián
no se resigna a vivir fuera de Cuba. Por el derecho de todos
los cubanos a poder regresar a su país, ha escrito cartas
a jefes de estados latinoamericanos, al Vaticano, la Unión
Europea y al propio gobierno cubano. “Si no defendemos el derecho
a la nación que nos pertenece, ¿de qué
vale defender lo demás si lo primero es el ser humano
y el concepto de nación y familia?”, me pregunta Adrián
en un e-mail. Adrián Leyva, habitualmente un tipo moderado,
advierte que si no hay otro modo, desembarcará en cualquier
punto de la costa cubana: “No por desafiar al gobierno sino
por el derecho natural que me asiste. Y que pase lo que pase”.
Aunque
no conozco personalmente a Adrián Leyva, por sus correos
sé como se siente. Me temo que, de un modo u otro, regresará.
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