Por
Luis Cino
Están en ciertas páginas de internet. Tras ellas,
las paredes desconchadas y con cicatrices pregonan que malviven
en La Habana. Se anuncian, en colores, al mejor postor. Esperan
a alguien con plata (no importa la edad, el idioma ni cómo
huela) que se las lleve lejos.
Son
adolescentes tan bellas y sensuales, tan súper sexies,
que te hacen sentir mal.
Tan mal como si también tú fueras culpable de
sus impúdicas poses, de las sábanas revueltas,
la humedad en las paredes o la tristeza que no logran ocultar
sus ojos de niñas.
Me
preocupé cuando vi sus fotos y en vez de excitarme, sentí
algo muy parecido a la depresión.
Pensé
que me ponía viejo. Luego comprendí que la pena
no tenía que ver con la edad ni la testosterona. La rubita
de una foto me recordó a mi hija.
No
es que me esté volviendo un santo. No vivo en las nieves
de Laponia. Sé muy bien como es “esto”. Al duro y sin
guante. Precisamente por eso, hay cosas que mi estómago
ya no puede soportar. Traté de digerirlas durante demasiado
tiempo. Ya no puedo con tanta mierda.
No
quiero me digan que no son putas, sino que están “en
la lucha”. ¿Hasta cuándo vamos a embarrar las
palabras y a hacerlas cómplices de la mala conciencia
nacional? No me van a consolar con aquello de que son las putas
más instruidas del planeta. Allá los degenerados
a los que ese sofisma cínico e infame sirve de consuelo.
De ser cierto, la vergüenza sería mayor. Si por
acá fuera como Dios manda, esas muchachas, cultas y saludables,
no tendrían necesidad de venderse a cualquier baboso
por un trapo o una cena en La Cecilia.
No
voy a negarlo. Putas siempre hubo. Aún después
que la revolución anunció que había acabado
con ellas. Sólo que no eran tantas ni tan jóvenes
como ahora.
Las
recuerdo, cuando aún las llamaban jineteras, con la falda
muy corta, tras el rastro de los marineros griegos o de cualquier
otro marino que no fuera ruso. Los tripulantes de los barcos
soviéticos apestaban y tenían poco que dar. Apenas
cigarros papirosas y camisas de nailon. Ellas, sinceramente,
por lindas, generosas, desdichadas, y porque no eran culpables
de ser putas, merecían mucho más.
Algunas
fueron mis amigas. Les gustaban los pantalones Lee, las películas
de Alain Delon, la música de las emisoras radiales americanas
y ninguna aspiraba a pescar un dirigente. Me ayudaron a escapar
sin comillas. Me mataron el hambre. Todas las hambres. Una noche,
en el Scherezada, una juró que me amaba y que siempre
sería sólo mía. Como en una canción
de Manzanero que bailamos muchas veces. No sé por qué
rincón del mundo andará. Qué importa si
mentía. Por entonces, todos, de una forma u otra, mentíamos.
Sólo así pudimos sobrevivir.
Ellas
tenían la mirada triste, pero no tan desoladoramente
triste como la muchacha que se acaricia el clítoris,
me saca la lengua y me mira desde la pantalla del ordenador.
¿A quién va a engañar con su pose lujuriosa
de utilería? Tampoco me engañan las que ríen
a la espera de clientes en la puerta de la Casa de la Música,
en Miramar, o las que caminan, el culito apretado y la barriguita
al aire, preciosa y vacía, por las aceras de Obispo rumbo
al Parque Central.
Sabemos
bien cuán terrible es lo que pasó y todavía
pasa en nuestras vidas. ¿O será todo lo que no
pasó? La juventud que nos robaron en espera del cumplimiento
de las metas y las promesas. La felicidad que no pudimos tener
porque la patria (o lo que llamaban la patria) siempre esperaba
por nuestro sacrificio.
No
me engañan, pero puedo entender (¡qué remedio!)
por qué se desnudan y miran desafiantes a la cámara.
Ni siquiera tienen que justificar si se besan o restriegan con
otras. No importa mas allá del lente, son gajes de “la
lucha”.
Ellas
“no están en nada”. Sólo se aburrieron de comer
arroz y frijoles y de dormir en una barbacoa. De la telenovela
brasileña y las canciones de Carlos Varela y Paulito
FG. De limpiar los pasillos de las becas en el campo y chivatear
a las amigas. De la bicicleta china del novio y de la peste
a sudor que deja hacer el amor, de prisa y con condón,
entre los matorrales. Alguien les dijo que la vida podía
ser algo más y ellas reventaban de ganas de creer, por
poco que fuera, en algo.
No
me lo vuelvan a decir, aceptemos que “no hay más ná”.
Ok, pero no me pidan que me excite y se me haga la boca agua
con sus fotos ni que pague sus tarifas en cuc (pesos cubanos
convertibles) en uno de los inmundos cubiles habaneros de la
gozadera. Me sentiría indigno y ruin. Y entonces sí,
muy viejo. Tan viejo como los dinosaurios culpables del desastre.
Mi generación, tan mísera y hambreada como la
de estas muchachas, no se adapta a pagar por “hacer el amor”.
Menos con niñas. Una buena señal, después
de todo.
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