Reproducimos
la autocrítica carta con que dio punto final a su existencia
el director de la revista Bohemia, el hombre que mandó
a Pablo de la Torriente a cubrir la guerra civil en España,
Miguel Ángel Quevedo. Sobre él escribió
el periodista independiente cubano Lucas Garve:
"Bohemia tuvo como director y artífice una
figura ya olvidada en Cuba, Miguel Ángel Quevedo.
A juzgar por aquellas Bohemia que pude leer en mi infancia
y adolescencia, Quevedo hizo de la revista una publicación
independiente y plural, donde firmas de distintos tintes
ideológicos calzaban artículos, crónicas
y ensayos, cuya única razón de ser publicados
se daba por la excelencia periodística. Lo mejor
de la intelectualidad cubana tuvo las puertas de Bohemia
abiertas sin distingo ideológicos; sin embargo,
Bohemia no se convirtió en una publicación
para elites.
Así Bohemia contribuyó a elevar, exponer
y difundir el nivel cultural de un país que avanzaba,
sin contar con lo que estimo el aporte principal de la
revista en la historia del país en el siglo 20:
la afirmación de la identidad nacional".
Si este Quevedo no hubiera tenido el mérito de
hacer de aquella Bohemia, la revista cubana más
conocida del mundo, y la mejor en su género de
Iberoamérica, aún merecería un puesto
en esta galería, por la honestidad ejemplar del
último escrito de su vida.
Miami,
Florida 12 de Agosto de 1969
Sr. Ernesto Montaner.
Querido Ernesto:
Cuando recibas esta carta, ya te habrás enterado
por la radio de la noticia de mi muerte. Ya me habré
suicidado -!al fin!- sin que nadie pudiera impedírmelo,
como me lo impidieron tú y Agustín Alles
el 21 de enero de 1965. ¿Te acuerdas? Ese día
entraste en mi despacho a entregarme un artículo
tuyo. Conversamos un rato. Pero notaste que yo estaba
ausente del diálogo.
Me vistes preocupado, triste, muy triste y profundamente
abrumado. Y me lo dijiste. Pensé en mi hermana
Rosita, a quien adoro y se me llenaron de lágrimas
los ojos [..] Te confesé que en el momento que
llegaste a mi despacho, estaba pensando darme un tiro
en la cabeza. Y hasta te dije que mi única preocupación
era Rosita, que me viera tirado en el suelo sobre un charco
de sangre. No quería dejarle esa última
imagen, habiendo decidido - y también te lo confesé
suicidarme acostado en el sofá para que, al verme,
tuviese la impresión que dormía.
Recuerdo la expresión de pena y asombro que había
en tu cara. Te levantaste. Fuiste a mi escritorio y le
quitaste las balas al revólver. Y allí,
sentado en la silla del escritorio me dijiste: "Estás
loco, Miguel, estás loco" . Me hablaste de
Dios. De la perdición eterna de mi espíritu.
De la brevedad de la vida. De la falta que yo le haría
a Rosita, dejándola sola en el mundo. Me hablaste
de veinte cosas. Y viendo que me resbalaban, me amenazaste
con llamar a Rosita y a todos los empleados de Bohemia
para enterarlos. Te supliqué que no lo hicieras.
Comprendí la responsabilidad que mi confesión
te habría echado encima. Y te juré por la
vida de Rosita que no lo haría.
Convencido que me habías desviado del propósito
- al menos por el momento -, saliste de mi despacho. Te
encontraste a la salida con Agustín Alles y se
lo contaste. Y tú y Agustín se fueron a
ver al doctor Esteban Valdés Castillo. Me llamaron
de la casa de Valdés Castillo y me pusieron al
habla con él. Un gran médico de excepcional
talento. Quiso verme con urgencia, pero no nos vimos.
Lo que hicimos fue hablar mucho por teléfono. Cuando
no me llamaba él a mi, lo llamaba yo a él.
Pero hablábamos todos los días. Con quien
jamás volví a hablar jamás fue contigo.
Perdóname, pero pensé que habías
hecho mal al divulgar algo que yo te había dicho
a ti amistosamente, en un momento de flaquezas. Y no volvimos
a tener comunicación hasta hoy, en que ni tú,
ni Agustín Alles, ni Valdés Castillo, ni
nadie me hubiera impedido llevar a vías de hecho
mi determinación. Estás, pues leyendo, la
carta de un viejo amigo, muerto. Valdés Castillo
tenía razón cuando afirmaba que la idea
del suicidio pasaba por la mente del paciente en forma
de círculos, que cada vez se iba reduciendo hasta
convertirse en un punto. Mi punto llegó.
Sé que después de muerto lloveran sobre
mi tumba montañas de inculpaciones. Que querrán
presentarme como "el único culpable"
de la desgracia en Cuba. Yo no niego mis errores ni mi
culpabilidad, lo que si niego es que fuera "el único
culpable". Culpables fuimos todos, en mayor o menor
grado de responsabilidad.
Culpables fuimos todos. Los periodistas, que llenaban
mi mesa de artículos demoledores contra todos los
gobernantes, buscadores de aplausos que, por satisfacer
el morbo infecundo y brutal de la multitud, por sentirse
halagados por la aprobación de la plebe, vestían
el odioso uniforme de los "oposicionistas sistemáticos".
Uniforme que no se quitaban nunca. No importa quien fuera
el presidente. Ni las cosas buenas que estuviera realizando
a favor de Cuba. Había que atacarlos, y había
que destruirlos. El mismo pueblo que los elegía,
pedía a gritos sus cabezas en la plaza pública.
El pueblo también fue culpable. El pueblo que quería
a Guiteras. El pueblo que quería a Chibás.
El pueblo que aplaudía a Pardo Llada. El pueblo
que compraba Bohemia, porque Bohemia era vocero de ese
pueblo. El pueblo que acompañó a Fidel desde
Oriente hasta el campamento de Columbia.
Fidel no es más que el resultado del estallido
de la demagogia y de la insensatez. Todos contribuimos
a crearlo. Y todos, por resentidos, por demagogos, por
estúpidos, o por malvados, somos culpables de que
llegara al poder. Los periodistas conocieron la hoja penal
de Fidel, su participación en el Bogotazo comunista,
el asesinato de Manolo Castro, y su conducta gansteril
en la Universidad de la Habana, pedíamos una amnistía
para él y sus cómplices en el asalto al
Cuartel Moncada, cuando se encontraba en prisión.
Fue culpable el Congreso que aprobó le Ley de Amnistía.
Y los comentaristas de radio y de televisión que
lo colmaron de elogios. La chusma que le aplaudió
deliradamente en las galerías del Congreso de la
República. Bohemia no era más que un eco
de la calle. Aquella calle contaminada por el odio que
aplaudió "los veinte mil muertos". Invención
diabólica del diplománo Enriquito de la
Osa, que sabía que Bohemia era un eco de la calle,
pero también la calle se hacía eco de lo
que publicaba Bohemia.
Fueron culpables los millonarios que llenaron de dinero
a Fidel para que derribara al régimen. Los miles
de traidores que se vendieron al barbudo criminal. Y los
que se ocuparon más del contrabando y del robo
que de las acciones militares en la Sierra Máestra.
Fueron culpables los curas de sotana roja que mandaban
a los jóvenes para la Sierra Maestra a servir a
Castro y sus guerrilleros. Y el clero, oficialmente, que
respalda a la revolución comunista con aquellas
pastorales encendidas, conminando al Gobierno a entregar
el poder.
Fue culpable Estados Unidos de América, que se
incautó de las armas destinadas a las Fuerzas Armadas
de Cuba en su lucha contra los guerrilleros. Y fue culpable
el State Department, que apoyó la conjura internacional
dirigida por los comunistas para adueñarse de Cuba.
Fueron culpables Gobierno y la Oposición, cuando
el Diálogo Cívico, por no ceder a llegar
a un acuerdo, decoroso, pacífico y patriótico.
Y los infiltrados por Fidel Castro en aquella gestión,
para sabotearla y hacerla fracasar, como lo hicieron.
Fueron culpables los políticos abstencionistas,
que cerraron las puertas a todos los cambios electoralistas.
Y los periódicos que, como Bohemia, le hicieron
el fuego a los abstencionistas, negándose a publicar
nada relacionado con aquellas elecciones.
Todos fuimos culpables. Todos. Por acción u omisión.
Viejos y jóvenes. Ricos y pobres. Blancos y negros.
Honrados y ladrones. Virtuosos y pecadores. Claro que
nos faltaba la lección increíble y amarga:
que los más "virtuosos" y los más
"honrados", eran los pobres.
Muero asqueado. Solo. Proscrito. Desterrado. Y traicionado
y abandonado por amigos a quienes brindé generosamente
mi apoyo moral y económico en día muy dificiles.
Como Rótulo Betancur, Figueres, Muñoz Marín.
Los titanes de esa "Izquierda Democrática"
que tan poco tiene de "democrática" y
si de "izquierda". Todos, deshumanizados y fríos,
me abandonaron en la celda. Cuando se convencieron que
yo era anticomunista, me demostraron que eran antiquevedistas.
Son los presuntos fundadores del tercer mundo. El mundo
de Mao Tse Tung.
Ojalá mi muerte sea fecunda. Y obligue a la meditación.
Para que los que pueden, aprendan la lección. Y
los periódicos y los periodistas, no vuelvan a
decir jamás lo que las turbas incultas y desenfrenadas
quieran que ellos digan. Para que la prensa no sea más
un eco de la calle, sino un faro de orientación
para esa propia calle. Para los millonarios no den más
sus dineros a quienes después les despojan de todo.
Para que los anunciantes no llenen de poderío con
sus anuncios a publicaciones tendenciosas, sembradas de
odio y de infamia, capaces de destruir hasta la integridad
física y moral de una nación, o de un destierro.
Y para que el pueblo recapacite y repudie a esos voceros
del odio, cuyas frutas hemos visto que no podían
ser más amargas.
Fuimos un pueblo cegado por el odio. Y todos éramos
víctimas de esa ceguera. Nuestros pecados pesaron
más que nuestras virtudes. Nos olvidamos de Nuñez
de Arce, cuando dijo: "Cuando un pueblo olvida sus
virtudes, Ileva en sus propios vicios su tírano"
Adiós. Este es mi último adiós. Y
le dije a todos mis compatriotas que yo perdono con los
brazos en cruz sobre mi pecho, para que me perdonen todo
el mal que yo he hecho.
Miguel Angel Quevedo |