Carlos
Alberto Montaner
Los
castropatólogos están en guardia, alarmados y
haciendo sus cábalas. Los pronósticos más
sombríos y radicales apuntan en la dirección de
un deceso inminente: tromboflebitis y gangrena. Otros opinan
que no es más que una ilusionada tontería. Como
es notorio, la castropatología es la ciencia que estudia
cuidadosamente la salud del comandante. ¿Qué ha
pasado ahora? Fidel Castro, de 76 años, tras cumplir
cuarenta y cuatro al frente del manicomio, acaba de anunciar
que no acude al parlamento porque padece linfangitis como consecuencia
de la picada en una pierna de un mosquito contrarrevolucionario
o de una garrapata de la CIA, tras cuyo ataque artero se rascó
vigorosamente, infectando la herida, episodio que ha puesto
en marcha todos los rumores y no pocas esperanzas.
El
caso es que sus enemigos ya lo ven dentro de un féretro,
pálido, inmóvil y en silencio, si es que una vez
muerto consiguen mantenerlo callado, extremo que no es posible
asegurar con total certeza. ¿Por qué esa ansiedad?
Sin duda, porque existe la generalizada convicción de
que una vez desaparecido el dictador todo comenzará a
cambiar en la isla, aun cuando el hermano Raúl, heredero
designado, sea capaz de ocupar el poder sin demasiados tropiezos.
Probablemente
ese razonamiento sea válido. Raúl Castro no es
un reformista que intentará democratizar el país,
ni tiene la menor intención de aflojar las riendas represivas,
pero su talante personal es totalmente diferente al de su hermano.
A Raúl, por ejemplo, le importan muy poco las aventuras
ideológicas internacionales y no va a perder mucho tiempo
luchando contra el ALCA o respaldando al Foro de Sao Paulo.
Esas son manías de Fidel, ''locuritas'', como suelen
decir los nicaragüenses. Mientras Fidel Castro quiere cambiar
el destino del mundo y se ve a sí mismo y a la revolución
como partes fundamentales e inseparables de una gran aventura
planetaria, Raúl se conforma con ser un eficiente policía
local, criar gallos para verlos pelear y hacer chistes con los
amiguetes del ejército que dirige desde octubre de 1959.
Son
dos hermanos diametralmente diferentes. Fidel es el voluntarioso,
el imaginativo, el que no conoce la duda ni la prudencia. Raúl
es más bien temeroso, calculador, convencido de sus muchas
limitaciones. Fidel se ha pasado la vida librando batallas colosales.
Se ha peleado con los norteamericanos, con los rusos, con los
chinos. Mandó cuatrocientos mil hombres a pelear en Africa
durante quince años. Al principio de la revolución
decidió solucionar las necesidades de proteína
de los cubanos criando conejos gigantes. Veinte años
más tarde se propuso terminar con el desabastecimiento
de leche encargándoles a sus genetistas el desarrollo
de vacas enanas para que cada familia cubana pudiera contar
con un dulce rumiante en la sala de la casa. No contento con
hacer ''hombres nuevos'', quiso fabricar vacas, conejos y gallinas
nuevas, mucho mejor diseñados que los que Dios, ese aficionado,
ha puesto sobre la tierra.
Raúl,
en cambio, siempre tuvo grandes dudas sobre la conveniencia
de mandar sus tropas a pelear en guerras imperiales en Africa,
y parece satisfecho con el tamaño de las vacas y de los
conejos, aunque es probable, a juzgar por los testimonios de
sus subalternos y de los diplomáticos, que preferiría
que las botellas de whisky fueran un poco mayores que las habituales.
Es decir: Raúl Castro es una criatura tallada a escala
humana, y no como su hermano, que parece concebido en un tubo
de ensayo a partir de las células madre de Alejandro
Magno, Napoleón y Maximiliano Robespierre.
Pero
Raúl no contempla la diferencia que lo separa de su hermano
como una limitación, sino como una ventaja con la que
piensa negociar con los estadounidenses tan pronto haya conseguido
enterrar a Fidel. A partir de ese momento, una vez transcurridos
los treinta días de duelo, le comunicará a Washington
un mensaje tranquilizador: “Yo no soy un sicópata
mesiánico como mi hermano, aquejado de espasmos imperiales,
sino un tirano doméstico, municipal y espeso, rodeado
de yuppies vestidos de uniforme, y a cambio de normalizar las
relaciones les prometo mantener el orden, evitar el éxodo,
perseguir el narcotráfico y romper los lazos con los
movimientos guerrilleros, cancelando la etapa antiamericana
de la revolución''.
No
creo que Raúl logre su propósito, pero el camino
que ha tomado para conseguir sus objetivos son los militares
norteamericanos. Sus generales de confianza se reúnen
con ciertos generales estadounidenses para discutir asuntos
concernientes a la base de Guantánamo, o en seminarios
convocados para examinar cuestiones históricas, y de
una manera sutil los raulistas intentan persuadirlos de las
ventajas de ese cambio de posiciones: tras la muerte de Fidel,
la revolución se tornará dulcemente vegetariana,
limitando su horror y su terror al ámbito de los cubanos,
y la Casa Blanca, si acepta el trato, enterrará el hacha
de la guerra, levantará el embargo y mirará en
otra dirección cuando los gritos de las víctimas
sean demasiado hirientes. A esa inmensa canallada que, felizmente,
no se materializará, unos y otros generales comienzan
a llamarle “pragmatismo''.