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| El Veraz. | San Juan, Puerto Rico |
La vista gorda

Manuel Vázquez Portal

Sindulfo crió a su hija con un rigor de convento. No le permitió nunca decir obscenidades. Le prohibió jugar con varones, y sus amiguitas eran seleccionadas. Margarita creció como bajo una campana de cristal.

El la llevaba a la heladería, al parque de diversiones. No consintió en conversaciones de doble sentido delante de ella. No admitió que nadie se propasara. La mejor manera de buscarse una bronca con Sindulfo era faltarle a Margarita. Ella vivía segura de que su padre sería capaz de matar por defenderla. Sólo tenía que abrir la boca para que él la complaciera. Nunca la regañó, y de levantarle la mano ni soñarlo.

Se hizo una mujer creyendo que siempre tenía la razón. Veía en su padre más que a un amigo, un amparo y una protección, una especie de Dios fabricado a la medida de sus caprichos. Para ella era el hombre más justo, más inteligente, y más fuerte de cuantos conociera. A sus ojos Sindulfo era la perfección.

No necesitaba más que quejarse de algo, para que él saltara dispuesto a morir por eliminar la causa de su malestar. Siempre que analizaba la conducta de su padre le parecía que era un hombre intachable, que nada en él la podría defraudar, avergonzar. Era trabajador, comedido, sensato, excelente marido y mejor padre. Siempre fue su confesor y consejero, no hubo jamás puertas de su corazón o su pensamiento que no se abrieran frente a él.

En él halló, desde niña, comprensión, alivio, y prudencia para enfrentarlo todo. El motivo de su llanto desconsolado y hondo arrebujada entre los brazos de su madre no era por lo que aquel extranjero le había dicho, sino por la respuesta que le dio su padre cuando ella se lo contara.

El viejo Sindulfo, arrastrado por las estrecheces de un país en bancarrota, había habilitado dos habitaciones de la casa para alquilarlas a extranjeros. Margarita y su madre se sintieron agredidas, y despojadas de su privacidad en los primeros momentos, pero Sindulfo las convenció de que era la única manera que tenían de sobrevivir al naufragio cubano. Las mujeres, contrariadas, aceptaron.

Los primeros inquilinos se habían comportado debidamente. El negocio marchaba bien. Sin embargo, aquella tarde sobrevino el desastre.

Margarita se dirigía al baño. Iba oliendo una toalla recién extraída de la gaveta, el pelo suelto, la bata de estar insinuando su cuerpo ondulado.

- Si necesita ayuda, no tema en solicitarla- le dijo con voz melosa uno de los inquilinos de turno.

Ella, trémula, temiendo que su padre asesinara al atrevido, apuró el paso y se encerró en el baño. Dejó que el agua le calmara el sofoco. Se demoró cuanto pudo. Como un perseguido, entreabrió la puerta, y al cerciorarse de que nadie la miraba atravesó el pasillo hasta su cuarto casi corriendo.

- Papá, me ha ocurrido algo espantoso- comenzó cuando su padre se dispuso a oírla. Le contó en detalles lo ocurrido.

Sindulfo sintió que las venas de la sienes le latían fuertemente, las manos se le crisparon sobre los pantalones, una mejilla se le movía involuntariamente. Al fin dijo: - Hija, ese hombre paga 40 dólares diarios; a veces hay que hacerse el de la vista gorda.


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