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| El Veraz. | San Juan, Puerto Rico |
Moscú, 45 años después

PLINIO APULEYO MENDOZA

Antes de volver allí el invierno pasado, guardaba yo de Moscú un recuerdo viejo y agotador. Viejo porque data de 1957, cuando asistí con García Márquez y otros amigos al llamado Festival Mundial de la Juventud. Y agotador porque dicho festival se convirtió en un hervidero de once mil jóvenes comunistas o ''progresistas'' --como se nos llamaba entonces a los compañeros de ruta-- venidos de todos los rincones del planeta.

Recuerdo parques y refectorios abarrotados, mucho polvo, mucho ruido y calor, colas para todo y una abrumadora sobredosis de folclore soviético, de discursos y lemas tan difíciles de digerir como los platos con repollo nadando en grasa que nos servían ineluctablemente cada día. También, para ser justos, nos quedó el almíbar nostálgico de una canción llamada Tardes de Moscú, que oíamos en las noches, a través de altavoces. Nunca la conseguimos olvidar.

Moscú parecía entonces una inmensa aldea. Las avenidas eran más anchas que las de cualquier ciudad del mundo, sólo que parecían muertas en el calor del verano, con edificios públicos parecidos a grandes tortas de boda y sin nada de lo que uno estaba acostumbrado a ver en cualquier ciudad capitalista: almacenes, bares, cafeterías, restaurantes o vallas de propaganda comercial.

Apenas, aquí y allá, las barbas inevitables de Marx, Engels o Lenin. Mal iluminadas, esas avenidas interminables tenían de noche un aire lúgubre. Aparte de los autobuses de servicio público, todo lo que uno veía circulando en esa aridez de asfalto eran unos escasos Chaikas, nombre que en ruso significa gaviota, que usaba entonces la nomenclatura soviética. Pasaban rápidos y sigilosos como si no quisieran contaminarse con los proletarios rasos.

El aire rural que uno le encontraba a la ciudad quedaba acentuado por sus habitantes. Estaba vivo en su aspecto, ropas, en su manera lerda de andar y sobre todo su olor, ese olor a dolida humanidad sin baño que uno respiraba en toda la Unión Soviética y que era como su marca de fábrica desde Siberia hasta los Urales. Si por casualidad llegaba uno a percibir en la multitud una muchacha bonita, su encanto se esfumaba apenas sonreía, por obra de uno o dos dientes de metal.

A falta de cafés o restaurantes, el único lugar donde uno podía sentarse a descansar eran los parques. Tomarse un helado o beber algún refresco con aroma a tónico capilar (así decía Gabo) requería una paciencia de buey en una cola que bien podía representar dos horas de espera. Sólo un comunista con el cerebro lavado por los libros de Marx o de Lenin podía encontrar agradable aquello. La URSS era un país de pacientes rebaños humanos. Allí uno estaba tan lejos de Dios como de la Coca-Cola. Lejos de todo.

No había nada que comprar. Las colas se repetían en el GUM --el más vasto espacio comercial de Moscú-- sólo para adquirir un artículo de primera necesidad que reaparecía milagrosamente en el mercado: una cuchara, por ejemplo. De resto, el GUM no era sino un bazar atestado de polvorientos artículos de pacotilla.

Pese a que se había iniciado ya un proceso contrario al estalinismo, la única persona que se atrevió a mencionarnos a Stalin fue una señora muy vieja a quien García Márquez le halló un inquietante parecido con Jean Cocteau. Y se parecía ciertamente a Cocteau pese al sombrero de flores artificiales que llevaba en la cabeza y que debía haber heredado de alguna abuela en tiempo de los zares. Enseñándonos la fachada del teatro Gorki, nos dijo en francés que aquel lugar era llamado en Moscú el teatro de las pommes de terre (papas o patatas) porque lo mejor que había tenido estaba bajo tierra (autores, directores o actores), y no precisamente por pacífica defunción natural; allí, bajo tierra, los había mandado la manía persecutoria del moustachu (bigotudo) que veía enemigos en todas partes.

Con ese nombre, mostachu, la señora del sombrero de plumas se refería siempre a Stalin, cuyo cuerpo embalsamado todavía le hacía compañía a Lenin en el Mausoleo de la Plaza Roja. Los rusos que hacían larguísimas colas para verlo, lo contemplaban nunca supimos si con fervor religioso o temor, aunque ahora Stalin sólo parecía un buen abuelo durmiendo una siesta eterna, después de haberle ocasionado a su país la pesadilla atroz de cuarenta millones de muertos y otras desgracias que habrían hecho palidecer de envidia a Iván el Terrible.

Pues bien, volver 45 años después a Moscú era como volver a otra ciudad. Ninguna semejanza con la que uno había visto, salvo lo que siempre tuvo de inmutable: basílicas, la Plaza Roja, el Kremlin, la catedral de San Basilio. Para acentuar semejante impresión, en vez de la colosal aldea castigada por el sopor del verano que uno había encontrado en 1957, ahora se encontraba uno en un sofisticado Moscú de cúpulas bizantinas, calles, abedules y plazas cubiertas por un sudario de nieve.

Con todo, la temperatura era lo de menos. Había otra cosa más definitiva y profunda. La antigua meca del socialismo, la Moscú proletaria de otros tiempos, era ahora una ciudad rutilante y atractiva, entregada como ninguna otra a los lujos, vanidades, contrastes y pecados del capitalismo. Era la Cenicienta proletaria convertida por el toque de la varita mágica en princesa del baile o la campesina transformada de la noche a la mañana en una estilizada modelo de pasarela. Resultaba irreconocible. Las tristes avenidas de otros tiempos ahora brillaban con todas sus luces, repletas de comercios de lujo, restaurantes, bares y discotecas. Al otro lado del Kremlin, mirando hacia el río, un inmenso letrero luminoso brillaba en medio de la bruma del invierno anunciando la comedia musical de moda en Broadway: Chicago. Y eso interesa más a los moscovitas que los agotadores bailes folclóricos de cosacos y campesinos que los abrumaron durante 70 años de comunismo.

En los carteles gigantes que cubrían el costado de un edificio de arriba abajo, la sonrisa de Claudia Schiffer había reemplazado las barbas hirsutas de Carlos Marx y otra bella modelo de ojos claros, anunciando los perfumes de L'Oreal, había sustituido a Lenin. De la vieja iconografía comunista sólo quedaba, de trecho en trecho, en carteles colgados de los postes del alumbrado, la imagen intempestiva del Che Guevara con sus cabellos largos y su boina de guerrillero, sólo que no para anunciar la conversión de la cordillera de los Andes en una Sierra Maestra a escala continental, sino una nueva marca de teléfonos celulares a precios rebajados.

En los bares de luces tamizadas o en los restaurantes de lujo con menús de 200 dólares por persona, lindas y refinadísimas rusas entraban con una suprema elegancia, caminando sobre altos tacones y ceñidas por los trajes de última moda del Faubourg Saint-Honoré de París. Seguro, debían ser las hijas de las campesinas sudorosas que yo había visto en las plazas de la ciudad 45 años atrás. Vivir para ver.

Pero si algo podía representar con exactitud el contraste era el GUM. Ahora, en vez de un emporio de baratijas y de prendas proletarias sin forma ni color, el GUM se había convertido en el más vasto y sofisticado centro comercial del mundo con las más delicados artículos de Cartier, de Chanel o de Hermés y con todas las últimas creaciones de la moda y las perfumerías de la Vía Veneto, del Faubourg Saint-Honoré o de la Quinta Avenida. El más caro, también.

¿Quién podría comprar todo aquello? Las mafias, le dicen a uno. Los nuevos ricos que surgieron en Rusia como los frutos silvestres de un capitalismo verdaderamente salvaje cuando las fábricas del estado pasaron a manos de jerarcas comunistas convertidos, sin mayor dificultad, en tiburones voraces de la empresa privada.

Y quienes se habían acostumbrado a su vida de pequeños burócratas, recibiendo lo suyo cada mes de un estado que sólo les exigía cumplir con horarios y desfilar en las grandes fechas soviéticas con un alarde de banderas y trapos rojos fueron los grandes perdedores en el paso de un régimen comunista ortodoxo a otro de economía de mercado.Entre unos y otros fue apareciendo una clase media con miles de muchachos que hacen cola en los McDonald's, se encandilan con la música rock, sueñan con viajar al exterior ahora que pueden hacerlo y ven al estalinismo con toda lucidez, como una pesadilla de los abuelos. Aprendieron a reírse de todo, lo que es la mayor prueba de la libertad.

Las iglesias permanecen atestadas de hombres y mujeres de toda edad y toda condición. De esta resurrección de la fe religiosa hay dos pruebas elocuentes. La primera es la suntuosa catedral de Cristo Redentor. Dinamitada en una noche de 1931 por orden de Stalin y el espacio que dejó convertido en una piscina de aguas sulfurosas por Nikita Jhrushov, fue reconstruida en 1995 con la voluntaria cotización de millones de fieles. Todo un milagro, tratándose de una catedral llena de tesoros de arte bizantino, con cinco cúpulas y 400 kilos de oro en naves y columnas. A la ceremonia de inauguración asistió Putin con todo su gabinete. El cristianismo ortodoxo resultó más sólido y testarudo que el marxismo leninismo.

La segunda prueba es la canonización del zar Nicolás II y de sus cinco hijos, ejecutados por los bolcheviques en el inició de la revolución..

Pero claro que de setenta años de comunismo quedan muchas cosas. Las pesadas edificaciones, por ejemplo; todas idénticas y monótonas, contienen unos horribles apartamentos con sus cañerías a flor de piel en las paredes, baños que funcionan mal, calefacciones trogloditas con aliento de vapor, rústicos ascensores de madera, y unas entradas que parecen las de un dispensario de caridad..

Del mundo comunista ya desaparecido quedan también huraños porteros, guardianes de museo y minúsculos funcionarios que se sentirían mejor como antes, bebiendo té o espantando moscas bajo los seculares retratos de Marx, Engels y Lenin, libres de las cambiantes alternativas de la democracia y el capitalismo. Son ellos los últimos devotos del comunismo. No entienden nada.

Cada quince días, cuando se abren en una mañana de domingo las puertas del mausoleo de la Plaza Roja, unos cuantos de estos sobrevivientes del comunismo se agrupan a la entrada agitando banderas con la hoz y el martillo. Las jóvenes estudiantes rusas que pasan por allí los contemplan con risa.

¿Qué habría dicho John Dos Passos? Presenciado la ruda vida de aquel Moscú soviético, soñaba con ''alfombras, butacas, agua caliente para el baño, un mundo alegre, habitual de escaparates, de sombreros de mujer, de tobillos finos sobre tacones brillantes y sonoros...'' Nunca imaginó el célebre escritor gringo que eso no quedaba atrás, para siempre, como él creía, sino que irrumpiría de nuevo con una fuerza inusitada en Rusia, y que en cambio el comunismo, representado por aquellos viejitos reumáticos que cada quince días vienen a agitar trapos rojos y banderas con hoces y martillos frente al mausoleo de Lenin, iba a convertirse sólo en una reliquia del pasado. Y para colmo, siniestra


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